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Viernes, 29 de marzo de 2002

ARQUETIPAS

la exitosa

Por Sandra Russo

Ella es una mujer exitosa, súper exitosa. El éxito le pesa tanto sobre los párpados, que cuando se pone a ver con qué tipos puede relacionarse, ve muy pocos. Tiene muchos hombres a su cargo. No se permitiría el desliz de una aventura con un subordinado. Ya ha pasado por eso: fumando un pucho después de un revolcón, se estremeció cuando su amante, en lugar de pedirle más mimos o más sexo, le pidió aumento.
Todo era más fácil cuando ella era medianamente exitosa: eso es lo que se espera de las mujeres, un éxito mediano. Pero cuando, llevada por esa irrefrenable potencia que le mana desde lo más profundo de su ser, ella se decidió a romper el techo de cristal y llegó a la punta de la pirámide, resultó que los párpados le empezaron a pesar más de la cuenta, y los tipos probables eran tan escasos que comenzó un largo y sostenido flirteo con la soledad.
Pero la carne es débil y el alma ni les cuento. De modo que ella hizo lo que pudo: tuvo un romance con un hombre que conoció en la calle y al que le ocultó no sólo su cargo y su sueldo sino hasta su domicilio y su verdadero nombre. Es que la relación, pensaba ella, no daba para más: él era casado, desocupado, escorpiano, tenía estudios secundarios incompletos, era culposo y quejoso. Tuvieron cuatro o cinco encuentros furtivos en hoteles, cuatro o cinco cafés sorbidos con apuro en bares del microcentro, todo eso entremezclado con largos silencios que prenunciaban el silencio definitivo, ese adiós que nunca llegaron pronunciar porque ella cortó por lo sano: cambió de número de celular y se acabó.
El siguiente romance decidió tenerlo con alguien ubicado en su mismo nivel. Fue con un empresario sumamente exitoso, como ella, pero más que ella, un obsesivo, uno de esos hombres de 4x4 y laptop adherida al cerebelo, un fanático del éxito, un hiperambicioso, un tipo muy poco interesante, a decir verdad, pero con el que ella podía darse el lujo de sentirse por momentos frágil, debilucha, desprotegida. Ah, qué placer sentía ella cuando eso sucedía. ¡Así que a ese estado de pajarito asustadizo se le llamaba feminidad! No está mal, pensaba ella, no está mal, aunque después de ese rato de amor se ponía su armadura y volvía a salir a la calle, a destrozar al que fuera necesario con sus tacos y su agenda electrónica.
La relación tampoco prosperó. Los dos trabajaban tanto y estaban tan pendientes de sus respectivos trabajos, que no se veían nunca. Un día, él la pasó a buscar. Llovía torrencialmente. Estaba decidida a decirle que suspendieran por un tiempo esos encuentros porque estaba cansada, muy cansada, muy estresada, muy agobiada. El estacionó el auto en la puerta de la casa de ella, y ella iba a empezar a decirle todo eso cuando no sabe qué pasó, cómo fue, pero se hizo la mañana de golpe. No fue de golpe, en realidad. Se habían quedado los dos dormidos con el motor en marcha. Durmieron toda la noche arrullados por el motor de la 4x4, dos triunfadores agotados, dos winners sin swing. Y como dos bebés cibernéticos, se despertaron cuando se acabó la batería. Se rieron, confusos. Ella subió sola a su casa, ya en pleno día, pensando qué poco sexy es el éxito.

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