Viernes, 13 de mayo de 2005 | Hoy
ENTREVISTA
La irresistible humorista de las columnas del diario español El País ganó en enero pasado el concurso de Biblioteca Breve Seix Barral con su admirable novela Una palabra tuya, que acaba de salir a la venta local. Elvira Lindo le ha dado voz, en primera persona, a una mujer implacable y resentida que, sin embargo, tendrá oportunidad de ablandarse, de recuperar su dignidad.
Por Moira Soto
En una hora escasa de entrevista (interrumpida por un llamado desde España para avisarle que su reciente novela se reedita) se pueden reconocer sus diversos registros: la firmante de las desopilantes columnas del diario El País, la creadora de Manolito Gafotas, la autora de novelas serias y adultas como El otro barrio (1998) o Algo más inesperado que la muerte (2003). Hay varias Elviras en Elvira Lindo (Cádiz, 1962), antaño también libretista de radio y de TV, ligada –como guionista y ocasional actriz– a los films de Miguel Albaladejo. A Buenos Aires la trajo, durante la Feria del Libro, su última novela, Una palabra tuya, premiada unánimemente por el jurado del premio Biblioteca Breve Seix Barral en enero pasado, entre 422 manuscritos (92 provenientes de la Argentina). Lindo se presentó en el concurso con el nombre de su madre –Antonia Garrido– como seudónimo, y a ella le dedica este libro, “in memoriam”.
La escritora está viviendo temporariamente en Nueva York, donde su marido, el también escritor Antonio Muñoz Molina, dirige el Instituto Cervantes. El llamado telefónico en medio de la conversación la hace saltar del sofá. Después de atenderlo, comenta: “Lo primero que pienso es: le ha pasado algo a mi hijo, que está estudiando historia en Madrid y tiene 20, aunque para mí es como si tuviese cinco. Mi marido tiene tres, así que formamos un conjunto. Pero vamos, que cuando están conmigo, son todos mis hijos. En este momento se han querido quedar en Madrid, están en la edad en que se descubre la autonomía, los enamoramientos, en que se valoran los amigos. Creo que para mi hijo, al menos, fue una liberación que me alejara por un tiempo”.
Elvira Lindo reconoce que ya no le molesta cuando le preguntan por la influencia de su prestigioso marido, “en parte porque tengo suficiente personalidad y obras propias, y también porque jamás he vivido ninguna situación de menosprecio o subestimación por el lado de él. Al contrario, Antonio es una persona que siempre me ha alentado, me ha puesto por delante. El es un hombre al que le gustan las mujeres. Y cuando digo esto no es que ve en ellas sólo un culo o una teta. No, le gusta la compañía de las mujeres y eso a ellas les resulta muy halagüeño. Porque es bueno sentirse apreciada, despertar ese interés, esa curiosidad”.
–¿Tu marido tuvo bastante que ver con que tu personaje radial Manolito Gafotas se convirtiera en protagonista de varios libros?
–Manolito era una más de las cosas que yo hacía para la radio, y a la directora le gustó mucho ese personaje, entonces lo repetí. Cuando conozco a Antonio, él ya era un escritor de mucha reputación, y aunque yo no le mostraba mucho las cosas que hacía, quizá porque pensaba que era un género menor, él miraba con esa curiosidad suya mis papeles, mis guiones. Leyó los libretos de Manolito, lo escuchó una noche por radio y me dijo: esto es precioso. Y empezó a machacarme con que tenía que escribir un libro, tomarme mi tiempo, no estar continuamente al servicio de cómicos, locutores. Le costó convencerme porque yo pensaba que necesitaba la disciplina de la radio y porque me daba cierta inseguridad esto de dejar de tener mi sueldo que era bastante bueno, nunca había dependido del sueldo de un hombre. Pero él fue tan pesado que dejé ese trabajo. Me quedé en mi casa y me puse a escribir. Tenía 29 en ese entonces y fue una especie de reeducación para mí. Antonio me sugirió que empezara por Manolito, según él, un personaje extraordinario. Me contagió el entusiasmo y así hice el primer libro, un cuento infantil de cien páginas, sin ninguna campaña publicitaria, nada de nada. Esa primera edición de Manolito tuvo inmediatamente cantidad de lectores, en muchos casos niños, pero también maestros y padres que lo leyeron y pensaron que podía divertir y enseñar a los más reacios. Empezaron a recomendarlo y fue un éxito que aún continúa. Ahora se publica en Japón.
