SOCIEDAD
Silencio + ausencia = Muerte
La muerte de dos mujeres por complicaciones originadas por abortos clandestinos puso en primera plana la cantidad de abortos y muertes anuales en Argentina, pero silenció –nuevamente– una ausencia notable: la del Estado. Sin embargo, en el Congreso algunas legisladoras y legisladores intentan implementar nuevas estrategias para abrir el camino.
Por Soledad Vallejos
El parte fue lacónico: “La víctima presentaba un aborto incompleto con avanzado cuadro de infección”. Pero detrás de esa infección que mató el domingo a la noche a Andrea Ayunta en el hospital de Berazategui, puede rastrearse una historia a partir de los escasísimos datos que trascendieron: Andrea tenía 25 años, vivía en el barrio La Rotonda de Florencio Varela y era madre de tres niños de 2, 5 y 7 años. Había intentado detener la gestación de su cuarto hijo con medicamentos, inyecciones y maniobras punzantes en la vagina, o al menos eso declaró a los médicos de la guardia que no alcanzaron a detener la septisemia. La misma suerte corrió Mabel Facciano, que murió también el domingo en el hospital Cestino, de Ensenada, luego de tres días de haber entrado en coma después de un aborto clandestino. En los dos casos, las muertes fueron seguidas por intervenciones judiciales: de oficio en el caso de Andrea, a pedido de la familia en el de Mabel –que denunció a la enfermera que intentó detener la gestación en un consultorio clandestino, y a quien el fiscal que entiende en el caso acusará por aborto seguido de muerte con consentimiento de la víctima–.
Como el parte médico, la crónica también es escueta, y en virtud de esa mezquindad para brindar datos, tramposa: se recuerda que a causa de abortos mal realizados sólo en la provincia de Buenos Aires cada 13 días muere una mujer, que en el país se estiman en alrededor de 400.000 los abortos anuales (aunque algunas proyecciones de ONG refieran 500.000 y hasta un millón), mientras que los nacimientos rondan los 650 mil (la tasa de natalidad del año 2002 fue de 18,3 por cada 1000 habitantes), y, sin embargo, en el mismo acto de poner en evidencia una práctica –el aborto– que las cifras indican como extendida a pesar de la prohibición que pesa sobre ella, se silencia algo fundamental. Si ante todo una prohibición significa la valoración negativa de algo que efectivamente sucede (se prohíbe solamente aquello que tiene lugar, porque qué sentido tendría especular sobre hipotéticos crímenes), y su consecuente pena, también implica otro tipo de obligación por parte del Estado: la asistencia a la víctima, sea de ese hecho penalizado (independientemente de su responsabilidad en el hecho) o de sus consecuencias inmediatas. En Argentina, la clandestinidad de los abortos viene asociada a un olvido que, en los hechos, opera como una condena extraoficial sobre quien se somete a la interrupción del embarazo: la atención post-aborto.
Dicen las estadísticas del Ministerio de Salud de la Nación que entre 1995 y 2000 el número de egresos hospitalarios por abortos aumentó un 48 por ciento. Si el crecimiento de esa cifra necesariamente lleva a afirmar que la cantidad de abortos también se incrementó, la pregunta por las causas, más que encontrar respuestas, abre una serie de preguntas. Zulema Palma, de Mujeres al Oeste, afirma que “más mujeres se lo hacen en malas condiciones, mayor cantidad de mujeres recurre al aborto como método anticonceptivo porque por la crisis hay menos acceso a la prevención de embarazos no deseados o porque no están en condiciones de tener más hijos, y también hay sectores medios que no se lo pueden hacer en el circuito clandestino más formal y ahora se exponen a abortos más precarios y más riesgosos”. Y es que detrás de cada muerte por consecuencias de un aborto, agrega, es posible rastrear una cadena de causas “económicas, políticas, culturales, de género, de educación, de relaciones de poder entre los géneros que –por acción u omisión– han llevado a esa muerte”.
–En algunos hospitales –agrega Palma–, a las mujeres que llegaron con complicaciones post-aborto se les da el alta inmediatamente. A veces, se les hace el raspado con una anestesia leve y se las manda a la casa a las cuatro o cinco horas. En otros casos, se les piden estudios que demorancuatro días, y las mujeres se van sin el alta médica, sencillamente porque esas mujeres no pueden quedarse días: tienen hijos chicos, están solas, no pueden seguir en el hospital. Yo conocí un caso en el que no le dieron anestesia aduciendo que la mujer estaba en tan malas condiciones que no se la podía anestesiar. Le ofrecí a esa mujer iniciar acción jurídica con abogados que estaban dispuestos a no cobrar honorarios, pero no se animó, y eso que en su caso se trataba de un aborto espontáneo.
