futuro

Sábado, 17 de enero de 2004

EDGAR ALLAN POE Y LA CIENCIA

Los enigmas...

“Lo que ahora está probado alguna vez alguien lo imaginó”
William Blake (1757-1827)

Por Federico Kukso

El 3 de octubre de 1849, en un callejón al lado de la taberna Ryan’s Saloon en Baltimore (Estados Unidos), Edgar Allan Poe fue encontrado, sin documentos, sin plata y con ropa que ni siquiera era suya (un holgado traje negro, sombrero de paja y zapatos desgastados). Estaba delirando y en plena agonía. En ese rincón oscuro, en donde ni correteaban gatos negros ni se escurrían escarabajos dorados y ni siquiera revoloteaban cuervos que graznasen “nevermore” (nunca más), el precursor de ni más ni menos que tres géneros literarios (la novela de detectives, la de terror y la de ciencia-ficción) y creador del cuento moderno desfallecía lentamente como si asistiera a su propio entierro prematuro mientras el mundo continuaba como si nada. Se comenta que una patota política lo había encontrado en un bar, lo drogó o emborrachó y se lo llevó para usarlo como votante, del mismo modo que si fuera una bolsa de papas, en una “democracia” estadounidense marcada por la corrupción y el fraude. Una vez que cumplieron su objetivo, se deshicieron de él y lo dejaron allí tirado. A los cuatro días, el 7 de octubre, entre las 3 y 5 de la madrugada, sin que nadie se acercara a reconocerlo, murió en el Washington College Hospital; solo, completamente solo. Tenía apenas 40 años y durante su vida alumbró a la literatura con oscuras narraciones extraordinarias, góticas y románticas, morbosas y macabras y, sobre todo, repletas de misterio, como Los crímenes de la calle Morgue, La caída de la casa Usher y La máscara de la muerte roja, entre tantas otras. A los dos días, Rufus Wilmot Griswold, su rival literario y enemigo secreto, daba a conocer la noticia al mundo en el New York Tribune: “Edgar Allan Poe está muerto. Este anuncio sorprenderá a muchos, pero pocos sentirán dolor”.
Pese a que Poe está bien muerto y enterrado, siempre quedaron dudas sobre la verdadera causa de su muerte, más allá de la paliza propinada por la patota. Nadie dudaba de que era un alcohólico empedernido y que de vez en cuando le daba con gusto al opio. Tuvieron que pasar 147 años para que alguien se dignara calzarse los guantes y decir de una vez por todas de qué murió el maestro del terror. Lo curioso es que ni cirrosis hepática, tuberculosis o diabetes aparecieron en el dictamen del doctor Robert Michael Benítez del Centro Médico de la Universidad de Maryland, sino rabia. Apoyado en evidencias históricas, como las anotaciones del doctor John Moran, quien estaba de guardia cuando ingresó Poe, Benítez concluyó que algún animal (la gata de Poe, Catalina, tal vez) habría mordido al escritor –que mostró síntomas de hidrofobia, signo básico de rabia– y transmitido la enfermedad.
Pero eso no es todo en el caso Edgar Allan Poe. Como ocurrió con Vincent Van Gogh, Paul Gauguin y Cézanne, y otros artistas reconocidos póstumamente, hay una veta del creador de la estética del heavy metal (cuervos, calaveras, criptas, murciélagos, muertos vivientes, cadenas), desconocida, ignorada y muy poco estudiada, que poco a poco está reflotando y siendo tenida más en cuenta: la científica (aunque nunca se consideró un hombre de ciencia).

El molusco robado
Como muchos de sus cuentos, la vida de este escritor estadounidense pone los pelos de punta. Su vida fue corta, signada por la depresión y la melancolía que lo condujeron al alcohol y a las drogas. Ni amorosamente (a los dos años su padre lo abandonó; a los tres, su madre murió de tuberculosis, y en 1847 la misma enfermedad se llevó a su prima-esposa Virginia Clemm) ni económicamente le fue bien. Fue siempre pobre y, aunque era conocido, el éxito le era esquivo. Aunque desde chico quiso ser poeta, paliaba sus gastos colaborando asiduamente en media docena de revistas del este de Estados Unidos a las que vendía ensayos, cuentos y poemas por pocas monedas.
Toda oportunidad que le caía en las manos le era más que bienvenida. Así pasó en 1839, cuando su amigo, el profesor Thomas Wyatt, que había escrito el año anterior un pesado y aburrido libro sobre caparazones de moluscos que costaba la para entonces nada módica suma de 8 dólares y nadie compraba, se le acercó y le preguntó si –a cambio de 50 dólares, una pequeña fortuna para entonces– lo podría ayudar a “suavizar” el texto. Poe no podía estar más contento y aceptó enseguida. El resultado fue The Conchologist’s First Book. A System of Testaceous Malacology, arranged Expressly for the Use of Schools (El primer libro del conchólogo. Un sistema de malacología testácea, arreglado expresamente para su uso escolar), un manual sobre la taxonomía (clasificación) de los moluscos en base a su morfología a sólo 175 dólares. El gancho del nombre de Poe en tapa funcionó bastante bien y el libro fue todo un éxito.
Pero aunque Poe sabía mucho de muchas cosas, no era un erudito en biología y menos en cómo se debía etiquetar a estos crustáceos. Así que no encontró mejor manera que “tomar prestadas” partes (más bien bloques enteros) de un libro sobre el tema del naturalista inglés Thomas Brown, poco conocido en las costas norteamericanas, y del francés Georges Cuvier, y dio vuelta el texto de Wyatt. En vez de clasificar a las criaturas por su caparazón como hizo su amigo, Poe armó un nuevo sistema que tenía en cuenta al animalito que vivía adentro. Toda una novedad para la época.

