Gabriela Liffschitz 1963-2004
Por María Moreno
Gabriela Liffschitz estuvo viva hasta su muerte. Esta frase tautológica en su caso adquiere una particular precisión. Hasta que se le detectara un cáncer de mama, la poesía, los viajes, el amor y la amistad bastaban a un vivir que se recortaba sobre un fondo de angustia donde no había aún palabras para decirlo. El libro de poemas Venezia (1990) y la nouvelle Elisabetta (1995) daban cuenta de un estilo refinado, pero que podía diluirse tanto en otras experiencias como en una carrera literaria que la autora seguramente hubiera desechado con ademán irónico. Un refrán para optimistas transmitido por su abuela materna --"No hay mal que por bien no venga"--, el análisis con el psicoanalista Jorge Chamorro y la certeza acuñada junto a su hermana Laura, dirigente del PTS, de que en la adversidad es posible la transformación y la revuelta, fueron las armas que eligió para convertir su experiencia del cáncer desde el punto de vista médico --la mastectomía, la metástasis, el calculado fin-- en la producción de un pensamiento radical sobre el cuerpo, el erotismo y el arte en acción. De ese modo pudo hacer, según sus propias palabras, que el registro de una mutación sustituya a una mutilación, dejar de ser la herida para convertirse en su observación, que en esa explanada a su costado haya podido ver el movimiento, la invención de la asimetría y no la ausencia de. En este golpe de dados, la muerte probable fue destituida como causa para ser meramente oportunidad. El libro Recursos humanos (2000) registra en autorretratos y textos las transformaciones sobre la superficie corporal, a la manera de los apuntes de un naturalista en función de lo que Paola Cortés Rocca llamó un "manifiesto erótico político", que se extendería en su continuación: Efectos colaterales (2003). Desde esos textos e imágenes, plantada en la posición del amante, o el testigo, Liffschitz objetivó ese cuerpo que se abría a infinitas posibilidades para remapear como deseables las zonas mutadas o rehabilitar otras distintas de las dictadas por el protocolo del desnudo. La artista había logrado reflotar el arte por sobre la extorsión del suceso para coincidir con la de la cámara y mostrar que no hay un en sí del objeto a fotografiar. Como tampoco hay un en sí del acontecimiento: si la tendencia internacional es trabajar con lo real de la enfermedad, entendiéndola como figuración y asimilándola a los avatares médico-quirúrgicos, Liffschitz responderá con fotos y textos que guerrean con la morfología dominante, plantean la reconquista de lo dado como falto a través de la potencialidad creadora. Al contrario de Recursos humanos donde cada fotografía funcionaba de manera autónoma, Efectos colaterales puede mirarse y leerse como etapas o secuencias. Y son precisamente las dos últimas series las que separan radicalmente el proceso biofotográfico de todo sedimento testimonial para convertir a la modelo en eso: una modelo. Es decir invaden, con la virulencia que promete la foto de tapa, ese espacio donde la publicidad y la moda imponen un cuerpo único, puro objeto moldeado por la disciplina de un deber ser efímero, pero con pretensión de absoluto en el instante de su promoción. Por eso, al final del libro, Liffschitz lanza el desafío: "Por suerte siempre están las palabras, me digo, cuyo cuerpo, como el mío, nunca puede ser realmente devastado. Mal interpretado sí, citado erróneamente, también, pero para la devastación no hay aquí un cuerpo que se ofrezca". El cuerpo sería un desvarío, una respuesta personal.
Las 12 tiene el privilegio de adelantar fragmentos de los últimos trabajos de Gabriela Liffschitz, quien murió el 13 de febrero último: Un final feliz, relato sobre un análisis y una carta a su hija Valentina escrita con el objetivo de que ésta la leyera después de la muerte de su madre. En el primer texto Liffschitz da cuenta de cómo le ganó de mano al fin biológico a través del proyecto realizado de otro fin: el de su análisis, algo que ella definió en estos términos: "Creo que no es que después del fin del análisis me encontrara entonces con la verdad 'real' en contraposición a una ficción personal. Fue casi al revés. Antes tenía una verdad que era una ficción desde la cual lo medía y analizaba todo, verdad que extendía al mundo y que provocaba saberes inapelables, frases como: --Es obvio que esto es así, se cae de maduro. Verdades que debían ser aceptadas por los demás. (...) Después del fin del análisis me parece que lo que hay son verdades muchas, infinitas, que de conjunto aniquilan el concepto de verdad, lo desnaturalizan para siempre, lo ficcionalizan devolviendo al discurso lo que se había filtrado en la vida, en los hechos, en la cotidianidad de cada cual. Del mismo modo la realidad se vuelve, a los efectos de nuestra relación con ella, sólo una lectura. Nada, ninguna consistencia de jarrón da el sentido de la realidad. La realidad pierde todo lugar en el plano del sentido, para estar más cerca de ser una impresión personal".
En la carta a Valentina, Liffschitz, lejos de proponer una imaginería consoladora, en la tradición de los relatos para niños, mantiene las divisas de su pensamiento en acto: Lo que ya no está --esa madre presente--- es ocasión de un nuevo principio donde lo que se ha tenido de ella es inenajenable.
La foto de tapa de Efectos colaterales es casi una alegoría. Una mujer en cuclillas, la rodilla derecha en posición de largada. Su cabeza rapada no sólo remite a la cabeza del skinhead o el asceta religioso sino a esa mucho más cristalizada: la del musulmán, el hombre número del campo de concentración cuya vida desnuda ha depuesto toda resistencia, pero a quien Liffschitz, a cabeza descubierta, le presta su imagen pero en una posición totalmente diferente: la de alguien que está poniéndose de pie y cuyo tatuaje colorido recoge la tradición del guerrero en armas. Las dos víboras tatuadas y entrelazadas sobre el cuerpo convierten a éste en un campo de lucha --de imágenes-- y aluden tanto al erotismo como a la muerte (más tarde Liffschitz descubriría que la serpiente es también el símbolo de la medicina). La foto propone una posición desde la que saltar al movimiento, una ruta, palabras que insisten en la reflexión de Liffschitz. El observador se encuentra con la imagen cara a cara y ésta le sugiere que él está en el lugar de la meta o de la cinta de llegada. Pero que de allí tendrá que apartarse a riesgo de ser embestido. Porque la modelo parece dispuesta a correr, corriendo a su vez la línea del horizonte, ese falso límite. Y eso es lo que Gabriela Liffschitz ha hecho con su vida y su arte:
--Yo tengo un cuerpo, cojo, gozo, sufro, lloro, la paso bárbaro. Mi posición es: hasta que no esté muerta estoy viva y ésta es mi vida.