SOCIEDAD
El silencio no es zonzo
Tras las declaraciones del ministro Ginés González García y del pequeño coro de ministros de Salud provinciales que lo acompañó, el debate sobre el aborto sigue sin abrirse, aunque esta misma semana un médico declaró públicamente que interrumpe embarazos en su consultorio. Detrás de los planteos morales y legales se esconde algo quizás más fuerte: el dinero.
Por Soledad Vallejos
Había hecho el primer aborto del día a las cinco de la mañana. Eran alrededor de las cinco de la tarde del sábado pasado y lo estaba contando en una entrevista en la que –además de explicar cómo se había formado profesionalmente, cuánto cobra, cómo es su relación con la policía y qué dicen las mujeres que entran al consultorio cuyas puertas abrió de par en par a manera de visita guiada– daba su nombre y apellido. Se vio en letras de molde en la edición de Página/12 del domingo y estaba contento porque alguien, alguna vez, quisiera escucharlo hablar del trabajo que le valió (y le vale) más de una condena moral por parte de conocidos y hasta familiares, aunque esas mismas personas (médicos y oficiales de policía con moral) hayan recurrido en ocasiones a sus servicios acuciados porque alguna mujer cercana cargaba con un embarazo no deseado. Angel Bertuzzi, el médico rosarino de 72 años que interrumpe embarazos desde sus tempranos 30, salió en un diario nacional a decir: “Yo hago abortos”. En el fondo, él (y no sólo él) esperaba desatar tormentas, agitar horas de televisión y escucharse en radios después de la declaración. Imaginaba, también, un posible horizonte de causas judiciales (nada nuevo, ya tuvo cinco procesos, el último aún pendiente) abriéndose en los tribunales. Y sin embargo, nada de todo eso pasó. Dijo que cobra unos 800 pesos por cada intervención, que van mujeres y chicas de todas las edades (aunque no las más pobres), que más de una vez pagó coimas a la comisaría cercana, que sólo se puede aprender con horas de práctica (porque en las facultades de Medicina no se enseña, ni siquiera previendo las hipótesis que sí permite la ley argentina). También dijo algo que en ese momento –meramente por cuestiones de tiempo– no fue publicado: “Nadie entiende que la despenalización es para la mujer, no para el médico que haga el aborto. Es para que la mujer pueda recurrir a un médico, a un hospital, y no salga con un proceso penal. Ya lo dijo hace un tiempo la señora Irma Roy, que ella nunca vio a un médico preso, pero sí hay mujeres presas. Yo, enfrente del consultorio, nunca vi un cura, un juez, un secretario de juzgado. Sólo vino la policía. ¿Por qué? Porque a ellos les importa tres pepinos si se hace un aborto una mina o no. Ellos quieren la plata. ¡De eso no le quepa la menor duda!”. Y con esas frases iluminó de antemano gran parte del silencio brutal que siguió a su aparición.
En una investigación que realizó para Flacso sobre los discursos morales y criminalizadores que rondan en torno del aborto en Argentina, la investigadora Daniela Gutiérrez se encontró con que las paradas de colectivos y otros rincones del espacio público de la provincia de Buenos Aires están tapizados de pequeños cartelitos: ofrecen los servicios de una “partera” y dan algún teléfono. Relevó, además, agendas de conocidos y no tanto en busca de datos para encontrar médicos y médicas que hicieran abortos. Le costó obtenerlos, porque la mayoría de las respuestas eran evasivas apañadas por sentimientos de culpa y complicidades generadas en la situación de clandestinidad. Gutiérrez encontró que en cada respuestade mujeres que habían abortado sobrevolaba la vergüenza por la sensación de haber incurrido en algo non sancto, aun cuando la interrupción del embarazo hubiera sido una decisión soberana y convencida. Esas mujeres, en definitiva, se veían a sí mismas como cómplices de un delito.