–¿Por qué no se animó?
–Era una señora que vivía en una villa, no se atrevía a andar lidiando con médicos y el sistema judicial, sin recursos y con hijos a cargo. Sucede que en la atención post-aborto es muy común el maltrato, o la baja calidad de atención: el sistema de salud se transforma en juez y verdugo; hay servicios que denuncian siempre a las mujeres, otros que no dan parte judicial cuando la mujer corre el riesgo de vida. Depende de los criterios del servicio, pero yo creo que la hipótesis sería: “Tenemos dudas sobre la calidad de la atención post-aborto en la Argentina”.
En marzo de 2000, la socióloga Susana Checa inició un proyecto de investigación en el marco del Seminario de Salud Sexual y Reproductiva de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y en colaboración con el Foro por los Derechos Reproductivos. Para realizar el “Estudio de los abortos hospitalizados por complicaciones abortivas en los hospitales públicos de la Ciudad de Buenos Aires”, en primer lugar, ella y su equipo revisaron las historias clínicas de 8 de los 12 centros de salud para, luego –y por cuestiones tanto metodológicas como pragmáticas y de posibilidades: no en todos los hospitales accedieron al pedido de colaboración con la investigación– acotar el campo y seleccionar tres: el Ramos Mejía, el Alvarez y la maternidad Sardá.
–Lo que investigamos fue qué le pasa a una mujer desde el momento en que entra al hospital con un proceso infeccioso o una hemorragia, qué pasa cuando llega con un aborto en curso, cómo es atendida. Y, a la vez, quisimos ver qué pasa con los prestadores, con todo el equipo, enfermeras, médicos, asistentes sociales.
A lo largo de las entrevistas con alrededor de 12 mujeres y 20 prestadores, fue marcándose un recorrido en común: las mujeres ingresan por la guardia de urgencia (que sólo en algunos casos cuentan con servicios específicos de urgencias ginecológicas), callan haberse sometido a un aborto voluntariamente por temor a la condena moral, física e institucional, y son atendidas de acuerdo a criterios no unificados.
–¿Hay un protocolo de atención para post-aborto?
–En algunos servicios, hay protocolos que son propios del servicio, pero no hay un protocolo general del sistema público de salud. Por eso, la calidad de atención depende mucho de cada hospital y de cada equipo. Al no haber protocolos generalizados, hay hospitales donde se las atiende muy rápidamente y con buena calidad, y otros donde el trato no es demasiado agradable. Pero como norma encontramos que hay políticas distintas sobre cómo tratar estos casos, y lo que pasa en este momento es que hay cambios en los cuadros de las complicaciones post-aborto: hay mayor cantidad de derivaciones de hemorragias por abortos medicamentosos y otros cuadros menos graves pero en mayor cantidad –explica Mirta Rosenberg, integrante del Foro por los Derechos Reproductivos y participante de la investigación.
–Los hospitales en los que hicieron la investigación, ¿hacen seguimiento de estas pacientes?
–No hay seguimiento. En algunos hospitales, el protocolo indica que la paciente que ingresa con un cuadro post-aborto sale del hospital con un programa de anticoncepción. En otros, le dan el alta a las 24, 48 horas y no la ven más. Depende del criterio: si una sale del paso o saca del paso a la paciente, o la capta para los servicios de planificación.
–¿Cómo es la calidad de atención?
–Depende de qué servicio se trate, pero incluso en aquellos donde se las atiende bien hay poco interés por estas pacientes, no se toma como una cuestión que merece toda la atención que sí se le dedica a la mujer que tiene un hijo. Muchas veces, las mujeres que ingresan por complicaciones post-aborto están en las mismas salas destinadas a maternidad, pero en otros lugares hay servicios específicos. La formación de los equipos de salud está dentro de las generales: hay que atender a estas pacientes, pero a nadie le gusta ni tiene ganas ni se dedica a esta cuestión, a este tipo de cuadros que, por otra parte, son muy numerosos.
