FINAL DE JUEGO
Donde Kuhn no entiende nada y el embajador de Inglaterra se explaya
Por Leonardo Moledo
El embajador de Inglaterra entró en la dirección y se sentó como al descuido justo debajo del Ojo de Horus del decano.
–No quiero que el decano me vigile –dijo–. El decano odia a Europa porque ama a nuestros primos norteamericanos. De hecho, siempre ha dicho públicamente que preferiría mil veces limpiar los baños en un edificio público de las afueras de Denver y no ser decano en un país subdesarrollado y miserable como éste o Inglaterra. Esa es la verdad.
–La verdad está en la evolución de las especies –dijo el anciano naturalista– y el decano la incentiva al promover la selección natural. Resisten a la contaminación quienes tienen genes más fuertes, y los transmiten a su descendencia, y cuando aparece alguien medianamente flojo, lo manda a las cuevas para que se pudra y no pueda reproducirse.
–El decano sabe mucho de selección natural –dijo el embajador inglés-. Para él, lo importante no son las cosas sino los cargos que ocupa. Desde su juventud lucha por los cargos por todos los medios y, es preciso reconocerlo, siempre ha ocupado uno. Hizo el cursus honorum completo, hasta acceder a un gran cargo nacional.
–Lo recuerdo –dijo el anciano naturalista–, fue una época terrible.
–Después le pidieron la renuncia –dijo el embajador inglés– y no había forma de que la firmara. No lo podían sacar. Le ataron alambres de acero de los cuales tiraban treinta y dos tanques, noventa y cinco elefantes, una prensa hidráulica y un hipopótamo. Hay que reconocer que el hipopótamo no contribuyó demasiado, pero el decano no se movía de su silla. Y entonces los cables de acero se rompieron.
Kuhn estaba asombrado por las hazañas del decano y hasta el momento no había dicho palabra. Por otra parte, el naturalista y el embajador inglés hablaban para él, se daba cuenta, y tal vez para el Ojo de Horus, que parpadeaba y abría y cerraba su pupila azul como el mar o como el cielo profundo.
–¿Y cómo hicieron?
–Ah, mi querido señor –dijo el Director del Departamento de Matemáticas–. No lo sé. Nadie lo sabe.
–Pero yo sí lo sé –dijo el embajador de Inglaterra–. Cuando me contaron la situación, y mientras los distintos ministerios se preguntaban si era necesario que un meteorito chocara contra la Tierra para que el decano abandonara su cargo, decidí usar la inteligencia. Fui a visitar a su jefe político, y todo se arregló. El jefe político hizo publicar en un diario la renuncia como un hecho consumado, y el decano no tuvo más remedio que exhibirla. La verdad es que nunca me lo perdonó, y a veces temo haber sido la fuente de su anglofobia.
Kuhn estaba confundido. La verdad es que no entendía muy bien lo que estaba pasando. Por lo visto, en esa facultad, el decano era el tema exclusivo de conversación, aun en situaciones tan insólitas como las que estaban viviendo.
–Usted se preguntará qué es lo que hace aquí el embajador de Inglaterra –dijo el naturalista, como si le hubiera leído el pensamiento–. La verdad es que estamos iniciando conversaciones para instalar una fábrica de fósiles.
–Efectivamente –dijo el embajador inglés–. Los fósiles que andan por allí son muy viejos, se rompen, hay que tratarlos como si fueran piedras preciosas, valen fortunas y cada vez que uno se pierde o se inutiliza es un desastre. –O los roban y los venden por Internet –dijo el naturalista–. El comercio clandestino de fósiles es el cuarto negocio del mundo después de las armas, los congresos científicos y las drogas –agregó, casi en un susurro–. Por eso es que, junto a la Embajada de Inglaterra, estamos desarrollando un proyecto para producir fósiles de mejor calidad, resistentes y que permitan el mismo estudio y trabajo científico que los verdaderos. Sería una pyme, que demostraría la posibilidad de colaboración entre la facultad y la empresa privada, si es que a Inglaterra se la puede considerar un empresa privada. Bajo la voz porque si el decano se entera, adiós al proyecto, y vamos a parar a las cuevas.
–Yo soy extraterritorial –dijo el embajador inglés– y contra mí el decano no puede nada. No se olvide lo que pasó con la guerra de las Falkland.
De todos modos, y pese a las explicaciones luminosas sobre el decano y los fósiles artificiales, que justificaban la presencia del embajador inglés, las cosas no encajaban del todo. ¿Qué pasaba con el biólogo asesinado? ¿Por qué nadie se preocupaba de él?
¿Qué piensan nuestros lectores? ¿Piensan que puede prosperar una fábrica de fósiles artificiales? ¿Y por qué nadie se preocupa por el biólogo asesinado?
Correo de lectores
Jenner rioplatense
En la esquina de Baldomero Fernández Moreno y Puan, cerca del Parque Chacabuco, una plazoleta recuerda el lugar donde Saturnino Segurola aplicó la vacuna antivariólica en el Virreynato del Río de la Plata, a principios del siglo XIX. En la misma plaza hay un retoño del pacará a la sombra del cual se acían las aplicaciones. No es el árbol original, que se secó hacia 1980.
Claudio Sánchez