CUERPOS
› Por Nicolás Cuello
Me tengo que ir de viaje. Tengo poco tiempo para resolver todo lo que tengo que hacer para poder irme con tranquilidad, necesaria recompensa después de los embates del trabajo y las geografías montañosas del día a día. Me voy unos días a la playa con mis amig*s, en una escapada relámpago, mitad trabajo mitad descanso. Desde hace unos días soñaba con el momento en el que me tuviera que hacer cargo de algo que postergaba: tenía que salir por un traje de baño, o algo similar. Después de haber usufructuado de mis versiones punks de lo que puede ser una malla (jean desgarbado, pantalones cortos de feria americana, entre otras variedades), ahora quería resolverlo de otra manera. Salgo temprano en mi búsqueda, nervioso y plagado de ansiedad, como cada vez que tengo que hacer esto. A diferencia de gran parte de la sociedad, comprar ropa para las personas gordas (especial y diferencialmente con mayor intensidad para las feminidades gordas) funciona como un momento de actualización, diálogo directo, y explicitación absoluta y sin piedad de cuánto se esfuerza el mundo por volver impronunciable nuestro presente cárnico, y disolver la promesa de nuestros cuerpos en el futuro, pesadilla apocalíptica de las industrias de la dieta. Salgo, sabiendo esto, preparado con algún que otro mantra que me sitúe en coordenadas de empoderamiento. Pregunto en uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho lugares: “No, nada en ese talle”, “No, tan grande no tenemos nada”, “No, acá no vas a encontrar”, “No, no trabajamos ese tipo de ropa”, “No, tampoco sé dónde podés preguntar”. Llego al noveno lugar, un lugar caro, en el que acostumbran a vender ropa para tipos que practican deportes como rugby, es decir, tipos que medianamente pueden en sus dimensiones aproximarse a mi estatura y a mi cuerpo gordo. Ingreso al lugar, y soy recibido por la mirada cómplice entre tres personas que pactan inmediatamente frente a mí, frente a mi cuerpo, una risa a la que ya le perdí el asombro. Pienso para mí: “Se deben reír de lo fabulosamente puto que me queda el rodete que me hice hoy antes de salir”. Me acerco a una de las vendedoras, le hago la misma pregunta que a las ocho anteriores, y recibo entre carcajadas, progresivamente menos disimuladas: “Nosotros no tenemos esas cosas acá, y no, menos en tu talle”. Luego, se repite el sonido de esa alegría maligna que marca a fuego la historia de los cuerpos como el mío, y la asimetría de poder detentada por cuerpos como el de ella. Como un latigazo a una fiera desobediente, me siento invocado a la subyugación de un silencio estructural en el devenir de la subjetividades gordas. Me voy, rápido. Pienso en mi amigo Mor que vive cerca de ahí y me apuro para saber en qué brazos desarmarme. Remo con esfuerzo entre el agua que toma mi cuerpo entre el llanto y el sudor, entre la gente que no entiende, y gente a la que no entiendo. Cuando finalmente la calma acontece en el espacio seguro de la amistad, pienso con un poco de bronca sobre esos momentos en los que se repite el silencio frente a la agresión. Pienso que lo que más nos cuesta como comunidad, a este mar calórico de cuerpos impropios, es tomar la palabra, abrazar la energía de la voz, para hacer vibrar esa historia que insiste en recordarnos que no podemos defendernos, que no podemos devolver un insulto, que no podemos decir que nos están lastimando, que no podemos decir en voz alta, hoy estoy cansado de que mi vida sea cancelada, una y otra vez, por la obsesión compulsiva de un sistema corporal que se siente amenazado por la diferencia. Pienso en lo que voy a contarles a mis compañer*s con quienes me esfuerzo en pensar políticamente mi carne. Pienso que me quiero defender, quiero aprender a potenciar a mi propia voz / nuestras voces. Quiero hacer temblar al mundo que se atreva a negarnos, otra vez, la comodidad, la belleza, el placer, la vida.
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