VIOLENCIAS
cicatrices
Mucho tiempo después de haber roto el círculo de la violencia –sobre todo dentro de la pareja–, las huellas del maltrato físico o psicológico siguen haciéndose visibles. Para los organismos internacionales, estas marcas tienen un correlato directo sobre la economía; para quienes atravesaron por esta experiencia, es la vida cotidiana la que se transforma.
Por Sandra Chaher
Susana habla con energía. Parece una mujer segura. Está relatando cómo convivió –y logró romper el vínculo– con un compañero que abusaba física y psicológicamente de ella. No se quiebra en el discurso, pero hay huellas perceptibles de la situación de estrés y maltrato vivida: la tensión del cuerpo; la hipervigilancia permanente, como si esta casa nueva a la que se mudó con sus hijas pudiera ser violentada en cualquier momento por ese hombre que ahora está a más de mil kilómetros de distancia y sigue acosando pero por teléfono; un corpus de gestos y actitudes sutilmente violentos en ella misma, que descarga contra sus hijas o que la hacen llevarse por delante muebles o voltear vasos sin querer hacerlo. En algún momento dirá que ella tampoco fue agua de estanque durante la relación, que también tiró algún manotazo que sólo logró que él se cebara aún más.
Estela, en cambio, casi ni se mueve de la silla, y su tono es el mismo tanto cuando dice que siempre vivió con sus padres y que la que acaba de terminar es su segunda relación con un hombre violento, como cuando cuenta que una noche durmió con una cuchilla en el medio de la cama. Esa era la amenaza de su marido por si osaba desobedecerlo. Con la misma falta de expresión cuenta que después de que su hijo pasara dos meses con el padre, lo llevó al médico. Lo notaba raro, se tocaba mucho ahí abajo, se bajaba los pantalones y mostraba la cola, y la especialista le dijo que el nene había sido sometido a juegos eróticos, incluso era probable que hubiera sido penetrado. Ningún signo en Estela altera su relato. Mientras las tripas de quien escucha se retuercen, las de ella parecen estar secas, agotadas. Pero ahí encogida, los hombros juntos hacia delante, la espalda vencida, las huellas están.
Enfermedades de transmisión sexual (ETS) y VIH; daños corporales (lesiones con arma blanca) y daños permanentes como quemaduras, mordidas o hematomas; enfermedades ginecológicas (dolor crónico pelviano, flujo vaginal persistente, sangrado genital de origen disfuncional); quejas somáticas poco definidas (cefalea crónica, dolor abdominal, pélvico y muscular, fatiga crónica); abuso de alcohol y sustancias tóxicas; cambios repentinos de peso; discapacidad parcial o permanente, conductas nocivas para la salud y problemas durante el embarazo: aumento del tabaquismo, aborto, control prenatal tardío, retardo de crecimiento, hemorragias del feto, muerte fetal y muerte materna. Así de larga es la lista de las secuelas de la violencia. Y sigue.
Síndrome de estrés post-traumático (STPT), miedo y ansiedad, sentimientos de vergüenza, conducta extremadamente dependiente, enuresis y encopresis, trastornos del ánimo obsesivos-compulsivos, por conversión, de pánico, del sueño, de la alimentación, depresiones severas y episodios psicóticos, se anotan entre las alteraciones a la salud mental.
En la vida sexual y reproductiva: embarazos no deseados; disfunciones sexuales, obligación ejercida por parte del varón de la práctica de aborto, prohibición del uso de anticonceptivos, daños físicos y psicológicos específicamente en el plano sexual, abuso, acoso y violaciones, fobias sexuales y de la sexualidad en general.
Los resultados mortales de estos abusos y lesiones a la integridad de la persona y de sus derechos humanos son el homicidio del victimario y el suicidio.
