VILLANA II
talla de tirana
Nina Aragonés de Juárez, la única gobernadora –aunque tambaleante– del país, alguna vez fue una “flaca pizpireta” que gozaba cuando la tiraban a la pileta vestida. Igual que su porte, su prontuario se engrosó construyendo redes de espionaje y cortes de brujos que ahora viven de su gobierno. Amante del whisky, los barbitúricos y la ropa de marca, se da el gusto de llamar “negros de mierda” a los pobres que componen el 86 por ciento de la provincia que conduce. Retrato de una mujer que goza del poder como si estuviera cobrando una revancha.
Por Alejandra Dandan
Siempre le fascinaron los bordes. Hace muchos años, cuando su cuerpo aún conservaba delicadísimas formas de mujer solía pasearse de noche por los bordes de la inmensa pileta de los jardines de su casa. Para entonces, su casa reunía a un nutrido grupo de gente en largas noches de fiesta. Llegaban funcionarios, diputados, ministros o aspirantes. Estaban todos. Todos los hombres del juarismo. Nadie se acuerda ahora cómo empezaban aquellas noches. O tal vez nadie se anima a recordarlo. Los muchachos de entonces sólo logran recuperar de su memoria alguna escena con su imagen. Aún no era La Nina. Aún no era la única gobernadora del país. Ni siquiera habían comenzado sus años de tiranía más dura. Era sólo Mercedes Aragonés, recién casada con Carlos Juárez. “Una flaquita exuberante y pizpireta”, dice uno de esos viejos amigos que en este mismo momento lanza otra frase: “Que en mitad de la noche nos ordenaba que la tiremos así como estaba en la pileta: con vestido, pañuelo y zapatos de gala”.
Las fiestas de los Juárez desaparecieron hace años. José Figueroa, aquel amigo, era parte del núcleo de amigos íntimos. Conoció la casa de las fiestas, las bacanales, los delirios de esa flaca pizpireta en la que fue creciendo otra mujer: Nina Juárez, y su leyenda.
Eran los años del segundo gobierno de Carlos Juárez: 1973. Los años en que los escuadrones lópezreguistas de la Triple A anticipaban el terrorismo de Estado en buena parte del país pero se detuvieron en Santiago. Allí los Juárez habían construido un aparato de represión a medida. Hubo más de treinta presos políticos antes del golpe, y cuatro desaparecidos. Es cierto que en la zona trabajaba el Ejército, coordinado desde Tucumán. Pero también es cierto, según los testigos, que Carlos Juárez creó una estructura paralela con mecanismos, listas y enemigos propios. Se llevó dos hombres de los servicios de inteligencia lópezreguista a Santiago del Estero: José Marino y Oscar Nis. Fueron esenciales, y en ese núcleo también estaba ella. Hay testimonios en causas de desaparecidos que la mencionan como parte de una estructura de cinco que manejaba el primer aparato provincial de represión antisubversiva. Pero hay quienes le otorgan un cargo de mayor jerarquía: la verdadera ejecutora de las peores bombas, las peores muertes y los peores daños. R.E., uno de sus ex ministros aún hoy se siente aterrado cuando recuerda esos años. Levanta la vista y en voz baja, sobre una mesa, habla de “cinco bombas ordenadas por Nina”.
Pepe Figueroa pasó aquellos años con ella. Era parte de la Juventud Peronista y uno de los que la sostuvo después del golpe. Juárez se fue, Nina estuvo detenida durante seis meses. Figueroa negoció su excarcelación. La cobijó en Buenos Aires la primera noche antes de que escapara vía Uruguay para encontrarse con Juárez en México. Con los años, las cosas cambiarían, Figueroa se convirtió en uno de los referentes de la oposición. Fue ministro de Carlos Menem y el dueño de la casa que en julio del año 2002 terminó en llamas y saqueada por una orden que disparóaquella mujer de las fiestas. El anfitrión de su primera noche de ex detenida política ahora es uno de los hombres que está detrás del listado de denuncias que la han colocado al borde de la cárcel. Sentado ahora mismo en uno de los despachos del anexo de la Cámara de Diputados, Figueroa asegura que aun después de tantos años no puede armarse una idea clara de lo que significa esa mujer: “Todo –dice–, pero todo lo que digan, todo es absolutamente cierto”.
