Viernes, 13 de noviembre de 2015 | Hoy
CINE
El cadáver de Eva Perón es embalsamado y los ecos de ese tránsito, entre lo mágico y lo político, son la materia de Eva no duerme, la última película de Pablo Agüero.
Por Marina Yuszczuk
Puede que el rasgo más importante de Eva no duerme, la cuarta película de Pablo Agüero que se estrena casi al mismo tiempo de pasar por el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, sea la distancia en que la cámara se ubica con respecto a su objeto. Que es, por momentos, el cadáver de Eva Perón embalsamado o en proceso de serlo, y por momentos los hombres que a su turno se obsesionaron con él. Límpida, casi minimalista, con un predominio de interiores y secuencias morosas, intensas, de enfrentamiento entre dos actores –por más que uno de ellos esté muerto y rígido–, la película no narra tanto el destino de un cuerpo que pasó de mano en mano entre lo absurdo y lo siniestro y que fue locura personal además de botín de guerra, como la pasión de un puñado de hombres por el cadáver. Pasión en todos los sentidos: por lo que se apasionaron, por lo que padecieron una vez que la historia los puso frente a ese legado que era casi un problema sin solución.
Agüero, que también es autor de Salamandra (2008), 77 Doronship (2009) y Madre de los dioses (2015), se puso al frente de un proyecto que llevó veinte días intensos de rodaje sumados a un trabajo previo de investigación, porque la película combina escenas ficcionalizadas con exteriores de archivo. Y de hecho la alternancia entre los primeros planos de los hombres que tuvieron o persiguieron el cuerpo y las multitudes en las calles o la Plaza de Mayo van pautando el ritmo de Eva no duerme, que comienza con la cara y la voz intensificada de un Almirante (Gael García Bernal) que cuenta, mientras enciende un cigarrillo en la bruma, cómo tardó veinticinco años en encontrar a “esa mujer” a pesar de que ya estaba muerta. La operación es poética: se trata de hacer resonar, en un texto repetitivo pero saturado de connotaciones, desde la prohibición de nombrar a Eva hasta el cuento “Esa mujer” de Rodolfo Walsh, pasando por el desprecio con que tantas veces se atacó a Cristina Fernández de Kirchner nombrándola “yegua”.
A partir de ese comienzo la premisa básica de la película consiste en presentar a Eva Perón como pesadilla para el enemigo político, un poco como lo hizo Walsh en su relato, y de esa forma magnificarla: mientras podría parecer que ellos (el embalsamador Pedro Ara primero, interpretado por Imanol Arias, y luego un militar encarnado por Denis Lavant) manipulan y se apropian del cadáver, en realidad es ella la que ejerce su magnetismo y no deja de irradiar un poder casi mágico, porque representa una fuerza superior que las imágenes del funeral de Eva o el bombardeo del 55 pretenden condensar al mismo tiempo que la dan por sentada. Durante buena parte de la película se tiene la sensación de estar metida adentro de una caja, con apenas un agujero para respirar, y esa sensación tiene que ver el recorte estricto sobre las obsesiones personales –que el diálogo del Aramburu interpretado por Daniel Fanego con unos jovencísimos montoneros no alcanza a alterar–, que ponen a estos cuerpos masculinos a rodear el cadáver como lamentando que la posesión triunfal, siendo que se trata de una muerta, no signifique nada. El clímax de esta operación se alcanza rápido, cuando unos primerísimos planos muestran cómo las manos de Pedro Ara moldean las manos y los pies ya rígidos de Eva para darle una forma más escultural: ninguna película se había acercado tanto al cadáver, ninguna como esta había querido hacernos palpable la carne endurecida de la pierna desnuda de Eva Perón o mostrarla como la versión más siniestra posible de una Bella durmiente. Y lo decepcionante es que esa experiencia estética, independientemente de su calidad, no explica nada. Al contrario, una puede plantearse serias dudas con respecto a la pertinencia y la oportunidad de ahondar con orgullo triunfal en el cadáver de Eva, como si la política se jugara en talismanes invencibles que hacen al enemigo sucumbir a encantos que desprecia.
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