Viernes, 15 de abril de 2016 | Hoy
URBANIDADES
Por Marta Dillon
Siempre hay algo que baila en ella, algo que se desprende de la figura casi siempre bien enfundada en trajes o vestidos, la mayoría de las veces ceñidos, y cobra vida propia. Los flecos de la ruana que la cubrieron cuando se bajó del avión en aeroparque, el pelo largo que acomoda a la vez que peina con las uñas extremadamente largas, la camisa ya fuera del pantalón con la que el viento jugó cuando se asomó las últimas veces al balcón francés de su departamento en Recoleta para saludar a quienes, con empecinamiento, sostuvieron la guardia muchos pisos abajo para pedirle más, un poco más de su presencia tan esperada, tan deseada. Eso que baila, eso que cuelga, eso que desestructura; Cristina es también el péndulo juguetón que llama a la pasión con la música del cencerro. No se trata de mirar cómo viste como suele hacerse con las mujeres, si no de advertir las arrugas en lo que se supone que tiene que ser una líder, ese deber ser que ella nunca fue en lo formal salvo cuando se planta y habla y es capaz de recorrer los números duros, las historias personales y una vez más, mostrar eso que baila, que hipnotiza, que convoca a la pasión: ella habla de amor, habla de felicidad, habla del changuito del supermercado como si recordara la última vez que empujó uno, arranca lágrimas con sus discursos políticos y el pueblo se rinde ante ella, loco de, una vez más, pasión. Esa pasión que encuentra en su objeto todo lo que le falta, que proyecta sobre ese cuerpo y esa presencia el deseo, que lo modela a su gusto, que se deja hipnotizar. La ex presidenta –y hay que ver cuánto le cuesta a lxs periodistas poner el ex delante de presidenta, incluso de “jefa de Estado”, llegando al furcio en alguna boca opositora de nombrarla lisa y llanamente “la jefa” antes de corregirse balbuceando– no necesita proyecciones que no le corresponden, le sobra madera de líder, es un cuadro político de aquellos que sabían captar las necesidades de la mayoría y convertirlas en acción, es una oradora que deslumbra, incapaz de quedarse muda o de perder el hilo; y sin embargo, ni siquiera eso alcanzaría para definir esa corriente de afecto que pone en juego cuando se encuentra con su pueblo. Y es que a riesgo de insistir en la monotonía, se trata de pasión. Pasión que no puede quedar atrapada en un uno en una si no que necesita del mundo, de ese mundo que se gesta cuando miles y miles saben que van a encontrarse con la voz que a la vez que los lleva a un lugar conocido –a sus días felices, por ejemplo, esos en los que lo posible era apenas una línea de tiza en el pavimento que se cruzaba sin ver para llegar todavía más allá, a lo que ya no se soñaba: la estatización de YPF, la vuelta de las jubilaciones por reparto, el matrimonio igualitario y etc etc etc–, también es capaz de contener lo desconocido. No sería la misma pasión la que ella despierta si no hubiera la seguridad de esa ceremonia colectiva de estar en la calle, con otros y con otras, bajo la lluvia y desafiando el viento, durante la noche y hasta que amanezca. Lo desconocido que aun no se soñó y que es el desafío. Porque aunque ella convoque esa emocionalidad desbocada que sólo añora su vuelta, lo que dice –y lo que hace, porque vamos, hace cuatro meses que no hablaba ni se mostraba más allá del feudo de Calafate–, lo que propone es un corte. Un destete, para abusar de la metáfora femenina. Vayan y hagan el frente ciudadano. Vayan y pidan la cabeza de los traidores. No es con ella con quien se enfrenta el gobierno de los 120 días si no con esas hordas que colmaron la zona más inhóspita de la ciudad en un día por demás inhóspito. ¿Y eso cómo se hace? Habrá que averiguarlo. Hasta ahora, su fuerza política parece jugar todas sus cartas en esa figura que a la vez que habla enamora. Pero no alcanza. La pasión necesita de otro objeto, necesita abismarse en lo desconocido, empezar a dibujar un destino propio, posible o imposible, es lo de menos. Saberse viva, imaginando, deseando; la patria –o la matria– no es sólo el otro. Es cada uno y cada una, son estas manos que escriben, los ojos que leen, el conjuro de la intemperie cuando se está en la calle con la multitud. Es lo que podemos hacer de ella, también sin Ella.
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