A MANO ALZADA
¡Paren las metáforas!
(O una reflexión anclada en la lectura sin urgencia sobre opiniones urgentes)
Por María Moreno
Desacreditada la tradición florida del epitafio, sorprendió después de la tragedia de Cromañón, su secuela proliferante de literatura: periodistas apelando a la erudición reciente para culturizar sus aportes o periodistas autohabilitados a exponer sus saberes como si el horror hubiera creado un estado de excepción que permite olvidar el dictado empresarial de dirigirse a un lector que lee rajando y no quiere ser humillado por los privilegios letrados de su diario favorito. Leer a destiempo permite evitar, si bien no el error, la premura y la urgencia. Desde el 30 de diciembre se pudo verificar este apogeo de la interpretación, a cuyo cuestionamiento la recientemente fallecida Susan Sontag dedicó un libro.
En su contratapa de Página/12, Crueldad y cinismo, un hombre como José Pablo Feinmann que rara vez hace uso del psicoanálisis, a no ser con una fácil ironía, se ceba en el significante Cromañón para hacer de él un adjetivo destinado por Omar Chabán a animalizar a las víctimas en un supuesto programa de exterminio de segunda, ya que los jóvenes que fueron a ver a los Callejeros no serían humanos. Dejando de lado la confusión antropológica entre “neardenthal”, “presapiens”, “cromagnones” y “monos” –porque después de todo la cucaracha de Kafka era un escarabajo y el buitre interpretado por Freud en su Leonardo da Vinci, un milano–, podría decirse que Feinmann va a buscar el significante que le queda a la vuelta de la casa y lo hace jugar únicamente como una ensañada variación en crescendo donde Chabán es el objeto exclusivo, con que su ademán demagógico alienta el odio y el resentimiento, llegando a imaginar el instante fundador de Cromañón: “¡Cómo se habrán divertido Chabán y los suyos al encontrar el nombre del boliche! ¡Qué hallazgo, qué imaginación tiene esta gente! Habrán dicho (hasta es posible ¿verlos? en acción): ‘Hagamos un boliche para los pobres. Le sacamos los clientes a la bailanta y los juntamos en una república prehistórica’”. La misma asociación de trazo grueso dio, alguna vez, lugar a que se escuchara “Perón-Evita la patria socialista” o a que se advirtiera que la guardería de los montoneros en Cuba se llamaba la Casita de Caramelo, como la de la bruja en Hansel y Gretel o que la palabra Cóndor bautizó tanto la acción de Dardo Cabo en las islas Malvinas como un plan común de extermino organizado por los gerentes de la dictadura de tres países. No es que este ingenio cruel del nombre elegido sea inocente, pero su observación debería ser un punto de partida, una alerta que aliente un análisis detallado que se distancie tanto del chiste de barrio como de la época donde los analistas cobraban por deletrearle al paciente “¿usted ha dicho que su padre era un hombre de en-verga-dura?”. Y no una interpretación que, en medio de un duelo nacional, apela a la risa canalla por las supuestas confesiones inopinadas de la lengua. Porque sucede que es tradición de los grupos de marginados volver positivos los nombres agraviantes, apropiándoselos. Y Feinmann, en su segunda contratapa, De la vanguardia a la prehistoria, amén de contar que alguna vez fue a Cemento y terminó jocosamente entalcado, se corrige un poco, diciendo: “Cromañón se asume como el retorno a las cavernas, a lo prehistórico, a lo prerracional”. Los pibes cromagnones serían una creación del menemismo, es decir de una sociedad que se pronunció a través de las urnas. Como una respuesta indirecta, Horacio González, en el número 95 de la revista Debates dice: “Los nombres son inocentes como la naturaleza, pero los esperan los escollos de la historia. A veces enlazan con tragedias arrasadoras, que les dan para siempre una connotación especial a palabras insípidas, que eran meramente clasificatorias: Puerta 12. A veces hay que desear que nada ocurra para que la ornamentación lingüística, la quimera de un nombre ‘República de Cromañón’ no orille la premonición siniestra”.
La interpretación impuso en muchos textos periodísticos la palabra tragedia en su referencia griega, más allá de cualquier sentido cotidiano. Se haya dicho o no, la tragedia, cuando los dioses han muerto, no entra en el rasero jurídico, exuda su zona de contingencia, de irreductibilidad a la familiar y precaria relación causa-efecto.
Pero la interpretación filosófica, por ejemplo la de Horacio González (brillante), al traducir la literalidad horrorosa de los hechos a desencarnadas figuras trágicas y prescripciones abstractas “es necesario elaborar una idea de justicia más plena, con nuevas voces, nuevas emociones, incluso nuevos artículos e incisos”, genera la urgencia de una precisión política no, como propone, “hasta en las tinieblas de la historia nacional”, sino en el corazón de los acontecimientos, sin ceder a la “imputación costumbrista” ni a la apelación disfuminadora al “sistema”.
La proliferación en la prensa de narraciones sentimentales que culminaron en el retrato de Chabán cultivando su programa de personaje trágico que se alimenta frugalmente mientras lee la Biblia y la Divina Comedia, nada agregan a la exigencia, no sólo de justicia sino de una que ponga en cuestión su definición misma. Un duelo debería exigir silencio, no uno literal sino uno que no se monte en las arcas riquísimas del castellano. No se trata de excluir la retórica –la verdad sólo puede transmitirse a través de ella–, pero sí de valerse de una donde la palabra “media sombra” no pierda su carácter de evidencia para explotarse como metáfora para aplauso del autor. O donde Callejeros y Cromañón sean los nombres de un protagonista y un escenario donde lo jurídico sea, como siempre, la instancia mínima de lo ético.