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La matematica como una
de las bellas artes
Pablo Amster
Siglo XXI. 128 págs.
Por Federico Kukso
A diferencia del resto de sus colegas científicos, los matemáticos pueden decir –sin temor a sonrojarse o peor aún, a pecar de soberbios– que su ciencia permea sin dejar espacio intacto aquel campo profuso llamado ciencia. Parece obvio, pero es cierto: la matemática (o como sus adoradores la llaman: la Matemática) es el dulce lenguaje sobre el que el mundo se levanta, el mundo camina, el mundo cambia. La geometría, la aritmética, el análisis, el álgebra rigen el universo. O mejor: son un universo en sí, o como dice más humildemente el matemático Pablo Amster (profesor de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA e investigador del Conicet), un “país de números, formas y teoremas” que deslumbra por su rara forma de belleza. No una belleza pictórica, escultórica, musical o literaria, sino (y simplemente) una belleza matemática que genera entusiasmo (encontrar, por ejemplo, un detalle que revele un patrón en un mar de caos) y sobre todo, como otras ramas del arte, un goce sublime y austero.
Así están las líneas monstruosas, las demostraciones románticas, los métodos barrocos, la gracia de un teorema, la poética pitagórica y el lujo de un fractal. Pero como sucede con la pintura o la escultura, para apreciar a fondo un cuadro, una obra o, en este caso, una ecuación, un razonamiento, un teorema, hace falta (re)educar el ojo. Justamente hacia ahí apunta Amster: hablar de matemática a un público no necesariamente matemático (como debe hacer cualquier buen libro de divulgación científica) para formatear sus sentidos. Así, guía al lector por valles de números, fórmulas y curvas (seguido por un minitour por la efervescencia de la lógica de Russell y Whitehead) para estimularlo (antes de espantarlo), y así demostrar cómo en la creación y en la contemplación matemática anida también un verdadero placer estético.
“El binomio de Newton es tan hermoso como la Venus de Milo; lo que pasa es que muy poca gente se da cuenta”, decía el poeta Fernando Pessoa. Tenía mucha razón.