Viernes, 4 de marzo de 2016 | Hoy
CINE
Lo permitido y lo premiado por Hollywood a la hora de evaluar lo femenino desde esa ceremonia tan lavada como atractiva que son los Oscar.
Por Marina Yuszczuk
Nunca tuvo buena prensa el maquillaje. Entre el “pintada como una puerta” y la noción demasiado simplona de que los colores sobre la cara ocultan algo (generalmente peligroso, cuando se trata de las femmes fatales, o vergonzoso en el caso de las que se esconden para no sentirse tan desnudas), uno de esos encantadores toques esquizofrénicos de la cultura consiste en sostener toda una industria que nos dice a las mujeres que nuestra esencia femenina se encuentra en ir pintadas con los tonos que imponga la tendencia de este año, y defender por otra parte la idea de que al verdadero ser sólo se accede después de quitar capas y capas de delineador, base, impostación, pose, pintura.
Hasta se puede acusar a una mujer de la estafa de estar maquillada, como decía aquel tango de Homero Expósito: “No/ no es cielo ni es azul/ ni es cierto tu candor/ ni al fin tu juventud./ Tú compras el carmín/ y el pote de rubor/ que tiembla en tus mejillas/ y ojeras con verdín/ para llenar de amor/ tu máscara de arcilla”. Pero lo que fascina es la máscara; las grandes divas se forjaron a fuerza de un diseño extremo, y si no recuerden la decepción de los enterradores que retiraron el cadáver de Marilyn Monroe en ese testimonio brutal que salió a la luz el año pasado en el libro Pardon my hearse, donde los hombres revelaron que la estrella estaba sin teñir, sin depilar, sin la dentadura postiza que usaba siempre, y dictaminaron que “no era tan guapa ni glamorosa”. La violencia de todo el episodio es infinita, pero la verdad es que si Marilyn hubiera vivido en esta época le podían haber dado un Oscar por una actuación así, tan natural, si me permiten el chiste macabro.
Es que Hollywood no está exento de esa contradicción que se impone a las mujeres: Charlize Theron podrá ser modelo de Dior y salir de una fuente dorada para promocionar un perfume, pero el Oscar a mejor actriz se lo dieron por interpretar una lesbiana gorda y con la piel arruinada en Monster (2003), por nombrar solo un ejemplo. La premiación del domingo pasado no se guió por una lógica muy diferente: entre las cinco nominadas a Mejor actriz protagónica(Cate Blanchett, Brie Larson, Jennifer Lawrence, Charlotte Rampling y Saoirse Ronan) ganó la que menos se pintó, la que se mostró con la piel más arruinada. Claro que la actuación de Brie Larson en Room es buena y la película es mejor todavía, pero el punto es que la industria del cine, que en su variante hollywoodense se funda desde la época clásica en el pacto de que vamos a creer todo lo que estamos viendo aunque sepamos que es una mentira, insiste en sostener una idea de cine como verdad cuando hace foco en lo bajo, la sordidez, la corporalidad más descarnada, algo que no se diferencia del todo de ese mismo criterio berreta de realidad que organiza a los realities.
Solo por eso un director tan mediocre como Alejandro González Iñárritu es el rey de momento, y por la misma razón se explica que el Oscar a Mejor documental se lo haya llevado Asif Kapadia, que en Amy (2015) “muestra a la estrella al desnudo” para decirlo de la forma más estúpida posible, al elegir videos caseros donde una Amy Winehouse de catorce años luce un grano sobre el cachete en primer plano, como para vanagloriarse de haber cazado el pez gordo de la realidad detrás de un mito. Pienso que no hay proceso más fascinante que ver cómo una persona se convierte en otra porque un deseo que le sale muy de adentro encuentra su forma física, alcanza una especie de plenitud cuando tiene la libertad de brotar y manifestarse. En el caso de Amy, lo increíble hubiera sido registrar el movimiento que va desde esa chica común con el pelo acomodado en una raya al medio, cierta autoconsciencia por tener unos labios quizás demasiado grandes y unos dientes jamás domesticados, a esa especie de muñeca increíble y tenebrosa en la que se convirtió después. Una que casi daba miedo con esa raya de delineador excesiva, demasiado gruesa para nuestra época, un peinado beehive que no paraba de aumentar su volumen de manera proporcional a la fama y los excesos de su dueña, tatuajes de pin-ups, chicas tetonas en el brazo de esa chica escuálida, y esos vestidos de alta costura que se tambaleaban en la cuerda floja del buen gusto-mal gusto. Si Asif Kapadia tuviera un ápice de creatividad, habría investigado qué marca de delineador usaba Amy o cómo fue llegando gradualmente, por una serie de descubrimientos que sería fascinante ver en un documental, a ser la diva que fue durante unos minutos, antes de prenderse fuego.
John Waters escribó uno de sus textos más brillantes en Role models sobre su preferencia por el delineador Maybelline para dibujarse el bigote o sus años de recorrer ferias americanas con Divine para comprar ropa fabulosa y hecha bolsa por un par de dólares; creo que la comparación viene al caso porque se trata de otro caso glorioso de construcción de sí mismo equiparable al de Amy Winehouse pero por supuesto, más feliz: el de alguien que tiene clarísimo que lo mejor que podés hacer con vos mismo es convertirte en lo que se te cante en lugar de romperte la cabeza con el “¿Yo quién soy?”, esa pregunta filosófica del pasado. La otra gran diferencia es que Amy Winehouse está muerta, y no es ella sino otros (incluso sus padres y amigos que eligieron poner todos los trapos al sol de una manera tan repulsiva) los que deciden que en esa versión casi niña, boludeando en un auto, o en la descripción de cómo quedó un baño después de que la diva con trastornos alimentarios le vomitara todo el almuerzo encima, hay una verdad que merece ocupar el primer plano, incluso por encima de la música.
Lo cierto es que Asif Kapadia no encontró nada debajo del delineador y el labial de Amy Winehouse, o en todo caso encontró una tragedia que ya estaba escrita desde hace mucho tiempo, un libreto repetido que hace de la cantante apenas un caso más de una patología hecha de timidez y daddy issues. Y en todo caso, Hollywood le dio un premio a esa lógica nefasta por la cual se le impone a una persona, de manera violenta, una verdad que no es la que construye sobre sí misma, un modo de pensar que encuentra su expresión más bruta y autoritaria en la descalificación de la autopercepción de las personas trans y las travestis. A Eddie Redmayne, mientras tanto, que es un varón y por si quedaba alguna duda se casó con una mujer el año pasado para demostrarlo, sí le dieron el premio de una nominación por pintarse los labios. Redmayne interpretó a una mujer trans en La chica danesa y causó tanta sensación como cuando Jared Leto jugó a ser travesti en Dallas buyers club (2013). Acá la impostación sí vale: todo con tal de no mostrar un cuerpo que se corresponda con lo representado, de dar la tranquilidad a los espectadores de que debajo de esos personajes travestis y trans no hay otra cosa que un varón disfrazado.
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