A l@s poc@s profesionales que logró ubicar les hizo una propuesta: hablar sobre su trabajo. Un@s cuant@s aceptaron a condición de que sus nombres y datos que los hicieran identificables quedaran protegidos bajo un manto de piedad. Ayudó, en su caso, el hecho de que la investigación estuviera destinada al campo académico, de relaciones tan opacas –la mayoría de las veces– con las publicaciones periodísticas. En todo caso, podría pensarse que ese pacto de silencio tendía a replicar la situación de complicidad. Ella, como investigadora, a su vez era empujada a admitir las reglas de un juego que se lleva adelante solamente en las sombras, aunque en el fondo del planteo brillaran motivos menos morales y más terrenales: el dinero. Entre otras cosas, la investigación le sirvió a Gutiérrez para dar con un par de hallazgos: por un lado, por poco prestigiosos, la comunidad médica ningunea y desprecia a los médicos que practican abortos; por el otro, el planteo de la despenalización hace temblar a un negocio clandestino que hace circular cantidades de efectivo nada despreciables. (Probablemente no tod@s l@s médic@s que hacen abortos piensen en el dinero que perderían si su actividad fuera legal –al menos Bertuzzi declaró que ése no sería un problema para él– y seguramente no tod@s ell@s estén liberados de una necesidad imperiosa de hablar sobre su trabajo –hay que tener en cuenta que sostener una doble moral no es fácil, como bien saben las mujeres que han abortado clandestinamente en este país–.
Todos los caminos llevan nuevamente al mismo lugar: el dinero que se genera al amparo de esa clandestinidad, que no vincula solamente a las mujeres y l@s médic@s, sino también a poderes del Estado conscientes de esa circulación y temerosos de tomar partido pensando en los derechos ciudadanos de las mujeres (por el costo político, por el costo de enfrentar corporaciones con prácticas mafiosas). Lo clandestino, en este caso, es control sobre los cuerpos, sobre la moral que intenta imponerse como única posible y que termina arriando los argumentos exclusivamente al terreno de lo miserabilista (¿qué pasa con las mujeres pobres que no pueden pagar un aborto en condiciones de higiene y seguridad necesarias?) para sacar de la vista un reclamo más soberano: ¿qué pasa con el derecho de las mujeres a decidir cuando hay de por medio un embarazo no deseado? De momento no mucho más que un murmullo y la obligación de transitar por caminos oscurecidos por la condena moral de una minoría que asegura rotunda, convencida (y bien vinculada con los lugares de poder) que es mayoría porque así es la cosa en toda sociedad occidental y cristiana que se precie.
Lo clandestino, también, es pataleo con sordina y paso más o menos firme, cuando desde los (escasos, es cierto) lugares políticos ocupados por mujeres los ojos miran para otro lado y esquivan la necesidad de abrir un debate. ¿Cómo es posible que aparezca públicamente un médico que hace abortos y nada pase? Respuesta tibia: por el tabú. Respuesta tibia, segunda parte: porque hay quienes velan celosamente por no dar aire a la discusión. Mientras el guante sigue ahí, esperando que alguien sea capaz de recogerlo, en un mismo día varios movimientos mostraron que la resistencia no es inocente. “El primero de los derechos del niño por nacer es el derecho a la vida (...) el 25 de marzo se entiende que ha sido la gestación de Jesús. Manifesté en el recinto que si el problema era la fecha para darle media sanción al proyecto de ley, no tenía inconvenientes en que se modificara. En definitiva, lo que me interesaba era el fondo del proyecto, que era respetar los derechos del niño por nacer”. Eso dijo el senador demócrata Roberto Ajo el miércoles pasado, cuando la Cámara alta de Mendoza dio media sanción a una ley que establece el 25 de marzo como”día de los niños por nacer” con una voluntad política de lo más contundente: sólo hubo dos abstenciones y algunas ausencias. Lo que se dice respaldo prácticamente incondicional. El mismo día, la Conferencia Episcopal Argentina se hizo eco de un comunicado de los obispos del Litoral, tremendamente preocupados ellos por reafirmar su “inclaudicable compromiso en favor de la vida, desde el primer instante de su concepción hasta su fin natural”, habida cuenta de que algunas voces parecen desconocer algo cristianamente esencial. “La postura humana ante el crimen del aborto no es sólo cuestión de credos, sino especialmente de una auténtica concepción de la persona que se funda en la verdad de su dignidad y su inalienable derecho a la vida, tal como la percibe un sano sentido común”.