–Lo que prueba que se puede llegar masivamente a los chicos con calidad de escritura, humor e ideas de tolerancia y convivencia democrática.
–Creo que también Manolito funciona por el lado de la ternura, porque son libros que no tienen una gran peripecia. Está todo jugado al lenguaje, al pensamiento, a la imaginación que puede desplegar un niño. Para escribirlo, hice una labor de introspección, de recordar cómo me habría sentido yo de niña en ciertas situaciones.
–Ya estabas acostumbrada a ser best-seller cuando se publicaron las columnas en 2001 y 2002, Tinto de verano, El mundo es un pañuelo y Otro verano contigo.
–Tengo una posición muy privilegiada, en el diario me dejan escribir lo que quiera. Sinceramente, me considero muy afortunada. Claro que hay veces, como en este viaje a Buenos Aires, que en vez de escribir preferiría salir a pasear. El humor puede ser un lujo, pero no siempre te brota espontáneamente, aunque el oficio puede ayudar. Tiene su lógica que la gente alejada de la escritura crea que el humor, cuando les llega inmediatamente, es porque se escribe a la misma velocidad. Pero me parece que no voy a seguir este verano, ya me he cansado un poco de esa obligación.
–Ay, deberías pensar en el síndrome de abstinencia que va a afectar a tus fans...
–Es que es un trabajazo eso de hacerlo diariamente, aunque sea muy satisfactorio saber que tienes tantos lectores. Pero también es verdad que Nueva York es muy estimulante y que el tener que escribir mi relación con la ciudad me aviva la mirada.
–La imagen de la portada de Una palabra tuya, ¿la elegiste porque se parece a vos?
–No, pero luego me lo han dicho. Es un autorretrato y se nota, de una pintora, Angeles Santos, que todavía vive. Se le pidió permiso, claro, y ahora está contentísima, todos preguntan por ella. Tiene un aire muy de los años ’20, que fue cuando lo hizo. Un aire tan bonito, sencillo y misterioso. Estábamos buscando entre los libros de arte Antonio y yo, como hacemos siempre: nos ayudamos en la búsqueda de las portadas, preferimos elegirlas nosotros. El encontró este cuadro que me encantó, sólo se le quitó el fondo. Ya me hubiera gustado a mí que me hicieran un retrato así. A lo mejor me ha pasado como cuando Picasso pintó a Gertrude Stein y ella no se reconoció. El le dijo: ya te parecerás. Quizá acabe yo pareciéndome a la mujer del retrato.
–Escribiste parte del guión de la película Ataque verbal, e interpretaste el papel de una barrendera, antecedente de la protagonista de tu premiada novela.
–Sólo es mía esa historia de dos mujeres que duraba diez minutos. Y sí, yo hacía de Rosario, pero esa película tenía un tono más humorístico, era apenas un apunte de la novela: el momento en que encuentran el bebé en la basura.
–Una situación que en Una palabra tuya es crucial.
–Totalmente, claro. Al ponerme a escribir, me pregunté quién contaba la historia, y se me ocurrió la primera frase: “No me gusta ni mi cara ni mi nombre”. Dije: ya está, es ella. Como Rosario tiene una voz poderosa y es inteligente, no me costó trabajo identificarme, expresar lo que ella pensaba. Me resultaba un personaje atractivo aun en su propia amargura, su rabia, su dolor. Esa incomodidad, esa extrañeza con su cuerpo, con su vida, con sus relaciones sexuales... Me llevaba a pensar en otra yo que podría haber sido de no haber tenido la suerte que tuve. Tal vez habría tenido ese resentimiento interior. Porque yo he trabajado mucho y tal, pero por cierto hay un factor de suerte muy importante.