En el proceso de la investigación, a la reticencia de las autoridades de algunos hospitales a compartir información o facilitar el trabajo de entrevistar a pacientes e integrantes del equipo médico, se sumó un escollo inesperado: la deficiente confección de las historias clínicas. Faltan, señalan Checa y Rosenberg, datos fundamentales de las pacientes, como el nivel educacional, la situación laboral, de manera que resulta imposible elaborar a partir de esas historias perfiles que –en un futuro– permitan elaborar políticas al respecto.
–Lo que nos interesa es que se establezca un protocolo, de manera que los médicos no estén expuestos por tomar decisiones. Muchas veces los médicos se preocupan más por protegerse ellos mismos que por atender a las pacientes, porque dado que el aborto es ilegal, hay médicos que no pueden soslayar la cuestión de la denuncia. Hay algunos que reciben una hemorragia y saben que tienen que tratarla, y no les importa establecer el origen, pero también hay otros que someten a la mujer a interrogatorios minuciosos, que parecen policiales, hay casos con denuncias cuando llega una mujer en un estado muy grave. Aunque pocas veces alcance el estado de un proceso judicial, eso sólo alcanza para que las mujeres tengan miedo de ir al hospital cuando aparecen los primeros síntomas de complicación y retardan la consulta. Que en un mismo fin de semana mueran dos mujeres por septisemia... hay que ver si es porque fueron demasiado tarde, o porque tienen miedo, o porque no tienen información sobre cuáles son los síntomas por los cuales hay que ir al hospital. Pero también es posible que una mujer vaya a una consulta y no se la atienda con la premura, la urgencia y la idoneidad que requiere la situación. Aunque ya no sea tan frecuente, sigue pasando que a veces la atención tiene una cosa punitiva, que se diga “si se hizo un aborto, que espere”, y entonces se muere, o pierde el útero, cualquier cosa. Si hubiera protocolos de atención, esto no pasaría: cualquier mujer en esta situación debería ser tratada con recursos y respeto.
Cuando las estadísticas cierran filas, la categoría de muertes de gestantes se combina con las deficiencias del sistema administrativo propias de un sistema de salud con recursos escasos para hacer más difusa y silenciosa la presencia de las complicaciones post-aborto. Tal vez sea a la sombra de esa suerte de ausencia que encuentra justificación la falta de intervenciones institucionales a la hora de proteger a las mujeres que padecen complicaciones posteriores a la interrupción del embarazo.
–Algunos países (Nicaragua, por ejemplo) tienen en sus servicios Comités de Mortalidad Materna –dice Zulema Palma–, para analizar por qué las mujeres mueren durante el embarazo o el puerperio, o muertes maternas tardías hasta un año. Allí se dilucidan las causas, se reconstruye el camino que siguió esa mujer y se ven qué pasos se pudieron haber dado para evitar esa muerte. Hay desviaciones posibles de esos caminos que terminan en muertes, y eso sería algo para trabajar desde la Ley de Salud Reproductiva, porque eso está dentro de la temática de salud, sexualidad y reproducción. En un comité que analizara las causas, se pueden leer las fallas del sistema educativo y de salud para planificar, porque en realidad son decisiones políticas. Analizar las muertes por aborto permitiría pensar más ampliamente, pero aquí está clausurado el debate:cada vez que se planifica una discusión sobre aborto, las autoridades la cancelan o buscan cancelarla.