Toda persona es un sistema en el que confluyen los más diversos aspectos de su vida. Cuando un punto cualquiera de ese sistema es dañado, las repercusiones llegan como olas hasta las costas más lejanas. Pero si lo dañado es un centro neurálgico, el sistema puede colapsar. Una mujer víctima de violencia aguda y prolongada es un sistema enloquecido, al borde del quiebre permanente. “Suele hablarse de una lesión de la autoestima en las mujeres víctimas de violencia, pero lo que yo creo que hay es un avasallamiento de la identidad. La persistencia en un vínculo de este tipo hace que la mujer se pierda a sí misma, y de esto pueden venir consecuencias múltiples –dice la psicóloga Lucía Heredia, que hace más de 10 años atiende a quienes llegan a la Comisaría de la Mujer de Martínez–. Aparecen todo tipo de enfermedades psicosomáticas, alergias, bronquios, todo lo que puede pasarte cuando estás con las defensas bajas. Y claro: el estrés post-traumático y, lo que es más complejo de todo para mí es lo que yo llamo toxicidad, porque éstas son relaciones que se te meten en la última parte de tu cuerpo y, aunque hoy se habla de unos 10 años para recuperarse de estos vínculos, yo creo que hay residuos permanentes. Y si vamos a enfermedades físicas, lo que yo he visto con una prevalencia impresionante es el cáncer de útero, y en general de todas las zonas sexuales o genitales. Siempre que hay violencia, hay también abuso sexual, y este tipo de enfermedades es una manera de clausurarte como mujer, porque no hay que olvidar que lo que el violento pone sobre todo en tela de juicio es la condición femenina, por eso la violencia física más manifiesta suele aparecer en el embarazo.”
La psicóloga Isabel Monzón hace un diagnóstico similar y recuerda el caso más paradigmático que le tocó tratar: una chica con cáncer de vagina. “Hay en general una predominancia de enfermedades vinculadas con lo sexual. Para mí lo más importante es que las consecuencias del abuso duran mucho tiempo, no es que no se cierran nunca las heridas, pero cuesta. Marie France Irigoyen habla de acoso moral para describir el estado psicológico de la situación, y yo acuerdo completamente. En general primero viene el maltrato verbal y después el físico, pero a veces puede haber una golpiza impresionante y a partir de ese momento queda flotando la amenaza de una nueva paliza, con lo cual tenés a una mujer aterrada y a unos hijos también sometidos a ese estado de pánico. El psicópata-narcisista, perverso, que es como yo defino al golpeador porque una sola de esas palabras no me alcanza, es una persona que trabaja sobre la destrucción de la autoestima de la mujer y va minando todos sus espacios.”
El deterioro de la identidad, de los vínculos y del desarrollo social y laboral, que es parte del proceso de violencia, produce otro tipo de lesiones, menos visibles: las mujeres suelen perder el apoyo de amigos y familiares, que se cansan del círculo vicioso del que ella quiere pero no puede salir; y empieza la merma en su disponibilidad laboral, lo cual las vuelve más dependientes de sus compañeros porque disminuye su capacidad de generar dinero y tener en ese plano cierto nivel de independencia que, llegado el caso, les permitiría cierta movilidad para desvincularse de él (mantener a los hijos, alquilar una casa si decidieran abandonar el hogar común, pagar un abogado si hiciera falta, o al menos cubrir los viáticos hasta los lugares de asesoramiento y patrocinio).
“El aislamiento es uno de los métodos de dominación del hombre golpeador. El discurso hacia las mujeres es que las familias y las amigas no sirven. Ahí empieza el deterioro de la vida social, que inevitablemente sigue con la disminución del rendimiento en la vida laboral porque la mujer deja de poder pensar con claridad”, señala Débora Tomasini, coordinadora del Servicio Público de Asistencia Integral a las Víctimas de Violencia Doméstica y Sexual de la Dirección de la Mujer del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. En ese servicio, en el que hay alrededor de 800 mujeres en tratamiento, se decide darles el alta cuando se reúnen varias condiciones: que la mujer tenga conciencia de la situación de riesgo que atravesó; que pueda preservarse de nuevas situaciones riesgosas; que tenga resuelto el aspecto judicial (de la forma en que ella decida); y que sea consciente del aspecto subjetivo de su implicación en la situación de violencia. “Las situaciones de violencia son siempre nocivas y de difícil resolución. Es un proceso duro y largo, no sólo desde el punto de vista emocional sino porque tienen que ajustarse nuevamente a la vida en sociedad. A veces, armar un nuevo circuito de amistades les lleva años. Y además, aunque tengan el alta, eso no es garantía de que no armen una nueva relación violenta”, concluye Tomasini.
