Viernes, 29 de marzo de 2002 | Hoy
SOCIEDAD
Brukman es una fábrica de indumentaria que desde diciembre está en manos de sus trabajadores. Aunque sería más preciso hablar de “trabajadoras”. Después de todo allí hasta los hombres, que son minoría, terminaron por decir “nosotras”. Esta es la historia de una lucha que incluyó violencia policial y apoyo cacerolero.
Por María Moreno
La revuelta empezó
en pantalones
Así dicen.
Y eso que Eva, la encargada, es evocada como una déspota que impedía
que los obreras de su sección tomaran el menor contacto con las compañeras
de otros pisos (dado que Juri, uno de los delegados de Brukman dice “nosotras”,
la cronista se autoriza a narrar la epopeya de Brukman en femenino). La fábrica
estaba organizada a la comodidad de la producción.En el sexto piso –el
comedor– se alimentaba la fuerza de trabajo, en el quinto se hacían
pantalones y trajes especiales, en el cuarto se cortaba, del tercero salían
los sacos, en el segundo funcionaba Plancha y en el primero la administración.
¿Cómo empezó todo? Cuando dejaron de pagar los sueldos
y a darles vales semanales de 5$ las mujeres comenzaron a cuchichear su bronca
a la hora del mate cocido: las seis de la mañana. Luego se juntaron un
par de veces antes de entrar, en las narices de los patrones. Cuando entró
un pedido de Portsaid, las de pantalones empezaron a trabajar “a tristeza”
aunque quizá desconocieran la expresión. El primer movimiento
de lucha fue llamar a Crónica TV.
–Habían empezado los despidos –cuenta Juanita–. Cuestión
de que vos agaches y sigas laburando. Una semana antes de la toma, cuando ya
nos daban los 5$ por semana habíamos llamado a Crónica TV. Ese
viernes éramos quince porque otros compañeros ya habían
cobrado su vale y se habían ido a sus casas. Nosotros el billete de cinco
ante las cámaras. Al día siguiente nos amenazaron “¿Quién
llamó a Crónica TV ?”. El jefe de personal andaba queriendo
conseguir el video para ver qué personas estaban ahí protestando.
No sé cuánto quería pagar. Por eso al último 2$
nos dieron. A medida que decían estar fundiéndose los Brukman
iban anunciando diferentes medidas. Que no vinieran los lunes y martes. Pero
las obreras sabían que eso significaba abandono del puesto de trabajo.
Luego de la toma, en una reunión realizada en la estación YPF
de la calle México, los representantes patronales ofrecieron tres ambos
para cada una, luego 120$ o el síndico venía, ponía la
faja y marchen presas. Cuando el sindicato pidió la quiebra, las obreras
de Brukman le dieron vuelta la cara. Ellos les mandaron yerba y galletitas.
Un día Celia misma despidió a la delegada que conseguía
los 5$ y, durante todo el conflicto, informó a los patrones cada movimiento
de la fábrica tomada. Le habló con mucha más dureza que
a la esposa de Jacobo con la que se cruzó el 18 de diciembre mismo y
que le dijo: “Jacobo está muy mal y tengo miedo porque sufre del
corazón. Hoy se cumplen 50 años de la inauguración de la
fábrica. Mi marido no quiere que se pierda. El no tiene plata, el que
tiene es Enrique”. “Y a mí me llegó -dice Celia–,
no sé si porque soy tonta o qué.”
La toma fue una decisión difícil. Ninguna de las chicas era Norma
Rae, al menos en ese momento, pero tenían una fuerza.
–El 19 de diciembre, en una tele chiquitita que había en Plancha
-cuenta Juanita–, seguimos todo el movimiento que había afuera.
Por la radio escuchamos lo de los saqueos. Eramos nada más que quince
compañeros. Cuando se declaró el estado de sitio muchos empezaron
a salir. “¡Ah no, yo me voy”. “Chau, esto se puso jodido.”
