Viernes, 4 de marzo de 2016 | Hoy
VISTO Y LEíDO
Se acaba de editar en Argentina La chica del grupo, la autobiografía de Kim Gordon, creadora de Sonic Youth (junto a su marido, Thurston Moore, de quien se separó tras casi tres décadas de matrimonio). “El rollo de las estrellas de rock siempre me ha parecido poco sincero. Siempre me he sentido incómoda dándole a la gente lo que quiere o espera de mí”, dice en un tramo del libro. Ahí está la clave: cómo esta mujer (que también es artista plástica, actriz, se dedica a la moda y su hija define como “icono del feminismo”) dejó su huella en la historia de la música desde una lógica y estéticas propias.
Por Ivana Romero
Uno de los primeros artículos que Kim Gordon escribió a modo de ensayo artístico fue “sobre hombres y sobre cómo interactúan en el escenario unos con otros y cómo establecen lazos afectivos al tocar” según contaría mucho después. Eran fines de los setenta. Se había mudado a Nueva York con la esperanza de convertirse en artista visual mientras saltaba de casa en casa y trabajaba en lo que podía. Fue otro artista, Dan Graham, quien le había propuesto escribir. Y al advertir la lucidez de ella, redobló la apuesta. Entonces le preguntó si le interesaba armar un grupo de chicas para reescenificar su performance Audience/Mirror. Kim se juntó con la bajista Miranda Stanton y con Christine Hahn del grupo The Static. Se bautizaron “Introjection”, ensayaron y una noche subieron a escena en una velada organizada por la Escuela de Arte y Diseño de Massachusetts. Se suponía que debían interactuar con el público –y reflejarse en un enorme espejo puesto para la ocasión- pero ellas simplemente hicieron lo que se les dio la gana. A Kim no le importó. Decidió que no se bajaría más de un escenario. “Por lo que a mí respecta, no había sido un fracaso: daba igual qué hubiera sucedido. Eso también había formado parte de la actuación, aun cuando no hubiera satisfecho formalmente las expectativas de Dan. El hecho de no responder a eso produjo otra situación interesante en la que la música y el arte se entrecruzaron en un clima de rebelión y música punk”. En 1981 creó Sonic Youth junto a su marido Thurston Moore. La banda se transformó en un largo, inquietante y glamoroso aullido post-punk, que quebró los cristales de la música alternativa para devolver un sonido renovado cuyas astillas perviven hasta hoy. Tras su disolución en 2011 (la separación de la pareja tuvo mucho que ver) ella continuó con su proceso como artista y escritora. De allí emergió su autobiografía La chica del grupo.
Publicada a comienzos del año pasado en Estado Unidos, este texto llega al país a través de la editorial española Contra. A lo largo de más de 300 páginas (con fotos exclusivas), Gordon explora algo más profundo que una vida como única mujer en una banda de hombres. Allí está su infancia (junto a un hermano mayor fascinante y peligroso), su amor por Moore a lo largo de veintisiete años (y su corazón hecho añicos cuando él la engañó), su hija Coco (que estudia arte en Chicago y que en una entrevista reciente definió a su madre como “un ícono del feminismo”, algo con lo que no se termina de sentir a gusto, justamente porque no es fácil ser hija de íconos). Es que Gordon supo escribir letras capaces de subir los decibeles del talento y a la vez, cuestionar el sueño americano en general, las lógicas masculinas en particular y aún del modo cruel en que las mujeres pueden tratarse a sí mismas (“si quieres/ yo seré/ la que siempre es buena / y también me vas a querer/ Pero nunca sabrás / cómo me siento por dentro / que soy muy mala”) canta en “Little trouble girl” junto a Kim Deal, de Pixies.
Nació en el estado de Nueva York en 1953 y a los cinco años se mudó a Los Angeles con su familia: padres universitarios y Keller, su hermano tres años mayor, que vive en un hospital porque sufre de esquizofrenia paranoide (“fue y sigue siendo brillante, manipulador, sádico, arrogante, casi insoportablemente elocuente”). La familia se trasladó a Hawai y a Hong Kong hasta que volvieron a California. Allí Gordon escuchó a Joni Mitchell y leyó a Emily Dickinson. Y ya por entonces esta adolescente de una belleza blonda, típicamente californiana, y con ínfimos granitos en la cara, abjuraba de la pilcha de segunda mano que su madre progresista le compraba. Miraba con atención la moda a tal punto que luego usaría su vestuario como vehículo de comunicación en cada aparición pública de Sonic Youth. Incluso tuvo su propia marca de ropa, X-Girl. “En casa me pasaba horas contemplando portadas de discos y fotos de Marianne Faithfull, Anita Pallenberg, Peggy Lipton y otras chicas cool, queriendo ser como ellas”, cuenta.