El robot y el pendulo
La inteligencia artificial tiene su prehistoria: un jugador de ajedrez autómata, conocido como “el Turco” (no el riojano, por supuesto), inventado en 1769 por el barón Wolfgang Kempelen (1734-1804), un artesano húngaro de Presburg, entre cuyas maquinaciones ya figuraban prototipos artificiales de partes humanas, una máquina de escribir para ciegos y otra hecha con gaitas que imitaba el funcionamiento de las cuerdas vocales. “El Turco” (imagen) hizo furor durante fines del siglo XVIII y principios del XIX y se paseó con todo éxito por ferias y teatros de París, Viena y Londres. Pasó el tiempo y Kempelen, viejo y cansado, eligió un heredero: un tal J. N. Maelzel, que además de la propiedad del monstruito recibió todos sus secretos. Al llegar a Estados Unidos en 1825, la fama del autómata lo precedía: había vencido al duque ruso Pavel, al rey Federico II de Prusia y ni más ni menos que a Napoleón Bonaparte y a Catalina II. Qué lo movía y cómo ganaba las partidas era todo un misterio.
Entre los fascinados por el autómata estaba E. A. Poe. Pero el encanto del “Turco” no lo cegó del todo y de inmediato se puso a investigar de qué trataba todo eso. Así surgió en 1835 su ensayo El jugador de ajedrez de Maelzel (y luego Von Kempelen y su descubrimiento) donde desmenuza parte por parte (analíticamente hablando) al antecesor de Deep Blue. Allí, además de analizar otros juguetes mecánicos como la carroza con caballos inventada por M. Camus para divertir a Luis XIV; “el Mago” de Henri Maillardet que contestaba preguntas del público; el pato mecánico de Jacques de Vaucason y hasta la máquina de calcular de Charles Babbage, capaz de realizar complejas operaciones matemáticas, cuestiona que “el Turco” fuera una máquina y, finalmente, con un agudo razonamiento deductivo propio del detective Dupin, personaje de algunos de sus cuentos, desenmascara el engaño: dentro del “Turco” se escondía un hombre.
Lamentablemente, del “Turco” no quedó nada: 15 años después, un incendio en un museo de Filadelfia lo hizo trizas o, mejor dicho, cenizas.

