8 DE MARZO
¡Basta de flores!
Por Mónica Tarducci *
Cada vez que se acerca la fecha, nuestra fecha, el Día Internacional de la Mujer, tenemos que escuchar dos tipos de tonterías: a) que es un festejo y, cual día de la secretaria, soportar que nos feliciten, hagan publicidades en nuestro nombre y nos regalen flores, y/o b) la preguntita de quien se cree muy vivo y comienza con la cantinela de ¿y?, ¿por qué un Día de la Mujer?, ¿por qué no uno de los hombres? (¿Vieron que además lo dicen como si fueran los primeros a quienes se les ocurrió esa genialidad?) Y una, que tiene alma de docente, empieza a desgranar (cada año más indignada) lo que debería ser obvio, pero no lo es.
Antes que nada, que no es un festejo sino una conmemoración (¿a alguien se le ocurriría regalarle un ramo de flores a un trabajador el 1º de Mayo?), una conmemoración que no tiene por qué ser triste, de hecho, estar en las calles ese día nos llena de alegría, pero es un día de lucha, un día para recordar a quienes nos precedieron en la búsqueda de justicia y para exigir por todo lo que nos deben. Porque, como decía una feminista norteamericana, “yo voy a hablar de post-feminismo cuando vivamos en la era post-patriarcal”.
Existen muchos “post” (¿o ya no tantos?) incluso hubo quienes desde paisajes post-humanistas trataban de explicarnos teóricamente, durante toda la década pasada, acerca de la inconveniencia de hablar en nombre de un sujeto inexistente, “las mujeres”. Pero mientras eso sucedía en los departamentos de letras de las universidades norteamericanas, el mundo se iba convirtiendo en un lugar peligroso donde muchas y muchos eran expulsados de su condición de seres humanos, y donde el sexismo seguía matando a ese colectivo (que no existía) por el solo hecho de estar compuesto por mujeres. ¿Exagero? De ninguna manera. La violencia mata, los abortos clandestinos matan, la desnutrición mata, la sobrecarga de trabajo mata.
Ese mundo globalizado, con movimientos de población a escala nunca vista antes, las mujeres y las niñas se trasladan para ser explotadas en el trabajo formal e informal, en la prostitución y el servicio doméstico. En este mundo globalizado, el fundamentalismo religioso, como nunca antes, es una amenaza constante a la integridad de las mujeres, cuyos cuerpos son campos de batalla ideológicos de las iglesias, Estados y grupos de presión.
Recordar al respecto las violaciones masivas de mujeres bosnias por los nacionalistas serbios y la actitud de la Iglesia Católica: el 13 de abril de 1999, monseñor Elio Sgreccia, vicepresidente de la Academia Pontificia para la Vida, aseguró que el uso de la anticoncepción de emergencia (la píldora del día después) por las víctimas de violación es comparable al aborto, expresando así el desacuerdo de la Iglesia Católica a la distribución de este método por personal de las Naciones Unidas entre las refugiadas de Kosovo.
Por eso no es de extrañar que, en pleno siglo XXI, muchas de las campañas de las organizaciones de mujeres en América latina hagan hincapié en la importancia del laicismo para el derecho a decidir en libertad, en la separación de las iglesias y los Estados, en la creencia religiosa como una esfera privada, en fin, todo eso que se suponía el proceso de secularización debería haberse aclarado ya. Hasta el Parlamento Europeo ha protestado por las “lamentables injerencias de las iglesias y las comunidades religiosas en la vida pública y política de los Estados, en particular cuando pretenden limitar los derechos humanos y las libertadesfundamentales, como el ámbito sexual y reproductor, o alientan y fomentan la discriminación”.
Basta ver las polémicas campañas de mala fe que acompañan la candidatura de Carmen Argibay, o las dificultades para implementar la Ley Nacional de Salud Reproductiva, o el despliegue de las mujeres católicas en el último Encuentro Nacional de Mujeres en Rosario para comprobar que el fundamentalismo no es algo alejado a nuestra realidad y privativo del estigmatizado ámbito musulmán.
Solamente asomarse al informe de Amnistía Internacional del año 2002 (para que no digan que sólo nos citamos entre nosotras) para comprobar la situación aterradora. En este informe no sólo se documentan las violaciones a los derechos humanos cometidas por los Estados, distintos grupos religiosos y políticos, sino que es taxativo al afirmar, bajo el título: “El hogar, un lugar de terror”, que “sin excepción, el mayor riesgo de violencia para la mujer procede no del peligro que representa un desconocido sino de hombres a los que conoce, a menudo de los varones de su familia o su esposo”.
Fue precisamente la lucha de las feministas la que hizo visible la violencia contra las mujeres, como nos recordaba el volante de las mujeres autoconvocadas para conmemorar el 8 de marzo pasado: “La lucha de las feministas hizo posible que se visibilice y condene la violencia contra las mujeres como una violación a los derechos humanos. A pesar de ello seguimos sufriendo niveles alarmantes de distintas formas de violencia por el solo hecho de ser mujeres: asesinatos, aislamiento, golpes, violaciones, incesto, violencia verbal, acoso sexual, invisibilización y discriminación de las lesbianas, etcétera”.
Si el año pasado nos indignábamos con el caso de Arminda –a quien encarcelaron cuando su hijo menor murió por causa de la desnutrición, y denunciado por Página/12–, brutal ejemplo de lo que significa ser mujer pobre en la Argentina; o como decimos las feministas, la manera en que clase y género se cruzan para hacer más opresiva la vida de las mujeres; este año no vemos que las cosas hayan mejorado: violaciones a niñas que toman estado público para servir a las posiciones demagógico-represivas de algunos políticos, mientras siguen sin aclararse los crímenes de las mujeres de Mar del Plata y cae todo el peso de la ley sobre Romina Tejerina y Claudia Sosa.
¿Todavía les parece que exagero? He elegido sólo algunos aspectos, no he hablado de la discriminación a las lesbianas, ni de la vergonzosa falta de respeto de los medios de comunicación de masas para con las mujeres, ni de la industria de la “belleza”. Y se los dice una antropóloga, que se mueve entre colegas políticamente correctos con todas las minorías, pero que debe soportar cada ¿chiste? que si se hiciera con un representante de los pueblos originarios ardería Troya, pero cuando es contra nosotras, sólo es sentido del humor, ¡qué mala onda pensar lo contrario! Exageraciones de feministas.
* Antropóloga, investigadora del Cedes.