Carlitos tenía la llave y meta abrir la puerta. Entonces voy yo y digo
“Dame la llave, de acá no sale más nadie.” Celia llamó
a un abogado que nos dijo: “Si se decreta estado de sitio métanse
al rincón, saquen todas las banderas, hagan silencio y apaguen las luces”.
Todos los que nos quedamos hicimos eso. Oscar estuvo sentado al lado del teléfono.
Otros grupos vinieron a esconderse acá en Plancha. Yo me acosté
acá en el piso y cada vez que escuchaba una sirena decía: “¡Oscar,
Oscar, ahí viene el patrullero!” Pero no, era una ambulancia. Toda
la noche sin dormir estuvimos. Y el sereno de al lado siempre dando vueltas:
“Si quieren irse, dénme las llaves, total mañana entran”.
Qué ibas a confiar si mañana por ahí no entrabas más.
A todo eso lo recordaba el día que vinieron a reprimirnos. “Pasar
tanto para que nos saquen tan fácil”, pensaba. Y ganaba fuerza.
Las razones de Elisa para permanecer en Brukman son parecidas:
–Yo estuve mucho tiempo sin trabajar ya en la provincia de Salta, de donde
soy. Mi esposo tenía un puesto en una fábrica de cera líquida,
de piso. Después de venirnos, yo empecé a trabajar y al poco tiempo
él se quedó sin trabajo. Ya cuando entré acá, hace
cuatro años, vi cómo sequejaban mis compañeras porque no
les habían pagado la quincena y les daban vales. “Lo que falta va
a la cuentita grande”, decían los patrones. No pagaban ayuda escolar,
salario familiar ni vacaciones. Desde que entré no supe lo que es un
aguinaldo.
–¿Tenía experiencia de lucha?
–Yo viví en un hotel donde había un señor que
subalquilaba y todo lo que se le pagaba a él, no se lo daba al dueño.
O sea que era una estafa. La experiencia de lucha la tengo de ir a pedir vivienda
a la CMV. Allí aprendí cómo había que manejarse
cuando nos bicicleteaban. Sobre todo a no rendirme con el tema del papelerío.
Pero vivienda es un cosa y trabajo otra. Acá estábamos acostumbrados
a estar en las máquinas y a simplemente coser y que alguien nos dé
la orden. De alguna manera era más cómodo. Fue la muerte del compañero
la que me hizo pensar ¿qué nos espera? Salir a la calle, buscar
trabajo y no encontrar. Cuando estaba acá murieron mis padres en Salta
y no pude ir a verlos. No importan las comodidades de la Capital, el alejamiento
fue muy duro. Me vine de allá porque no había, y de acá
no me quiero ir porque no hay. Entonces me pregunté ¿hasta cuándo
voy a seguir corriendo? No quiero la quiebra sino que se mantengan las 120 fuentes
de trabajo. Por eso lucho y porque no quiero ver a mis tres hijos en una lista
de planes Trabajar.
En la fábrica, Elisa abre costuras, pega ganchos, y hace las terminaciones
de los pantalones. Desde que lucha en el rubro “trabajo” su lenguaje
ha cambiado. Sabe que lo que hicieron no es una usurpación, que el juez
determinó que los compañeros que resistieron a la policía
“quedaron libres de culpa y cargo”, que el conflicto es laboral y
no penal. Ella no dice nunca “Don Jacobo” ni “Los hermanos Brukman”,
sino “la patronal”. Estos son los hijos de Elisa: Raúl de once
años, Luis Fernando de cinco y Facundo de tres. El mayor la escucha y
quizá no sabe que está aprendiendo en la práctica una materia
que se llama “control, obrero”. Pero las trabajadoras de Brukman nunca
pensaron en los términos del filósofo Michel Onfray, autor de
Política del rebelde, tratado de la resistencia y la sumisión
y hasta quizás ignoraran que el 8 de marzo, Día Internacional
de la Mujer, es un homenaje a las obreras textiles en conflicto que murieron
cercadas por el fuego pero resistiendo. Cuando decidieron continuar con la producción
de Portsaid y venderla –con el dinero pagaron 4800$ de luz que debían
los Brukman, lo que les valió que Edesur casi les besara las manos–
consultaron a la Secretaría de Trabajo. Legal no era pero tampoco era
legal que las hubieran abandonado. Si cobraban podían hacerlo a cuenta
de lo que se les debía. En cada decisión de quedarse en la fábrica
hay una historia de vida que se había vuelto invivible. Como la de Carmen:
–Yo cosí 28 años a mano. Coser a mano quería decir
que el cliente no se tenía que dar cuenta de que era a mano. Ahora trabajo
en una máquina que refina.
