Viernes, 4 de septiembre de 2015 | Hoy
RESCATES
Elizabeth Hartley
(1751-1824)
Por Marisa Avigliano
Cuando las voces de la calle ponderaban el pelo rojo y contaban cada una de las pecas que la cara guardaba con celo y el cuerpo exhibía, estaban hablando de Elizabeth Hartley, de ninguna otra. Elizabeth era famosa en la Londres del siglo XVIII, una fama ganada en el escenario y derramada más allá de los extramuros del Covent Garden. Que la pelirroja de cara bonita fuera Elfrida por unos días o Portia toda una temporada hubiera alcanzado para que los diarios escribieran sobre ella, pero su popularidad no era sólo teatral. La hija de James y Eleanor White, la chica de la parroquia Berrow, en Somerset, guardaba zonas oscuras en su prontuario de estrella. Como nadie tuvo nunca certeza por qué la actriz shakespereana dejó de ser White para convertirse en Hartley, el chisme abrió la lista de candidatos. Que el apellido elegido era el apellido del hombre para el que ella trabajaba iba primero en las apuestas. Una infancia en la playa y unos primeros libretos en Haymarket Theatre despuntaron los primeros pasos. Después Edimburgo, Bristol y la definitiva Londres. Aunque la primera crítica dijo que la mujer bonita tenía mala voz y vulgaridad excedente, las butacas no dejaron de llenarse día tras día. El público borró aquella primera diatriba escrita –con el tiempo y la puerta semiabierta entraron otras– y con él llegaron los elogios de semblante, expresividad y melodía. La mujer bonita tenía el lado bueno del destino en su bolsillo. La Catherine de Enrique VIII firmaba autógrafos entre brillos y profecías cuando llegó el barro callejero. Iba a ser el lodo de una noche de verano el que le iba a agregar más luz sobre su rostro. Elizabeth caminaba del brazo de Rev Henry Bate (nombrado luego Sir Henry Bate Dudley) cuando se desató el combate. La Desdémona del tablado era ahora la razón de la pelea con la que alardeaba la masculinidad inglesa. Los caballeros querían un duelo en el charco (terminó siendo un catch auspiciado por una taberna con propaganda incluida) y Elizabeth la roja fue el aliento ideal, motivo y mueble de vitrina. Como algunos de los titanes embarrados tenían nombre y apellido en el reparto urbano de celebridades, la pelea se convirtió en un acontecimiento social. Ahora Elizabeth era, además de Orellana en el drama de Arthur Muphy, el trofeo de “The Vauxhall Affray”, nombre con el que se bautizó a aquella noche de muchachos en el barro. Una noche de otro verano se escapó a Francia con un amante, generalmente el partenaire amoroso siempre era un actor del elenco, aquella luna de miel prohibida fue la encargada de proteger las llamas vivas de una cartelera en riesgo. Como si los afiches publicitarios no se hubieran despintado –apenas mudado– la actriz de maquillaje perfecto y largo pelo ondeado posa eterna siglos después en los grabados de la colección de Teatro de Harvard, en la Tate Gallery y en otras salas de museos británicos detrás del pincel de Angelica Kauffmann. Tenía treinta años cuando dejó de actuar. Esta vez la fuga no planeaba vender localidades infinitas. Años sin estaciones, sin escándalos ni huidas. Un perchero vacío, huesos sin cuerpo y un discretísimo silencio hecho ovillo con restos de tafetas borraron la carraspera larga del calendario. Desde la obesidad del olvido y poco antes de morir el nombre de Elizabeth volvió a salir de la boca de los que todavía recordaban el color de su pelo. Esta vez las voces repetían su último deseo: que se escriba White sobre mi tumba.
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