Ya hace casi dos décadas que los organismos internacionales de crédito advirtieron los costos que tiene para el sistema de salud y para el mercado laboral la violencia hacia las mujeres. “Muchos organismos empezaron a pensar proyectos de prevención de la violencia hacia las mujeres por los altos costos que registraron que tenía la violencia sobre el sistema laboral y de salud –señala Carmen Storani, quien preside la Dirección de la Mujer del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires–. Y en la última década se instaló la violencia hacia la mujer como un tema de salud pública en la agenda internacional y en la de muchos países.”
En el trabajo Violencia contra la mujer: la carga oculta sobre la salud, de la OPS, se relevan varias investigaciones, entre ellas el Informe sobre el desarrollo mundial, realizado por el Banco Mundial en 1993, en el que se da cuenta de estos costos de los que habla Storani. Allí se señala, entre otros datos, que “a nivel mundial, la carga de salud por la victimización de género entre mujeres de 15 a 44 años es comparable a la representada por otros factores de riesgo y enfermedades que ya son altas prioridades dentro de la agenda mundial, incluyendo el VIH, la tuberculosis, la sepsis durante el parto, el cáncer y las enfermedades cardiovasculares”. Y se cita una investigación hecha en Estados Unidos en la que se halló que “una historia de violación o agresión era una variable de mayor fuerza que cualquier otra para pronosticar consultas médicas y costos de servicios”.
El estudio de la OPS enfatiza especialmente las consecuencias mortales de la violencia: el suicidio y el homicidio: el abuso “puede ser el precipitante único más importante identificado hasta ahora relacionado con los intentos de suicidio femeninos”. Además, está comprobado que una cuarta parte de los intentos de suicidio de parte de mujeres estadounidenses –y la mitad de los de afroamericanas– estaban precedidos por abuso. Otra investigación hecha en India citaba la discordia conyugal y los malos tratos de parte de los esposos y los suegros como el factor precipitante más común de los suicidios de las mujeres.
Acerca del homicidio, el estudio de la OPS señala que “los datos de una amplia variedad de países demuestran que la violencia doméstica es un factor de riesgo importante en el homicidio de y por las mujeres”, y que estudios realizados en culturas tan diversas como Canadá, Nueva Guinea o los Estados Unidos confirmaron que “cuando las mujeres matan a los hombres lo hacen a menudo en defensa propia y, generalmente, al cabo de años de abuso prolongado y creciente”.
En la Argentina no contamos con investigaciones que den cuenta de las consecuencias de los hechos de violencia en forma cuantitativa. Lucía Heredia, sin embargo, considera que el nivel de suicidio no debe estar lejos de lo indicado por la OPS a nivel mundial: en casos de violencia, la tasa de suicidio de mujeres es 12 veces más alta que cuando no hay abuso. “Es un tema que está en el aire porque hay una incitación muy fuerte por parte de los varones, con este juego de someterlas y amenazarlas con el abandono. Los cuadros más graves para las mujeres abusadas son cuando las dejan por otra. Ellas te dicen que les duelen más los cuernos que los golpes, porque fueron llevadas ya a un enorme grado de dependencia. En esos casos es más probable que aparezca el suicidio. Porque además el violento les conoce la cabeza de arriba abajo y las lleva fácilmente a la situación de suicidio.”