El Código Penal argentino sostiene, como principio, que el aborto es un delito, tanto en relación a quien realiza la intervención (art. 85) como a la mujer que “causare su propio aborto o consintiere en que otro se lo causare”, aun cuando “la tentativa de la mujer no es punible” (art. 88). No es punible, en cambio, cuando es realizado con consentimiento de la mujer a fin de “evitar un peligro para la vida o la salud de la madre y si este peligro no puede ser evitado por otros medios” o para interrumpir un embarazo producto de una violación “o de un atentado al pudor cometido sobre una mujer idiota o demente” (art. 86). Más que en la búsqueda de un consenso que permita la despenalización del aborto a partir de una nueva legislación, las estrategias de quienes no entienden al aborto como delito se orientan en el último tiempo a modificar la existente. “En el Congreso –explica la diputada Marcela Rodríguez– hay varios proyectos que amplían los supuestos de aborto no punible, básicamente en dos casos: si el embarazo proviene de una violación, o si se trata de un feto anencefálico. Por otra parte, hay un proyecto (el de Margarita Stollbizer) que reconoce el derecho de la mujer a interrumpir el embarazo en los casos previstos en el artículo 86, y establece que el Estado debe garantizar su ejercicio mediante la atención en hospitales públicos, mientras que el que presentó Rubén Giustiniani propone la derogación del artículo 88 (el que prevé una pena de 1 a 4 años a la mujer que causa su aborto o da su consentimiento para que otro lo cause)”. Por otro lado, un proyecto presentado por María José Lubertino reconoce el derecho de la mujer a decidir la interrupción de su embarazo dentro de las 12 primeras semanas de gestación (y fuera de ese plazo, únicamente en caso de que el feto sufra una patología incompatible con la vida, el embarazo provenga de una violación, o exista riesgo para la salud física o psíquica de la mujer). Sin embargo, Lubertino ahora prefiere inclinarse por una estrategia a largo plazo: “Creo que lo mejor es una estrategia de legalización gradual. Entrar en despenalizaciones parciales es entramparnos en el Código Penal, cuando, en realidad, debemos avanzar en la atención y los servicios concretos en los casos en que el aborto no es punible. Yo defiendo la autodeterminación de las mujeres, y por eso presenté un proyecto similar al de Uruguay, donde se desincrimina ampliamente y se legaliza ampliamente. Sin embargo, para llegar al debate de este proyecto en el Congreso, falta mayor concientización de la población en su conjunto y más educación de los parlamentarios. Las legalizaciones parciales son eficaces, involucrarían en prácticas concretas a los médicos/as y darían legitimidad social más extendida a un tema que, hasta ahora, es tabú.
Mientras en Nicaragua –un país en el que en el 8 por ciento de los nacimientos anuales las madres son niñas de entre 10 y 14 años– esta semana el Congreso debate sobre la despenalización del aborto terapéutico con un coro “liberal” capaz de afirmar cosas como “promover el aborto (en casos de niñas) sería como promover un homicidio con alevosía, porque ese niño que está adentro no tienen ninguna defensa”, en Uruguay el movimiento pro-despenalización se rearma tras el fracaso legislativo de mayo de este año, en Estados Unidos la cruzada reaccionaria intenta borrar todos los logros del movimiento de mujeres de las últimas décadas, en Argentina las novedades son bien pocas. Apenas, una declaración oficial cuando la propuesta de Carmen Argibay como jueza de la Corte Suprema despertó oleadas de cólera: el gobierno, conciliador, terminó por admitir que suscribía la tesis de Carlos Menem, habida cuenta de que lo importante es la protección de la vida desde la concepción, y entonces a seguir festejando el día del niño por nacer. La elección no es inocente: entre tutelar los derechos de la mitad de la población (es decir, las mujeres),se está optando por los hipotéticos derechos ciudadanos (que de eso se trata) de un embrión, o de un feto en el mejor de los casos. En el histórico fallo del caso Roe vs. Wade, la Suprema Corte estadounidense “decidió que el feto no es persona constitucional antes del nacimiento, y que existe un derecho fundamental de la persona a controlar su capacidad de procrear”, porque “la ley no puede imponer a nadie que se sacrifique a sí mismo por otra persona”. Como bien destaca Giulia Galeotti en el interesante Historia del aborto (ed. Nueva Visión), aun cuando el feto tuviera derechos, no podría ejercerlos sino mediante la persona de su madre. Y allí termina por develarse la raíz verdadera del problema. Escribió la filósofa Claudia Mancina (en un texto que rescata Galeotti): “De la misma manera que en los orígenes de la ciudadanía fue inscripto, con el hábeas corpus, el principio de que la disponibilidad del cuerpo sólo puede ser suspendida por la ley y el juez a todo propósito, así, el acceso de las mujeres a la ciudadanía requiere una similar condición de disponibilidad del cuerpo –en cuanto a la procreación– sobre la base de una ley que prevea procedimientos específicos. Se podría decir, pues, que la legalización del aborto es un hábeas corpus para las ciudadanas. En este sentido, pese a que el aborto es tan viejo como las sociedades humanas, su regulación es una cuestión nueva, y como tal debe ser tratada. Se ha convertido en una cuestión de ciudadanía”.
En todo caso, de lo que se trata es de la comprensión que se haga de los derechos ciudadanos, su ejercicio y su extensión.