¿La vida de quién?
POR LAURA ISOLA
Hace apenas 700 años existía en la Iglesia Católica el consenso sobre el comienzo de la vida humana: a los 40 días de la concepción en el caso de los varones, a los 90 en el de las mujeres. Mucho antes, en la Roma antigua, el embrión era considerado una parte de las vísceras de la madre. Breve historia del derecho a decidir.
Que tal suena portium viscerum matris a nuestros oídos contemporáneos? Extraño y erudito, por empezar. Pero su rareza reside menos en la lejana y artificial pronunciación latina que en la traducción de la frase “parte de las vísceras de la madre”. De este modo era concebido el embrión en la Roma antigua y esta estimación contemplaba que, la mujer que abortara, lo hacía disponiendo de su cuerpo. Es interesante también revelar que en Grecia la interrupción del embarazo no estuvo penada, ya que al realizarse en los primeros meses, se consideraba que el feto no estaba animado o no poseía alma. Por lo tanto, dentro de este marco tolerante a este tipo de práctica, el aborto fue justificado y muy difundido en la Antigüedad. En líneas generales, se puede decir que la legislación de los antiguos no sancionó ni a madres ni a agentes involucrados en el asunto. Pero no solamente era permitido sino que en algunos casos hasta muy recomendado por prestigiosos filósofos. En La República, Platón lo prescribe en caso de incesto y cuando los padres fueran muy mayores. Mientras que Aristóteles y otros filósofos lo proponen como método de planificación familiar. Cuando los límites de la familia y, por lo tanto, las ciudades estaban a riesgo de superpoblarse, se promovía el control de la natalidad por medio, entre algunos otros, del aborto.
El recurso del método
Anticonceptivos y abortos fueron usados y practicados por las mujeres en la Antigüedad, sin distinción de clases. Mientras que los métodos anticonceptivos fueron un poco más seguros para preservar la vida de la madre, el aborto, debido a las técnicas muy primitivas, causaba muchísimas muertes. Sin embargo, que si el huevo o la gallina, la anticoncepción en la Antigüedad estaba muy ligada a la magia y con escaso desarrollo científico, por lo cual no resultaba segura en absoluto y la cifra de embarazos no deseados, muy elevada. Una ligera pasada por algunas de estas técnicas anticonceptivas demuestra, también, la amplia difusión del aborto entre las mujeres griegas y romanas. Pociones mágicas, amuletos e invocaciones estaban prescriptos junto con prácticas menos ortodoxas, como contener la respiración durante la eyaculación y una vez terminado el coito, agacharse, estornudar y tomar algo frío. Lucrecio, por su parte, recomendaba a las prostitutas, pero no a las esposas, sacudirse tomándose de las rodillas, luego del acto sexual, para desviar el curso del semen y, por ende, de los espermatozoides. Mucho mejor, en todo caso, era el uso del antepasado del condón, que se realizaba con la vejiga de la cabra y los métodos oclusivos, antecedentes del diafragma, que aunque un poco precarios, ya que se preparaban con hígado de gato, miel, aceite y lana suave, estaban más en sintonía sobre qué es lo que hay que evitar y hacían de barrera.
No intente esto en casa
Este estado de la cuestión lleva a considerar que, sumado a su carácter lícito, el aborto fue el gran aliado de las mujeres. Hipócrates en susobras habla de los medios para practicar el aborto y sus respectivos peligros. Un tratamiento muy difundido combinaba diversas actividades físicas extremas que tenían por objetivo producir un aborto “espontáneo”. Primero la mujer debía realizar una agotadora caminata para luego pasar a ser arrastrada por animales de tiro. La segunda etapa, si algo quedaba de ella, consistía en levantar pesos muy por sobre sus fuerzas. Otra “receta” tenía como fundamento provocar el sangrado por medio de baños en una mezcla de yuyos muy populares como la linaza, alhova, malvaviscos, malva y ajenjo, previamente hervidos. Durante tres días, luego de estas largas inmersiones y habiendo comido muy poco, si la mujer comenzaba a sangrar, inmediatamente debía ser arrastrada por los animales de tiro. Existía un supositorio abortivo que se preparaba con mirto o laurel de California, semillas de amarillis o campanilla de invierno y lupines amargos mezclados con agua. Tanto en este tipo de preparaciones como en las prácticas de introducción de elementos cortantes para separar el embrión se corrían riesgos evidentes: que las sustancias envenenen a la paciente o que se dañen tanto el útero como zonas adyacentes, infecciones y la muerte. Además era muy común untar todo el cuerpo y restregarlo con fuerza, especialmente el pubis, el abdomen y los riñones. Estos “masajes” se complementaban con baños en agua azucarada y se le proporcionaba un brebaje de vino saborizado con pepino, escamonea y otras sustancias que se tenían por abortivas.
Con los días contados
La represión al aborto comienza en Roma, cuando aparecen sustancias nocivas a la salud de las mujeres sometidas a esos métodos. Pero bien distinto es el tema en el Cristianismo, ya que lo que se tiene en cuenta no es ya la preservación de la vida de la mujer sino el linaje del marido. Doscientos años después de Cristo, se promulgaron medidas rigurosas contra la mujer que abortara, incluyendo la pena de muerte, castigos corporales y el exilio. Este criterio se basaba en que la mujer no tenía derecho a arrebatarle al marido su descendencia, la esperanza de la posterioridad. Según la concepción católica, el alma es la que brinda a un ente u organismo la categoría de ser humano. Esto es lo que se denomina la concepción hilomórfica de la naturaleza humana. Su principal defensor fue Santo Tomás de Aquino, quien sostenía que el espíritu era forma sustancial del alma, en tanto que el cuerpo era el producto de la unión del alma con la materia. Esta concepción hilomórfica fue adoptada por el Concilio de Oxena en 1312, de modo que, hasta ese entonces, la Iglesia no consideraba el aborto como un asesinato, mientras tanto el alma no animara al cuerpo. Durante la Edad Media en Europa, especialistas de diversas disciplinas se adhirieron por unanimidad a esta teoría. Los teólogos y juristas de Derecho Canónico fijaron el momento de la animación del feto de modo ambivalente en 40 días para los varones y 90 para las mujeres. Tal como se ve, ni la Iglesia se mantuvo ajena al debate sobre el comienzo de la vida humana.