Viernes, 13 de mayo de 2005 | Hoy
SOCIEDAD
Las mujeres de Formosa, como otras en muchísimos rincones del país, se están organizando. Al mismo tiempo que sus compañeros y también en forma paralela, para que no queden en el camino de la lucha por la tierra sus reivindicaciones más específicas. Hacer oír una voz propia es un primer paso que se da a la vez que se pelea contra el desmonte o por el precio del algodón.
Dicen que las mujeres son combativas en Formosa. Y parece que es así, a juzgar por la serenidad y la convicción con que algunas de ellas defienden la posesión de la tierra o se resisten al avance de “los señores” de la soja. O el detalle con que hilan relatos pasados y presentes de la movilización política, la vida en la zafra, el trabajo en la huerta. Como las historias de las Ligas Agrarias del Nordeste o las de los piquetes de los últimos diez años. “Las que trabajamos con otras mujeres sabemos que en Formosa hay mujeres con muchos hijos, y muy pobres las mujeres, que pasan el día comiendo un pedacito de torta cocinada a la parrilla. Y, a veces, un mate cocido verde, como dicen, y nada más. Comen apenas para no morir”, resume Cándida, una de las “mujeres combativas”, como las llaman sus compañeros del Movimiento Campesino de Formosa –Mocafor–, una agrupación rural de una de las provincias más pobres del país.
La humedad ralenta los pasos en el interior de Formosa. General Belgrano es uno de los pueblos del centro mismo del territorio provincial. Una localidad que muere durante la siesta y revive cuando cae el sol. Allí, al des-amparo cálido de una atmósfera con sabor a polvo, nació “el movimiento”. Una organización campesina autónoma, única oposición al oficialismo provincial, que reúne a cerca de 3 mil campesinos y campesinas de Formosa. En General Belgrano se reunieron hace tres semanas 2 mil trabajadores/as rurales de siete localidades de la provincia, y de Chaco, Corrientes y Paraguay, para asistir al Primer Encuentro por la Democracia Participativa.
Una mujer morena expande su sonrisa con picardía entre las preguntas. “¿Que si trabajo la tierra? Yo nací, me crié y crié a mis tres hijos en la chacra.” Ella estuvo en el encuentro como representante del Movimiento Campesino de Ibarreta. Zulma describe su día con detalle, el despertar antes de alba, el ordeñe. “El campo es cruel –dice–, no es la libertad de ir a la oficina; pero si la chacra es dura, es peor ser peón de alguien.” Enumera las labores que realiza sola y las que comparte con su familia. Sabe con precisión las que corresponden al marido. “Conozco familias –dice– que van juntos a la chacra, pero después viene el machismo. El hombre se sienta a tomar tereré y la mujer tiene que meterle pata o tiene que lavar mientras que él duerme la siesta.” Para Zulma, los inconvenientes de las campesinas “son que ellas llevan más la carga de los hijos, saben si les falta comida, si tienen que cocinar y no tienen nada para poner en la olla, porque en el campo la madre es la que está más cerca de los hijos. Así más o menos es la cultura. No sólo la del campo, así es la cultura en general”.
La mañana permite un breve respiro. Ramona no pierde el tiempo. La joven estrecha sus palabras entre los intervalos de los oradores. Al rato queda exhausta. Por fin habla de “la tradición: el algodón. En realidad más que tradición es lo que nosotros sabemos hacer”, dice. La entusiasta dirigente viajó 56 kilómetros desde Güemes junto con otros productores y productoras que vinieron en camiones, camionetas y tractores. Llegan para escuchar crónicas de conflictos y contiendas, para ponerse al tanto de lo que sucede en la provincia, el país, el mundo. Uno de esos conflictos es el precio de la producción: “Hoy, preparar una hectárea de algodón te cuesta mil pesos de tu bolsillo y lo vendés a 600 pesos, al cosechero se le está pagando 300 pesos la tonelada, así que no nos queda nada”. El valor del año pasado alcanzó los 1400 pesos cada mil kilos; este año, en cambio, se paga entre 630 y 690 pesos la tonelada, a esto se le agrega un incremento en los costos de la plantación. El precio del algodón dio lugar a negociaciones y reclamos. Y despertó en Ramona el ávido interés por la participación política. Uno de esos conflictos la encontró embarazada. Fue hace seis años, después de una inundación que destruyó el campo. La joven organizó casi sola a alrededor de 1800 productores de las inmediaciones, utilizaron el patio de la Iglesia como epicentro de las deliberaciones, la protesta concluyó con éxito y una pequeña niña. Ramona parió a su hija al costado de la ruta. Fue una madrugada de enero: “Me fui embarazada y volví con mi hija en hombros”. Esa mañana, la Gendarmería rodeaba la casa, “no aguanto más”, le dijo a su marido, tomó su ropa, la de su hija y se fue al piquete.