Cuando empezó todo yo no estaba viniendo a trabajar. Estaba con parte
de enferma porque me caí de un colectivo y estuve catorce meses con el
brazo quebrado, cobrando el seguro. Qué digo cobrando. El seguro le entregaba
el dinero a la empresa pero ella a mí solamente me entregaba el vale.
Yo me venía de Caseros a buscarlo y gastaba 2,50 en el viaje, eso era
la realidad. Al principio nos daban 100$ los viernes y con eso nos conformábamos.
Así siempre iba quedando deuda. Pero nunca hubo un viernes que nos dieran
110 para ir amortiguando. En cuatro años nunca hicimos nada, protestábamos
pero de ahí no salíamos, ésta es la verdad de las cosas.
A mí me dieron el alta el 14 de enero. ¿Qué hago?, pensé.
Yo en ese momento estaba en una situación muy apretada porque a mi marido
quetrabaja en una tornería lo despidieron ese mismo 18 de diciembre,
así que aquí estoy.
La toma de Brukman tuvo sus lados cómicos, por eso Juanita cuenta el
cuento de la bandera que duró sólo un día:
–A la noche del 19 empezamos una bandera que decía “Fuera Cavallo”
y “Fuera De la Rúa”. Como no teníamos fibra para pintar
hicimos letras con tela y las pegamos con la plancha. ¡Un día nos
duró esa bandera porque al siguiente los sacaron a los dos! Me acuerdo
que habíamos cocinado guiso de arroz. Estábamos los 20 alrededor
de la mesa grande –porque al principio éramos 20–. Es para
no olvidarse nunca.
Cuando las obreras empezaron a producir las anécdotas graciosas les hicieron
perder plata. Hubo un cliente que se fugó con dos trajes, luego de poner
30$ en las manos de una vendedora. Una señora intentó cambiar
un traje viejo y de otra marca. Un comisario se presentó a reclamar dos
trajes que aseguró haber pagado aunque no encontraba la boleta. Las chicas
le entregaron un paquete muy prolijo: adentro había un traje sin puños
ni bocamangas, descosido adelante. Estaba en arreglo porque el comisario es
petiso.
–Después nos mandó la policía porque su nombre estaba
escrito en la faja de clausura –se acuerda Celia que denunció el
hecho, luego de que el sábado 16 la Brukman de las trabajadoras fuera
allanada por setenta policías.
Las rejas de la libertad
Eran las ocho
de la mañana y primero pensaron en clientes madrugadores. Pero eran policías
de civil que no querían saber nada de ambos. Tenían una orden
de allanamiento. Juanita se asomó con uno de sus hijos. Dijo que no podían
entrar así, que había chicos, familias durmiendo desparramadas
en cada piso. No dio cifras, habló abstractamente subrayando la palabra
“chicos” que se usa para ablandar corazones debajo de las chapas.
Al menos en el mito. “¿Cuántos son?”, preguntó
el subcomisario de la octava. “De 25 a 30 personas”, dijo Juanita.