–El humor aparece a contrapelo, a veces contra la voluntad de la propia Rosario.
–De acuerdo. En mis novelas serias siempre tengo algún punto humorístico que no puedo reprimir. Pero en Una palabra tuya, que es bastante trágica, hay más humor que en las anteriores. Sabía que era un recurso arriesgado, pero lo asumí porque esa tendencia forma parte de mi personalidad y no quiero renunciar a ella. Ese humor funciona para el lector, es la situación vista de afuera que resulta cómica. Ella se siente tan segura de lo que dice que no imagina que pueda causar gracia.
–Una palabra... es la historia de una rara amistad, casi unilateral. Se aleja de cierta idealización que aparece en algunos libros de escritoras. Milagros se pega a Rosario en una actitud perruna, y Rosario se aprovecha un poco de esa obsecuencia.
–He reflexionado sobre esto y creo que sí, que hay cierta literatura hecha por mujeres que ha idealizado la amistad femenina, y también el temperamento femenino. Como que la mujer es la que lleva la parte humana, entrañable, sensible de la vida, ¿no? Rosario, sin dejar de ser una mujer, tiene derecho a tener todos los defectos humanos, incluso más. Puede mostrarse insensible, cruel, desconsiderada, les echa toda la responsabilidad a los demás. Creo que a veces las mujeres somos así. No siempre actuamos con tanta bondad, tanta dulzura.
–Es tan dura y fuerte la mirada de Rosario que te hace creer que el Morsa es un bruto, un torpe. Y cuando ella se corre de ese enfoque, descubrimos a otra persona.
–Ese personaje masculino está visto por los ojos de ella, que no perdona nada. Lo creemos un ser estúpido, ordinario, corto. Me gusta que al final la mirada de ella cambie un poco y que él pueda tener su momento de explicarse a sí mismo: a lo mejor, no soy tan tonto, sabés.
–Aunque Rosario todavía es joven, debe hacerse cargo de una madre con Alzheimer, una responsabilidad que la abruma.
–Sí, siempre hay una hija que se hace cargo, que hipoteca su vida. Rosario le desea la muerte a su madre, es un grito de ella que me parece muy humano y comprensible: “La gente tiene que morirse antes, cuando todavía está entera, no con ese deterioro brutal”. Es injusto, yo la entiendo completamente. Creo que esos pensamientos de Rosario asaltan a muchas personas que viven una situación parecida, que luego sienten una gran culpabilidad por tenerlos.
–En tu novela hay dos situaciones de confesión, en las que la protagonista por fin abre su corazón: primero, con el psicoanalista, luego con el cura. Lo interesante es que cada uno a su manera contribuyen a liberarla de esa culpa que la oprime.
–Disfruté mucho al escribir esas dos escenas, sentí verdaderamente el placer de la escritura. Me dije, después de haber padecido otros capítulos: ahora me voy a permitir un regalo, después de un psicoanalista, un cura... Sí, ella dice cosas que les parecen inconfesables a dos personas desconocidas, y ambas, desde su respectivo punto de vista, tratan de ayudarla.
–El título que alude a la palabra salvadora evangélica es un hallazgo.
–“Una palabra tuya bastará para sanarme”, le dice un enfermo a Jesucristo. De pequeña no atendía nunca en misa, pero se me han quedado frases del Evangelio. Palabras que cobran otro sentido cuando te vuelves mayor. Son tan tremendas, tan hermosas, a veces tan crueles las palabras de la Biblia. “Una palabra tuya bastará para salvarme” se convierte en una petición de auxilio y en una declaración de amor también. Son palabras muy emocionantes. Tienen que ver con la indulgencia de Jesucristo, sobre todo con las mujeres.
–¿Poco que ver con el ex cardenal Ratzinger, que logró erigirse en Papa?
–Creo que la Iglesia oficial puede acabar perdiendo el tren de la historia. Que la institución considere pecado cosas que son necesarias para la convivencia, la supervivencia de la gente me parece que es ir contra la humanidad, contra los derechos humanos. Creo que las cosas se han decantado en esa dirección con este nuevo Papa que es muy reaccionario.
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