Todo son sus flores violetas o coloradas colgándole del pecho. Sus discursos excesivos. Sus decretos. El bastión de 200 punteras políticas que arrastran a las miles y miles de mujeres de la provincia. Sus “Quijotes con faldas”, como les dice: la rama femenina del partido que administra la asistencia del Estado como premios y castigos. Todo es también esa necesidad de estar siempre a oscuras salvo por un jirón de luz que se desprende de una única lámpara baja en su inmenso despacho y esos trece brujos brasileños, que juran en la provincia, viven de su gobierno y le bisbean al oído, para completar la estética lópezreguista de una administración que hace gala de sus fuerzas represivas paralelas. Y todo son también sus vicios: los Johnnie Walker Etiqueta Roja tomados en el Tabak, el insomnio, las pastillas con las que desde hace años combate noches de desvelo y con las que, tiempo después, comenzó a profundizar los efectos lacerantes de los tragos.
–Yves Saint Laurent –dice de pronto el diputado–, tuve que aprendérmelo en francés.
La marca que gobierna el closet de La Señora.
No es sólo una villana. Nina tiene matices, pero cada una de sus facetas no hacen más que tallar su figura de tirana. L.R. la recuerda sentada en una de las mesas del Tabak de Avenida del Libertador, uno de los pocos sitios públicos donde recala en cada viaje a Buenos Aires desde que cambió su domicilio legal de Santiago por el de la calle 3 de Febrero del coqueto barrio de Belgrano. L.R. la escuchó reír sobre la mesa del bar. Sintió sus siniestras carcajadas. Conoció sus whiskies, sus naufragios psíquicos alentados por las pastillas. La escuchó pronunciar “negros de mierda” cada vez que hablaba de sus queridos santiagueños, de los pobres, del 86 por ciento de la provincia que vive y depende del Estado. Y una de esas noches, Nina le confesó aquello de “sumisión o muerte”, caracterizando el espíritu de su mandato. “El suyo no es un poder para construir sino para obtener revancha”, dice ahora L.R., ex funcionario de la provincia, uno de los hombres que quizás a esta altura se convirtió en uno de los pocos que compartió tanta intimidad con los Juárez.
Revancha por qué, revancha de qué.
Ella tiene una herencia de suicidas. Madre, padre, hermanos. A mediados de los 50, conoció a Carlos Juárez en uno de los vagones del tren que recorría la ruta entre Santiago y Buenos Aires. Eran los años previos al golpe de La Libertadora. Ella era una maestra de escuela, parte de la clase media acomodada de Santiago con familia en la lejana y coqueta provincia de Buenos Aires. Juárez era senador nacional, ex gobernador de Santiago, ex monaguillo, ex dirigente de la derecha peronista, ex miembro de la Acción Católica. Padre de dos hijas y de un varón, esposo recatado. Lo que pasó entre ellos ahora es parte del mito con el que han fundando su leyenda. Algunos dicen que con el compromiso libraron un pacto, un pacto que tiene códigos y hasta secretos de sangre. Lo cierto es que con el encuentro, Juárez perdió a sus hijos. Nina diseñó un mecanismo de espionaje para impedirle durante años y hasta ahora cualquier encuentro con ellos. El aceptó. Ella negó sistemáticamente a la ex esposa del ex gobernador. Otra vez, durante años y hasta ahora, aquella mujer permanece en estado de locura. Se ha quedado con una pensión graciable que le permite la cobertura del PAMI para una casa de enfermos psiquiátricos. “Nadie se explica mucho por qué”, vuelve a decir L.R. que ahora busca alguna lógica que explique cada una de esas imágenes. Para el ex funcionario, si hubo un pacto entre ellos es que decidieron deshacerse del pasado. Una pareja sin historia, sin conexión formal con ninguna criatura. Sólo conectada al poder por un pulmotor artificial: un puñado de ministros, un puñado de decretos. Una ménsula que los hace resistir aún en estado de coma, en una muerte simbólica desde donde siempre vuelven a arrancar.