Viernes, 4 de marzo de 2016 | Hoy
URBANIDADES
Por Marta Dillon
Eramos tres mujeres fumando en la puerta de un bar a una cuadra de la avenida Corrientes: habíamos tomado unas copas de vino, nos reíamos entre nosotras apoyadas en la pared, alternando carcajadas con ese tipo de charla cómplice que nos obligaba a acercar oídos y bocas para no perdernos nada de esa conspiración fútil y juguetona. Entonces se acercó un taxi, con medio cuerpo fuera de la ventanilla baja, un actor famoso, maduro, aire de galán, grita: “¿solitas, chicas?”
–Solo estás vos, lindo –dijo una y a la vez las risas y mostrar los dientes.
La escena se repite con matices otra noche, otro restorán, esta vez una pareja. Dos minas que se recuestan entre sí hombro con hombro, una manera de tocarse que es una invitación que hace que sus miradas se crucen, prometiéndose. Entonces el tipo, como si fuera el convidado: “¿Noche de salir solas?”
–Estamos juntas ¿no ves?
–Bueno, pero dejaron los maridos en casa…
–No, quedó nuestro hijo con su hermana.
¿Qué tan seguro hay que estar de ocupar la pirámide social para creer que sin alguien como vos, un macho como vos, nada hay más que soledad? ¿Qué vacío creen que llenan? ¿Qué es lo que los hace sentirse tan importantes? El patriarcado. Así de fácil es explicar este régimen de dominación que administra y produce nuestros terrores íntimos para convencernos de que la obediencia es necesaria, de que la jerarquía de una determinada anatomía podría protegernos de los mismos ataques que provoca. Hacerse invisible es su potencia, llenar de fantasmas la oscuridad de la noche –inoculando regularmente ejemplos para que esos fantasmas se corporicen: cuerpos descartados en bolsas, el recuento detallado de los golpes, la descripción de la autopsia que termina de aportar un lenguaje científico a la disección del cuerpo masacrado, a la dimensión del castigo–, su más efectiva herramienta para desalentar cualquier fuga de su cielo blanco, heterosexual, masculino, perfectamente pintado sobre la supremacía de una biología determinada, capaz de llenar con sus apéndice el vacío que se supone nos hace débiles.
Solas. Las dos jóvenes mendocinas que tuvieron la osadía de salir juntas a recorrer las rutas de un continente indio, negro, mestizo; subiéndose a la caja de camiones para sentir el viento en la cara, jactándose de largas conversaciones con los conductores que no hubieran tenido en su tierra porque allí serían juzgadas –como de alguna manera son juzgadas ahora aunque no puedan responder–, ellas son separadas post mortem para quedar aisladas una de la otra. Viajaban solas. Nada queda de haber cargado bultos entre las dos, diseñado el itinerario, desarmarlo para quedarse unos días más en un pueblo o en otro, reírse de su audacia, hacerse poderosas en cada decisión que tomaron. Eso no se ve. Mejor exhibirlas solas, moscas en la leche del deseo masculino compulsivo que podía tragarlas. Que las tragó y escupió los restos, ahora sí van a estar calladitas. Ahora sí que dejarán de reírse, de gozar de sus cuchicheos cómplices, de tejer esas alianzas que abrigan y ofrecen otro cielo. Los discursos mediáticos aprovechan entonces y describen los riesgos, se hacen eco del pánico, de ese lugar donde se exhibió la crueldad las turistas huyen, cancelan reservas, se dejan intimidar.
Hay voces insurrectas, cada vez más. Muchas mujeres reaccionaron contra ese oxímoron que insiste: dos mujeres solas. La mayoría lo hizo desde la primera persona, desde el relato de las propias heridas, el eco en las cicatrices. Es que pasamos por eso y sin embargo en el duelo no dejan de escucharse las risas irreverentes de quienes desafían el castigo ejemplificador para encontrar la potencia en el despliegue del deseo, del juego, del placer. Podemos hacer más que contar víctimas y denunciarlas, podemos seguir tomando la calle cualquier día para la protesta y también para bailar o improvisar un picadito de esos que se supone no sabemos nada. No estamos solas, nos tenemos.
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