¿Quién podría acusarla? Ante la policía uno puede
olvidarse de contar. O, a lo mejor, era una expresión de deseo. En realidad
eran 4. Pronto serían 3: el hijo de Juanita anotó en un papel
un par de teléfonos que había escritos en la pared, abrió
una ventana y saltó sobre el techo de la casa de al lado. Casi lo matan:
el vecino salió con un chumbo. El muchacho le explicó. El vecino
dudaba. Por último el muchacho se puso cachador: “Bueno, si me vas
a denunciar andá a la vuelta, al frente de la fábrica, que tenés
a toda la cana a tu disposición”.
–Eran las ocho y cuarto –cuenta Juanita–. Nos dieron una hora
para que avisáramos a las familias que supuestamente estaban durmiendo.
Nosotros nos fuimos a donde están los bancos ahí en planta baja
y los cuatro nos miramos “¿Qué hacemos ahora?”. Entonces
mi hijo salió a avisar. Pero no encontró a nadie porque los compañeros
tienen teléfono de línea y lo cortan cuando llegan a su casa.
Recién pudo avisar cuando el vecino lo dejó salir a la calle para
ir a buscar ayuda entre los que viven cerca.
La alarma llegó a la casa de Celia en Claypole. Los dedos de costurera
le vinieron bien para ganar velocidad en hacer los llamados: a Vilma Ripoll,
al PO, a Miriam Bregman e Ivana Dal Bianco, las abogadas del Centro de Profesionales
por los Derechos Humanos, que por simple portación de título después
no serían eximidas en cobrar la paliza de la policía. Después
compró siete metros de cadena y un candado. Se tomó un remise
y le pidió que rajara.
En la fábrica Juanita seguía ganando tiempo. Primero lo pidió
para hacer una asamblea. Luego para que vinieran los abogados. Por sobre la
cabeza de los policías miraba a los pocos que se habían juntado
en la calle. Recién empezaban a llegar los vecinos de las Asambleas de
San Cristóbal, Almagro y Balvanera.
–”Si no me abrís, igual el cerrajero va a abrir”, me dijeron.
Entonces pensé: “Antes de que me rompas la puerta, te abro”.
Eran como cinco policías de civil, dos asistentes sociales, dos mujeres
policías, después los uniformados. Unas catorce o quince personas.
Cuando entraron el comisario dijo: “Bueno, vayan a buscar las familias
a los pisos”. Va un policía y vuelve: “No hay nadie”.
Entonces el comisario me dice a mí: “Dígame la verdad, ¿cuántos
son?” “Somos los que estamos acá.” “¿Hay otra
salida? “No, no hay otra.” “¿Para qué nos mintieron?
Encima nos hicieron esperar una hora afuera.” El comisario se agarraba
la cabeza. Mientras iban sacando a los compañeros salían los policías.
Y yo para ganar tiempo hasta que se juntara más gente, le dije al que
me llevaba del brazo “¡Ay, dejé la pava en el fuego”.
En la calle ya había compañeros y vecinos, pero todavía
no era una fuerza grande. Fui al sexto piso y bajé. Ya habían
sacado a los compañeros y a las abogadas. “Tiene que salir usted
también.” “No, qué voy a salir, voy a esperar a que
venga mi abogado.” “Agarre sus cosas y salga inmediatamente.”
Y ahí el policía me apretó el brazo. “No tengo mis
cosas acá. Las tengo en el tercer piso.” “Bueno, vamos.”
Y el policía me acompaña. Despacito, despacito yo iba levantando
todo. Y a veces miraba por la ventana a ver si se seguía juntando gente.