Claro que con el tiempo esta mirada se afiló. “El rollo de las estrellas de rock siempre me ha parecido poco sincero –estilizado y gestual, incluso ridículo-. Siempre me he sentido incómoda dándole a la gente lo que espera de mí”, afirma. En el video “100 per cent” lleva una remera de los Rolling Stones con la leyenda “Eat Me” (“Comeme”). A la MTV no le causó ninguna gracia y tuvo objeciones para difundirlo. “Culturalmente, no permitimos que las mujeres sean tan libres como éstas quisieran, porque es algo que da miedo. A esas mujeres, o bien las evitamos o las tenemos por locas. Las cantantes que se obstinan demasiado en llevar las cosas al límite, no suelen durar demasiado, como Janis Joplin o Billie Holiday. Al fin y al cabo, lo que se espera de las mujeres es que sustenten al mundo, no que lo aniquilen”, critica. De hecho, si bien Sonic Youth siempre fue considerada una banda de la escena independiente, grabaron varios discos con una multinacional como Geffen Records. Es decir, una arista interesante del libro es esa en la que Gordon observa el vínculo entre las mujeres y las demandas carnívoras del mercado de la música. Un mercado que conoce de cerca, tanto como en su juventud conoció al hippismo y su lado B, con gente que se moría por drogas o que sucumbía a tipos horribles como Charles Manson.
Miranda -ex Injection- le presentó a Thurston Moore, un guitarrista virtuoso de Connecticut que había llegado en 1976 a Nueva York. “Hombres tocando. A mí me encantaba la música. Fuera lo que fuese que sintieran los hombres cuando estaban juntos en el escenario, yo quería verlo de cerca. No era algo sexual pero tampoco asexual. Viéndolo en perspectiva, ese es el motivo por el que entré en un grupo, para poder integrarme en esa dinámica masculina y poder mirar hacia afuera, en lugar de tener que tener que mirar hacia dentro a través de una ventana cerrada”, dice esta dama que se confiesa muy tímida a pesar de su apariencia enérgica. Gordon se enamoró de la inteligencia de Moore, de su magnetismo hierático y de su metro noventa y ocho. Era más alto y también, cinco años más joven. Al poco tiempo, se casaron. Así nació Sonic Youth, donde ella fue bajista. Además, juntos y por separado, cantaron y escribieron varias de las letras más memorables de la banda.
La pareja se transformó en una referencia estética (y aún existencial) para quienes soñaban con un romance que sobreviviera por siempre en el resbaladizo universo del rock. Pero unos años después del nacimiento de Coco en 1994, la relación comenzó a debilitarse lentamente. El desmoronamiento tiene un lugar protágonico en esta historia. De hecho, La chica del grupo comienza con el último recital de Sonic Youth en San Pablo en noviembre de 2011 (en esa oportunidad, también tocaron en Argentina) cuando la disolución de la banda ya era un hecho público. Y termina casi en el mismo lugar, con el proceso de separación luego de unas tres décadas de matrimonio. Esto incluye fotos de la novia nueva de Moore semidesnuda en el celular y terapia de pareja para salvar lo insalvable.
En ese punto, el relato se torna convencional, quizás porque Gordon necesita dejar en claro que además de diva noise, puede ser una chica del montón con el corazón roto por la infidelidad. Sin embargo, la mística de esta autobiografía está en otro lado. Por ejemplo, en esos detalles donde ella se planta en relación con las mujeres, donde alude a sus lecturas feministas, a Philip K. Dick y a William Burroughs. También, en zonas donde habla de su gran amigo Kurt Cobain, de su trabajo como actriz junto a Gus Van Sant, Olivier Assayas o Todd Haynes, de los proyectos como artista visual que le alejaron de Massachusetts (donde se fue a vivir cuando Coco nació) y la tienen otra vez en Los Angeles. Es que hay algo de profunda empatía con el mundo, aún en ese rapto de furia que tuvo en un recital a beneficio de los dos hijos con problemas neurológicos de Neil Yong (después, uno de los chicos se le acercó con su silla de ruedas y le susurró “todos podemos tener un día malo”).
El crítico Greil Marcus le dijo que la gente paga por ver a otros creer en sí mismos. Y al final ella observa que “un beso interminable es todo lo que quisimos sentir al pagar dinero para oír tocar a alguien”. Entre la fortaleza y la vulnerabilidad, Gordon se construyó a sí misma a través de palabras que exudan “girl power” en cada párrafo. Como su música, hecha de un ruido vital, imperecedero.
La chica del grupo (Kim Gordon).
344 páginas.
Contra.
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