Viernes, 1 de julio de 2016 | Hoy
RESCATES
Magalie Marcelin 1962-2010
Anne Marie Coriolan 1957-2010
Myriam Merlet 1953-2010
Myrna Narcisse ¿? -2010
Faltaban siete minutos –un poco menos– para las cinco de la tarde cuando la tierra haitiana se abrió. Murieron más de trescientas mil personas, un número similar daba cuenta de lxs heridxs y más de un millón y medio se quedó sin hogar. Entre los escombros andrajosos lxs resucitadxs lloraban a sus muertxs y un listado apocalíptico enhebraba nombres. Anne Marie, Magalie, Myriam y Myrna fueron hilos en aquel encaje aciago. Cuatro feministas históricas morían el mismo día (12 de enero de 2010) en la ciudad perforada. “No puedo imaginar Haití sin verlas” era la frase repetida cuando el rumor se volvía certeza perdiéndose en la profundidad, una profundidad más insondable que el pozo de trece kilómetros desde donde había crecido el temblor del destrozo.
Habían sufrido la dictadura de Duvalier, habían estudiado en Canadá y en Francia y habían decido volver a Haití para defender a las mujeres, para cambiar las leyes, para alfabetizar (el 80 por ciento no sabía leer ni escribir) y para denunciar las violaciones que la sociedad protegía. “Mientras estuve fuera, sentí la necesidad de descubrir quién era y dónde estaba mi alma. Elegí ser una mujer haitiana (…) no soy una extraterrestre del espacio exterior. Soy una mujer haitiana” decía Miriam Merlet, la economista que encabezaba el Ministerio de Asuntos de las Mujeres de Haití y que murió en su casa velada por su perro hasta que llegó su hermana para reconocerla. Myrna Narcisse y Anne Marie Coriolan también dirigían centros dedicados a la defensa de los derechos de las mujeres. Arrancadas de raíz de sus lugares de lucha, su ausencia era ahogo en cada cascote removido. Durante la peregrinación forzada y desde el primer duelo muchos decían ver la constancia inquebrantable de las capitanas ayudando a lxs heridxs, improvisando cocinas y desenterrando a niñxs entre hormigones y aceros. Estaban ahí, ánimas vivas desairando a las tumbas abiertas en las que la tragedia las había metido. Magalie Marcelin inauguró en los años ochenta Kay Fanm, Casa de las Mujeres, el primer refugio en Haití para mujeres maltratadas. Nunca dudó cuál era el lugar hacia dónde su mirada iba, era una adolescente cuando enfrentó la dictadura de Bébé Doc y conoció la cárcel y el exilio. La defensora de las mujeres olvidadas (estudió abogacía en Canadá), la impulsora de leyes de igualdad dentro del matrimonio, la clandestina eterna vivía en Kay Fanm para poder estar veinticuatro horas disponible, nunca se sabe cuándo una mujer sale del encierro y pide auxilio. “Apenas dormía en un colchón hundido en un rincón de Kay Fanm” decían sus compañerxs que no aceptaban su muerte mientras recordaban escenas de Anita, una película sobre la esclavitud infantil que protagonizó siendo una estudiante. Cuando los cuerpos empezaron a cubrir la tierra por donde pasar, la actriz sonriente, la bailarina que peleaba por los derechos de las niñas y mujeres haitianas no estaba Kay Fanm, había ido a la casa de una mujer al otro lado de la ciudad de Puerto Príncipe para ayudarla a organizar un nuevo colectivo feminista. Lo hacía cada día y con la misma pasión resplandeciente con la que había cortado una calle durante la dictadura de Duvalier o con la que leía cuentos. Nadie como ella para llenar de mujeres el juzgado donde esperaba sentencia un asesino y nadie como para ella para fomentar los microemprendimientos de las que habían logrado escapar de la violencia doméstica. Nadie como ella para escuchar la voz exhausta de una niña abusada por un Casco Azul. Nadie como ella para contagiarnos.
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