Después bajé porque ya no había más caso. Pero entonces
le digo al policía “Un momentito, voy al baño”. Ahí
siento que tengo en el bolsillo la llave de la reja. Entonces, cuando voy al
baño, la escondo debajo de un cenicero. El policía me arrastró
hasta pasar la puerta de vidrio que se cerró herméticamente. Ahí
me pidió la llave. “No la tengo, quedó adentro.” Entonces
con Carlitos, cada uno de una punta, nos agarramos a la reja. Como no me podían
sacar, de bronca, tiraron mis cosas para afuera. A Carlitos le pegaron pero
luchó y luchó. Como ellos no habían traído seguridad
–ni candado ni faja– tampoco podían cerrar para que no entrara
nadie. Entonces seguí agarrada de la reja de afuera. Ya entonces se había
juntado mucha gente que parecía no tener miedo a nada. Cuando llegaron
los carros de asalto y comenzaron a salir la tortugas de adentro con los cascos
y los lanzagases dije “Acá hay muertos”. Entonces la veo a
Celia con la cadena.
–Cuando llegué, Juanita estaba agarrada a la reja del lado de afuera
y le daban rodillazos para que se soltara –dice Celia–. Los policías
iban a poner unas cerraduras de moto en la puerta pero las compañeras
no los dejaron. Quedó con la banda de clausura. Entonces yo también
me agarré a la reja y dije “Chicas, en cuanto pueda, me encadeno.
Pero no en el medio porque si se llega a abrir la puerta me van a matar de un
portazo”. Algunas lloraban. Alba, por ejemplo, lloraba como loca. Y yo
las retaba “¡No lloren, mariconas, que hoy no se llora que éstos
van a ver que estamos débiles y es peor!” (Y a mí, en ese
momento, mostrar debilidad no me cabía). Después, cuando vimos
que se empezaron a mover –ya debía haber llegado la contraorden
del juez– abrimos la reja del portón. Yo corrí al costado
donde está el botón para abrir la puerta de vidrio. Ahí
se metió todo el mundo adentro. Entonces sí les permití
llorar y me permití llorar yo.
Resistiré
Miren que había
sido complicado un saco. Con su “espejo” esa terminación de
las solapas y que parece hecha a mano, el “chorizo” que arma la manga
a la altura del hombro, las “vistas”, esas partes de tela clara parecida
a la que las maestras de los años cincuenta llamaban “mantú
o batista” - sede de vainillas chuecas y de festones con la gracia de esa
cinta de cartón con que los panaderos separan la torta del envoltorio.
El trabajo de las atracadoras equivale al nudo que las costureras de ayer y
de a pie, mejor dicho de a mano –antes de las puntadas de refuerzo–
bendecían con un toque de saliva. ¿Qué cuernos es el “zuzón”
o algo así? La cronista no entiende ni medio. Podría preguntar
¿A lo qué? Como la Catita de Niní Marshall en Mujeres que
trabajan. Jamás se había dado cuenta de que las sisas venían
forradas. Hoy en Brukman las cosas han cambiado un poco. La fábrica se
concentra en el tercer piso para ahorrar luz. Los hijos de Zulma, alias “los
piqueteritos”, han inaugurado guardería al lado de la cocina. La
señora que hacía la limpieza está en la sección
Ventas porque entre el 18 de diciembre y hoy día se le despuntó
una vocación de euforia y persuasión digna de un vendedor de coches
norteamericanos. El hijo de Juanita, que estaba desocupado, estrena oficio:
cortador. Un sobrino de Celia ya sabe cómo operar con el escobillón
para juntar más rápido y en mayor cantidad las tiras de alpaca
y gabardina de estación que caen de las maquinarias. En el local hay
más de cincuenta personas porque han llamado a oficiales calificadas
que habían sido despedidas. Una de ellas es Ester, que nunca se calló
a la hora de reclamar:
Aunque las obreras de Brukman insistan en que no quieren ser patrones, no es
lo mismo trabajar con que sin. Y cobrar los 150$ que se reparten por semana.
Por eso las fotógrafas están preocupadas: cada vez que disparan
con su cámara en ese tercer piso, hay carcajadas.