“Muchas mujeres entran a los movimientos sociales en tanto madres. Dicen que están peleando y luchando por el pan para sus hijos, pero cuando les hacés las entrevistas, observás que en realidad les encanta salir a la ruta, les encanta tener poder para modificar la historia. Ellas estan luchando por revertir en lo profundo esta situación de necesidad”, asegura Cecilia Cross, licenciada en Ciencia Política e investigadora del área Identidad y Representación Política del Ceil-Piette del Conicet. “El trabajo de las organizaciones de mujeres en este contexto tiene que ver con varios frentes –explica Cross–; por un lado, porque en la medida en que el campo no permite ser una fuente única de sustento familiar, las mujeres campesinas deben salir a buscar nuevas formas de complementar el ingreso familiar. El principal ingreso empieza a ser el de la mujer. Y la mujer siempre se piensa ayudando al marido. Este ‘ayudar’, que es difícil de romper, supone al varón como proveedor y a la mujer en un marco de menor cuantía. En un contexto de desocupación y pobreza es una forma de evitar transferir al varón la falta de expectativas. El varón está deprimido y la mujer sale, busca y encuentra. Para el varón, un plan no es suficiente para reafirmar su masculinidad, pero para una mujer lo poco o mucho es suficiente porque eso no es lo que le corresponde. Por eso no es extraño que en los últimos años los movimientos sociales estén compuestos en su mayoría por mujeres.”
Cándida es una mujer que fogueó su temple en las reuniones del Movimiento Agrario Formoseño (MAF). Era una de las compañeras que asistían para escuchar, que acompañaban la participación del marido. La experiencia de los años ‘80 le bastó para terminar de delinear su participación política en el Equipo de Mujeres Campesinas. Un grupo de activistas que comenzó a trabajar con cuestiones de género y trabajo rural en 1989. Con la intención de que “las mujeres se sumen como trabajadoras, porque asistían a las reuniones, pero no participaban en las decisiones”, asegura una de las primeras integrantes del grupo. Cándida alternaba su trabajo cotidiano con las reuniones del MAF. En aquellos años solía sembrar y cosechar entre diez y doce hectáreas de algodón junto a su marido y sus hijos. El estándar de la pequeña producción campesina. Entonces se consideraba, más bien se ejercía, la posesión colectiva de la tierra, pero ya sin formularla como consigna principal. La tierra es generosa cuando se la cultiva, pero no alcanza con menos de cinco hectáreas para obtener la cantidad suficiente que requiere el autoconsumo. La colonia se encargaba del resto. Allí se cultivaban cereales, vegetales y frutas para las familias en parcelas comunitarias de acceso común.
Aquellas reuniones les valieron a las mujeres el coraje para matizar las desigualdades en el Movimiento Agrario Formoseño. Un espacio donde algunos varones desalentaban la iniciativa por temor a lo “que se les enseñaría a las mujeres”, por si acaso se corría el “peligro de dividir a la familia”. Ya no se escuchan esas palabras, dice Lilian, una de las impulsoras del Equipo de Mujeres, aunque aún no haya muchas entre los dirigentes que pronuncian los discursos en el Mocafor.