Criptograma hallado en una botella
Además del alcohol y el opio, Poe tenía otra adicción, menos destructiva, pero adicción al fin: los criptogramas. No es extraño: el misterio, el desafío y la fama que lleva aparejada su solución son los ingredientes fundamentales de estos enigmas que en 1936 William F. Friedman, del Departamento de Guerra estadounidense, definió como “pedazos de texto cuyo significado existe pero no se percibe inmediatamente”.
Justamente uno de los cuentos de Poe, El escarabajo de oro, se centra en descifrar un mensaje que indica el paradero de un tesoro pirata.
Una vez asentado en la revista Alexander’s Weekly Messenger en diciembre de 1839, a través de una serie de artículos desafió a sus lectores para que le mandasen criptogramas (ver imagen) que él descifraría. En los seis meses siguientes, comentario mediante, publicó la solución de cada uno de ellos. En mayo del año siguiente, Poe toreaba a sus lectores no desde el Messenger, sino desde la silla de editor de la Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine (en Filadelfia) donde en un artículo titulado A Few Words on Secret Writing (Unas pocas palabras sobre la escritura secreta) juraba haber descifrado la módica suma de cien criptogramas que recibió durante 6 meses cuando trabajaba para el Messenger. Y como nadie lo había podido vencer, le prometió un año de suscripción a la revista y al diario Saturday Evening Post a la primera persona que resolviera dos complicados criptogramas que había recibido de un “caballero cuyas habilidades respetamos inmensamente”, un tal Mr. W. B. Tyler. Poe nunca publicó las soluciones.
Esto no es todo; según parece, nadie le prestó mucha atención a los criptogramas de Poe hasta que en 1985 un profesor de la Universidad Dartmouth (Estados Unidos), Louis A. Renza, sugirió que tal vez Poe y Tyler eran, en realidad, la misma persona. Sin embargo, quien resolvió el (primer) enigma no fue Renza sino Terence Whalen, un estudiante de doctorado de la Universidad de Illinois (Chicago) en 1992. La clave estaba en, primero, colocar el texto al revés y luego en reconocer que el patrón de tres símbolos (“coma-daga-símbolo de separación de párrafo”), que se repetía siete veces en ocho líneas, representaban el artículo “the” (el o la), el mismo truco que permite descifrar el mensaje del escarabajo de oro. Según él, el texto es un pasaje de una obra trágica de 1713 titulada Cato del escritor inglés Joseph Addison.
Pero del segundo criptograma no había ni noticias. De modo que para acelerar la cosa (y hacerla más interesante), el profesor Shawn Rosenheim del Williams College estableció en 1996 un premio de 2500 dólares para quien pudiera de una vez por todas resolverlo. Cuatro años después, un ingeniero informático de Toronto (Canadá) llamado Gil Broza al fin envió la respuesta correcta.
Tras permanecer casi 150 años como una sopa de símbolos sin significado alguno, a Broza le tomo pocos días dar con la solución. Cada una de las letras en el mensaje original encajaba con cada una del mensaje en clave. Broza comentó que el escrito era un “criptograma de sustitución polialfabética”. O sea, el número de distintos símbolos para una letra dependía en la frecuencia relativa en que esa letra aparecía en el texto. Así, por ejemplo, hay dos símbolos para la z y catorce para la e. También, Broza advirtió que el criptograma contenía más de doce errores tipográficos, tal vez puestos a propósito por su autor. Después de tratar miles de combinaciones distintas, Broza decidió asumir que cada palabra en clave de 3 letras representaba palabras comunes en inglés como “the” (el,la), “and” (y) o “not” (no). Así, con la ayuda de un software especial encontró la palabra “afternoon” (tarde), la llave para descifrar el resto del texto.
Ahora que los dos criptogramas están resueltos y el misterio que había en ellos se disipó, los expertos en la vida y obra del escritor “maldito” creen que, considerando el estilo e imágenes evocadas en los textos, Poe no escribió ninguno de los dos enigmas. Pero esa es otra historia.