–Esto es una toma no un picnic –dice alguien que a lo mejor está
agotado porque hizo guardia, participó de una asamblea, pegó mangas
en serie y ahora, encima tiene que posar para una fotografía. Igual todas
se ríen sin parar. Se juntan haciendo una gran franja celeste con los
delantales, y el “piquetero” de sentado –todavía no tiene
edad para caminar– agita la bandera argentina y hace un globo de saliva
mientras no despega la mirada de la cámara que parece resultarle tan
familiar como los Pamper bajo las nalgas.
–Esta es para que los de la octava nos ubiquen mejor.
–¡Una sonrisa para mostrarle a Jacobo quien manda!
Todos están dispuestos a dar pelea.
Marta, a la que hoy le toca estar sentada junto al teléfono, en la mesa
de entradas, dice que se aguanta hasta tres día sin volver a su casa.
A la dureza del piso de Brukman la enfrenta con una colchoneta que le regaló
la hija. El sábado, ella, que es tan tímida, habló por
primera vez por la radio.
–Cuando yo entré acá hace doce años éramos
110. Esto era la vida de ellos, decía el patrón. Antes la manga
se hilvanaba a mano y se le daba la flojedad como fuera. Ahora está la
máquina que la computan y lleva la flojedad donde va. ¡La gente
que se ha comido la máquina! Había hasta 4 o 5 hilvanadores de
manga y ahora una máquina hace el trabajo de 5 personas. Hubo un tiempo
en que se pagaba incluso antes de término. Para algunas hasta estaba
la changa de quedarse a hacer la limpieza. Después todo fue bajando.
Salíamos dos semanas de vacaciones y nos daban 100$. Nos hemos ido con
20 o 30 un fin de año. A veces los dueños decían que tenían
cheques a tres meses, a seis meses. Pero cuando los cobraban, a nosotros nada
que ver. Por ahí nos decían “apúrense que este cliente
paga en efectivo, así el viernes tienen el vale. Y cuando llegaba a mi
casa no me querían creer que yo llevaba 5$. Las que empezaron a resistir
fueron de un grupo pero la bronca siempre fue de todas. Mentiríamos si
dijéramos que alguna no chillaba. Juanita conoce las asambleas y las
ollas populares desde que trabajó en el Sanatorio Charcas. De allí
se retiró en medio del conflicto porque todavía tenía un
marido que trabajaba. Otros tiempos: cuando se iba de un lugar se tomaba dos
meses de vacaciones, salía y encontraba un puesto. Trabajó como
enconadora de hilo, planchadora. Ahora sabe que no sería igual.
–Yo tomé la decisión de quedarme en la fábrica –explica–,
porque ese día me faltaban 20 centavos para llegar a mi casa. Si hubiera
tenido un marido trabajando bien tal vez no hubiera hecho esto. Un desocupado
no vale nada en la calle. Yo para poder mantener a mi familia –tengo un
nieto a cargo– había sacado fiado de un almacén y cuando
se enteraron que acá andábamos mal me cortaron todo. Y eso está
en mi mente –la humillación– y me da más fuerza.
Como las otras cincuenta y tantas obreras de Brukman, Juanita no habla de cooperativa
sino de que la empresa sea estatal con control obrero. El Hospital Ramos Mejía
les compraría sábanas y delantales. No habría más
que cambiar de rubro. Celia ya compró puntillas para las sabanitas de
la Maternidad, así el Estado ve el ejemplo.
–No pensamos hacer una cooperativa –dice– porque no queremos
ser los nuevos monstruos de la economía. Una cooperativa puede estar
integrada por a lo sumo once personas que manejarían a los demás
compañeros. Además debería ser exitosa y otros talleristas
podrían ponernos palos en la rueda hasta que no vendamos nada. A veces
de la cooperativa hablamos en broma y uno dice “yo haría esto”,
“yo haría lo otro”, pero nadie dice “yo me sentaría
en la máquina a hacer la producción”.
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