La noche resguarda los rostros de unas cuantas mujeres en ronda. Apenas se distinguen sus figuras, permanecen acodadas entre las sombras. “Las que formaron los Equipos de Mujeres son las mujeres de las Ligas”, se escucha. La mítica formación rural que palpara el horizonte cercano de un cambio en los ‘70 dejó las huellas sobre el Mocafor. Una “Breve historia” escrita en los materiales de difusión define a la organización como “una expresión del resurgimiento de las Ligas Agrarias Argentinas, destruidas por la represión de la última dictadura militar”. No es extraña la continuidad. “Lo que viene pasando en América latina y en la Argentina en general es que, debido a la baja calidad institucional de la democracia o los procesos de transición democrática, y la fuerte crisis del empleo asalariado, se empieza a reforzar la necesidad de organizarse. No al estilo europeo. En el país, las demandas siguen siendo básicas, similares a las de siempre, y tienen un fuerte contenido de clases porque tienen que ver con la pobreza y la marginación”, asegura Cross.
“Los partidos –continúa– no son capaces de articular estas demandas porque los que no se convirtieron en neoliberales se muestran incapaces de canalizarlas en forma eficiente. Esto es altamente perjudicial para los más pobres. Frente a esta situación, las nuevas formas de representación política comienzan a estar ancladas en lo territorial y en algunas identidades que antes tenían una connotación negativa como ser indígenas, campesinos o desocupados. Así se empiezan a convertir en identidades que concentran cierta clase de movilización política por diferentes motivos.”
Todavía se puede soñar con hacer historia en uno de los territorios más pauperizados del país. Formosa encabeza el porcentaje nacional de hogares y personas con Necesidades Básicas Insatisfechas (el 33,6 por ciento del país). Más de 162 mil personas, según el último Censo Nacional del Indec. Zulma dice que no era así cuando llegaron sus padres. Vinieron desde Paraguay junto a habitantes de provincias vecinas en la década del ‘30, cuando la industria textil auguraba un gran futuro a los pobladores. El territorio aborigen se fue reduciendo a las tierras menos rentables. “Se configura así una matriz de pequeños productores agrícolas que combinarán el cultivo del secano del algodón para el mercado con distintos productos para el autoconsumo, y darán la característica distintiva al agro provincial”, describe el antropólogo Sergio Sapkus (en Campesinado: Ideología y conciencia. Un abordaje de la lucha campesina en Formosa).
Las fronteras de Formosa se extienden brutalmente hacia adentro. El suelo algodonero sienta sus bases sobre una gran desigualdad. Grandes latifundios, por un lado, y pequeñas parcelas de tierra trabajada para la supervivencia o la mínima acumulación, por otro. Las desigualdades, la transformación del sector agropecuario –que vira hacia una producción capitalista– y un gobierno incapaz de “escuchar y proteger a los campesinos”, como dicen los/as pobladores/as, favorecieron la instalación de empresas productoras de soja.
La economía aumentó aún más la brecha de la inequidad social. Los efectos son inmediatos. Veamos un ejemplo. Sucedió hace dos años. Ese 2 de febrero, Cándida y Zulma tuvieron que dejar de carpir la tierra para detener la contaminación por agrotóxicos en Pirané, una localidad ubicada a 110 kilómetros al oeste de la capital provincial. Una nube espesa cubrió el cielo. Había viento norte cuando una empresa diseminó la mezcla de herbicidas que destruyó la siembra de los/as pequeños/as agricultores/as de las inmediaciones. “Se quemaron las plantas. De la tierra no salía nada, se quemó también. Se murieron los animales y nos quedaron secuelas en el cuerpo”, asegura Cándida. Así explica sus dolores de cabeza. Hubo otros síntomas. Mareos, náuseas, dolores estomacales, diarreas, sarpullidos, alergias, inconvenientes en la vista. Se estima haber perdido más de 150 toneladas de mandioca, casi 50 de batata, 5 de zapallo, 80 de algodón y una cantidad imprecisa de porotos, melones, bananas y hortalizas.
Ellas antepusieron su cuerpo. Cortaron las rutas, hicieron piquetes, se “pusieron los pantalones”, dice Ramona entre risas al final del día. “La evidencia de que esto no es en vano –concluye Cross– es que te encontrás con mujeres que, después de su experiencia en las organizaciones, no pudieron volver a la casa a mirar la novela. Es un trabajo de hormiga, pero es así. Hay que descubrir las capacidades y la satisfacción que significa ser capaz de demandar. Demandar un plan es un buen punto de partida para decirle a tu marido que en la cama se decide de a dos. Es más fácil oponerse al gobernador que al marido, pero se empieza ensayando con el gobernador.”
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