Viernes, 15 de abril de 2016 | Hoy
RESCATES
Zaha Hadid 1950 - 2016
Por Marisa Avigliano
“Desde Duchamp el artista es el autor de una definición” dijo Marcel Broodthares, el coleccionista de las verdades anticipadas. Podemos empuñar iguales laureles para pensar en Zaha y su arte arquitectónico. Desde Zaha Hadid el espacio goza de espacios nuevos. La arquitecta que nació en Irak y que durante los años ochenta abrió su pequeño estudio en el Clerkenwell londinense que amanecía de moda, fue –murió el 31 de marzo tras un inesperado paro cardíaco– una celebridad, una pionera y una de las firmas más famosas de la arquitectura del siglo XXI y del XX si la hubieran dejado.
Encerrada en Clerkenwell, Zaha dibujaba los proyectos que sus ojos veían y que el establisment no aprobaba. Sus edificios flotaban en un mundo que no era el mundo que dejaban construir. Iban a tener que pasar treinta años para que se construyeran, no para que Zaha los creara. La adelantada que diseñaba monumentales edificios –rapsodia de grandes naves y cabezas de selacimorfos cosmopolitas– estaba puertas afuera a la hora de firmar los contratos. Las dimensiones imposibles, difíciles o irrealizables en ladrillos para los otros eran cada vez más reales y bellas en las enormes pinturas de Zaha –paisajes que escondían las razones de la urbanización futura. Zaha creó marcos nuevos para los espacios, como los colores puros que defendía Kasimir Malevich (su pintor favorito descubierto en horas universitarias), dueños de una independencia descomunal pero incorporada al sistema colectivo. Pero aquellos primeros marcos fueron generosamente bastardeados, hechos trapo o bollo y tirados a los rincones de la penitencia. Un concurso (diseñar un complejo turístico en Hong Kong) hubiera sido la inauguración de la fiesta visual, Zaha ganó el concurso y su propuesta era desaforadamente innovadora pero el dinero –la falta de dinero– canceló la celebración. La obra no se hizo pero las voces ya hablaban de la mujer de los proyectos imposibles, una imposibilidad unida a cierta locura de la que se burlaban mientras la crítica apoltronada suspiraba su “condición de mujer voluptuosa”. Zaha siempre supo –y era uno de sus más agudos dolores– que muchos de sus proyectos no se concretaron por ignorancia, por creer que era imposible construirlos y también porque como dijo ella alguna vez “ser inmigrante, árabe y mujer autosuficiente que hacía cosas raras no me facilitó nada las cosas.”
Esa loca chica musulmana de Bagdad que estudió en un colegio de monjas (porque le habían dicho a su padre que era el mejor) mientras Le Corbusier recorría la ciudad para construir un gimnasio, ganó en 2004 el premio Pritzker de arquitectura (ninguna otra mujer lo había ganado antes) y logró multiplicar aquel cuarto de Islington, con perfume a papel de calco, plumas rotring y reglas T, creando uno de los estudios de arquitectura más sofisticados e importantes del mundo. Sus edificios cruzan las líneas imaginarias de la tierra, son muchos y son pocos: el museo de arte MAXXI de Roma, una fábrica de autos alemanes, rascacielos en Pekín, la ópera de Guangzho en China, el Dongdaemun Design Plaza de Seúl y el asombroso Centro Olímpico Acuático de Londres.
Los mechones de su pelo que coquetean con un lugar de privilegio en una posible gigantografía sinuosa afianzan su imagen de diva, como si la viéramos construir su propio personaje cinematográfico dando órdenes, dejando plantados a quienes la esperan, diciendo que no hay obreros muertos en su obra porque su obra ni siquiera se cimentó y sufriendo porque a pesar de su fama Londres no la elige para construir todo lo que ella quiere y el arte inevitable le reclama.
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