Viernes, 29 de abril de 2005 | Hoy
POLíTICA
“¿Cuál es el peso de la desilusión para las mujeres cuando se ha puesto todo en un proyecto de organización que no termina de fraguar?”, se preguntó Nikki Craske, una investigadora británica, antes de encontrarse con que aquel lema feminista, “lo personal es político”, tiene un peso específico cuando funciona a la inversa.
Por Sandra Chaher
Cuando las mujeres se involucran en la política, sobre todo en la no formal, lo hacen como si se tratara de un asunto personal. Consecuencia: si el aspecto político no funciona, se les desmorona buena parte de su vida social y afectiva.
Esa es la conclusión de una investigación realizada en México por la investigadora británica Nikki Craske, presentada en Buenos Aires en el marco de una Semana de Intercambio sobre Sociedad y Gobernabilidad organizada por el British Council. La disertación Lo político es personal. Desilusión y decepción en la organización de lo colectivo giró sobre la inversión del clásico lema feminista, “lo personal es político”, para dar cuenta de las formas de involucrarse en la política de varones y mujeres.
Las conclusiones de Craske provienen de una investigación iniciada en Guadalajara hace 15 años. Allí trabajó con “comunidades pobres que peleaban por reivindicaciones básicas y que eran muy activas”. “Mi observación en ese momento fue que las mujeres que participaron tomaron conciencia de sus derechos como ciudadanas y como mujeres. Pero cuando volví, hace dos años, el grupo prácticamente se había desarmado por problemas de la organización que trabajaba con ellos. La gente se decepcionó de la experiencia y esto había afectado particularmente a las mujeres. Todavía hablaban de sus derechos y tenían conciencia de su voz, pero sentían que se había disuelto parte de su vida. No separaban lo político de lo social, los vínculos políticos los habían establecido entre parientes, y el grupo había sido parte de su mundo afectivo.” Lo cual llevó a Craske al replanteo: “También es al revés, pensé. También lo político es personal. Las mujeres mezclan porque es así su vida cotidiana: trabajan en el mismo lugar en el que viven, y es allí donde hacen su activismo social. Para ellas, los movimientos sociales implicaron acceso a la educación política, pero también la solidaridad entre vecinas, y conocimiento de gente nueva con la que establecen lazos afectivos. Entonces, cuando sobrevino el fracaso político, para ellas fue un fracaso personal, a tal punto que empezaron a rechazar a los partidos políticos, cosa que no sucedía 15 años atrás”.
–¿Cómo elaboraron los varones esta situación?
–Les resultó más fácil separar las cosas. Ellos seguían trabajando fuera de casa y continuaron vinculados a los partidos políticos. Creo que lo que yo observé en México –y que por las pocas entrevistas que tuve en Buenos Aires con mujeres que trabajan en la política formal y no formal, también sucede– no es algo negativo sino un aspecto a tener en cuenta acerca de las formas de participación de las mujeres cuando trabajamos en temas de ciudadanía. Yo creo que el tema debería ser pensado desde una perspectiva de género más que desde los varones o las mujeres. La política hoy está dominada por aspectos masculinos: es muy agresiva y conflictiva. Lo femenino es más colectivo y menos jerárquico, y se trabaja de forma que no es tan claro lo público y lo privado.
–¿Las formas de liderazgo, y este tipo de decepciones, son similares en la política formal y no formal?
–Las decepciones no tanto, porque cuanto más instruidas son las mujeres, más continuidad tienen en los espacios políticos. En cuanto al liderazgo... yo diría que a veces se ejerce igual y a veces diferente en la política formal y no formal. El poder es difícil de manejar. En la medida en que las personas empiezan a involucrarse con los partidos políticos, se pervierten. Cuanto más lo hacen, las mujeres pierden la capacidad de liderazgo que tenían en sus comunidades, porque en los partidos los dirigentes son personas que deben responder al imaginario de la política formal. Ellas siguen siendo muy importantes en sus grupos de base, siguen hablando muy bien en los talleres, pero no pueden saltar al siguiente nivel. Aquí, por ejemplo estuve en una organización no gubernamental del Gran Buenos Aires en la que las integrantes tenían cierta formación, un grupo fuerte y muy capacitado, y sin embargo dependían mucho de la persona a cargo del organismo. Y no porque no fueran capaces sino porque no creen lo suficiente en sí mismas. Es un tema muy profundo. El empoderamiento llega hasta cierto punto, pero después pesa mucho la cultura política.
–¿Cree que el cupo es una buena herramienta para mejorar la representación política formal?
–La desigualdad representativa entre hombres y mujeres tiene muchos años y no es posible cambiarla con una sola estrategia. El cupo funciona bien en países como la Argentina por el sistema electoral que tienen. Sin embargo, un estudio hecho en el 2002 por dos politólogos norteamericanos mostró que la mayoría de las legisladoras de la Argentina no presenta proyectos de género, pero sí que la mayoría de los proyectos de género presentados pertenecía a parlamentarias mujeres. Lo cual demuestra que tener más mujeres en el Parlamento es muy importante. Sin embargo, una cosa es que haya más mujeres y otra que tengan conciencia de género. Hablando esta semana aquí con algunas de ellas, vi que muchas de las que llegan al Parlamento no saben lo que es la perspectiva de género y son bastante conservadoras. Sin embargo, están preocupadas por la pobreza y la salud, y entonces se puede pensar en armar alianzas estratégicas. Y lo mismo con los hombres. Aquí no habría cupo si no lo hubiera apoyado el presidente Menem, aunque haya sido un acto político. Pero además, al haber más legisladoras mujeres, las electoras tienen más opciones para que las escuchen y hacer lobby.
–¿Cuál es la situación de la mujer dentro de la política formal mexicana?
–Cuando ustedes hablaban acá de cupo, en el ‘93, en México, el presidente Salinas de Gortari rechazó el debate porque dijo que el cupo aislaba a las mujeres en guetos. Actualmente, sólo el 18 por ciento de los legisladores mexicanos son mujeres. Es una cifra que se mantiene más o menos estable desde hace 15 años, con oscilaciones entre el 13 y el 18 por ciento. Hubo un momento, a fines de los ‘90, en el que las dos Cámaras estuvieron presididas por mujeres y la canciller también era mujer. Y un estudio de comienzos de los ‘90 demostró que cuando se llegó a este 18 por ciento hubo un auge de proyectos de ley con perspectiva de género, sobre todo de violencia e igualdad de oportunidades. Digamos que no tienen una situación envidiable, pero las cosas no están tan mal. Desde hace unos años tienen el Instituto de la Mujer, y a fines de los ‘90 hubo un hecho muy importante: la asunción de Rosario Robles como jefa de gobierno del DF, en reemplazo de Cuauhtémoc Cárdenas. Robles era entonces una de las mujeres tomadas como modelo por las mexicanas y representaba la nueva política, aunque después haya tenido algunos traspiés en su gestión.
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