El universo revelador
En 1823, el físico alemán Heinrich Wilhem Olbers (1758-1840) planteó una interesante paradoja: si el tamaño del universo es infinito, o sea, se extiende ilimitadamente en el espacio y en el tiempo, y las estrellas están desplegadas por todo el universo (como lo pintaba el pensamiento newtoniano), entonces en cualquier dirección a donde uno apuntara la mirada se debería ver una estrella y el cielo de noche tendría que ser brillantísimo, pero no es así.
Curiosamente, 61 años antes de que el astrónomo Edwin Hubble sugiriera que las galaxias se alejaban entre sí, y 117 años antes de que dos científicos de los laboratorios Bell detectasen la radiación de fondo –el “eco” de una gran explosión (bautizada como Big Bang) hace 13.700 millones de años–, no a un astrónomo ni a un físico sino a un escritor se le ocurrió una respuesta a los dichos de Olbers. Así es: Edgar Allan Poe sugirió en su ensayo Eureka: un Poema en Prosa de 1848, entre un mar de digresiones metafísicas y las características de Dios, que la luz tiene una velocidad finita, el universo no es infinitamente viejo y la luz proveniente de las fuentes más distantes aún no ha llegado. Más precisamemente, Poe escribió: “La única forma de entender los huecos (voids) que nuestros telescopios encuentran en innumerables direcciones, sería suponiendo una distancia al fondo (background) invisible tan inmensa, que ningún rayo proveniente de ahí fue todavía capaz de alcanzarnos”.
La premisa, luego retocada por varios científicos, es que lo que se ve hoy en el cielo sólo se extiende hasta la distancia que la luz recorrió en un tiempo igual a la edad del universo.
Detrás de Eureka (traducido al español por Julio Cortázar) hay una historia de frustraciones, experiencias místicas y delirios de poseer la verdad última, en una época en la que Poe estaba en la orilla del precipicio a causa de la muerte de su esposa Virginia Clemm.
Inspirado en los trabajos del astrónomo francés Pierre-Simon de Laplace (1749-1827), Poe ideó un ensayo de 150 páginas de largo sobre la naturaleza y el origen del universo, su funcionamiento y su futuro, partiendo desde la física de las estrellas a la de los átomos, el tiempo y el espacio, la materia y la energía, y la “estructura” de Dios, al que consideraba el principio matemático en que se apoya el Universo.
Finalmente, se publicaron solamente 500 ejemplares del escrito en marzo de 1848, pese a que Poe había exigido a su editor una tirada inicial de 50.000. Es que Poe estaba absolutamente convencido de que con Eureka revolucionaría todo lo que se conocía hasta ese momento. Sin embargo, el texto fue un completo fracaso. A nadie le interesó, ni al público general ni a los críticos literarios que más que destrozarlo, lo ignoraron. Poe no se quedó quieto y empezó a escribir a los diarios y recitar pasajes de su libro en bares y lugares públicos. Todos opinaban lo mismo: el famoso escritor se había vuelto loco.
El trabajo de escritura agotó tanto a Poe que una vez confesó en una carta enviada a un amigo: “No tengo deseos de vivir desde que escribí Eureka. No podría escribir nada más”.
Si bien el texto está plagado de errores, lo que sí hay que reconocer es que Poe pidió expresamente que Eureka no fuera juzgado como una obracientífica. Y así fue. Quienes la descubren día a día ponen más el acento en entender cómo hizo el escritor para romper las cadenas que lo ataban a su Zeitsgeist (espíritu de la época) e imaginar tantas cosas luego confirmadas por la ciencia. Por tal razón, a Poe, en este aspecto, lo comparan con figuras de la talla de Verne, H. G. Wells, Demócrito (quien “inventó” los átomos), Aristarco (que propuso un sistema heliocéntrico) y con Kant, que vio galaxias donde otros veían nebulosas.
Entre los aciertos de Poe figuran: que muchos de los cuerpos por entonces etiquetados como nebulosas eran en realidad otras galaxias por fuera de la Vía Láctea; la condensación de los conceptos de tiempo y espacio en uno (como lo haría luego Einstein); afirmar la existencia de agujeros negros; explicar las características de la gravedad como una de las fuerzas primordiales del universo; proclamar la inexistencia del éter; asegurar que la estructura de la materia se asienta en fuerzas de atracción y repulsión, y que en el interior del átomo actúan cargas positivas y negativas de las partículas que lo componen; concebir la existencia de planetas extrasolares.
Pero Eureka también está plagada de predicciones. Una de la más recurrentes es la del futuro del Universo. Según Poe, la “velocidad de escape de las galaxias” irá disminuyendo progresivamente, frenada por la gravedad, hasta un punto en que la expansión se detendrá definitivamente y todo irá marcha atrás hasta la conformación de una superpartícula, la “Unidad”. Aunque ese no será el final “final”, sino simplemente un nuevo comienzo: se producirá otra vez una gran explosión y nacerá un flamante universo que, como su antecesor, cíclicamente colapsará.
Como moño para su artículo, Poe analiza a Dios, cuyo cuerpo –a su entender– sería el Universo todo, y su mente, la sumatoria de las mentes de todos los seres vivos del Universo, desde más los simples, como las amebas hasta los complejos seres humanos.
El escritor Abelardo Castillo es uno de los que entendió la forma en la que debía ser leído y en una entrevista realizada en 1998 lo explicó: “Creo que Eureka es uno de los grandes momentos de la poesía en prosa. Es otro libro que hay que leer desde la poesía y creo que Poe lo sabía y además es un adelanto acerca de las teorías que hoy andan dando vueltas que se le atribuyen a Stephen Hawking y son muy anteriores a él por supuesto... el Big-Bang. Es realmente alucinante pensar que Poe escribiera eso en la mitad del siglo pasado y que previó lo que la ciencia hoy está discutiendo seriamente. Es casi un acto poético en sí el enunciamiento de esa teoría. No hay más que ver de dónde parte Poe; es decir, ‘para saber cómo fue hecho el universo –y lo dice con toda naturalidad– hay que ponerse en la cabeza de Dios’... y desde ahí sigue pensando. Ahora Poe nunca lo sintió como un libro científico, sino como un libro poético... y las verdades que hay en ese libro son verdades poéticas. Así debe ser un libro”.
Dentro de dos días, el 19 de enero, se llevará a cabo una rutinaria costumbre de más de cincuenta años: un hombre vestido de negro con sombrero de fieltro entrará al Old Western Burial Ground de Baltimore (Maryland) y dejará un vaso de coñac y tres rosas rojas sobre una tumba, con las que lectores, literarios y hasta científicos celebrarán el 195º cumpleaños de aquel genio maldito llamado Edgar Allan Poe.

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