Viernes, 27 de mayo de 2005 | Hoy
DEBATES
Aunque suela colarse en las polémicas sobre salud reproductiva y derechos sexuales, la objeción de conciencia es escasamente tenida en cuenta a la hora de abordar legislativamente la interrupción del embarazo. Sin embargo, esta cláusula nacida como herramienta de rebeldía civil, y (re)apropiada y convertida en derecho a la no acción, puede abrir otras ramas en la lucha por el derecho al aborto.
Por Soledad Vallejos
Qué es la objeción de conciencia? Respuesta aproximada: un hito que divide aguas a la hora de delimitar lo moralmente lícito y lo no tan moral ni tan lícito o por lo menos lo sospechoso, desde el punto de vista de una persona individual. En la Declaración sobre la Objeción de Conciencia emitida en septiembre de 2000, la Academia Nacional de Medicina dedica un largo párrafo a ejemplificarla. “En el ejercicio de su profesión, el médico está obligado a aplicar los principios éticos y morales fundamentales que deben regir a todo acto médico, basado en la dignidad de la persona humana. Esta actitud debe ser la que guía al profesional ante el requerimiento de todo individuo que ve afectada su salud. Distinta es la situación cuando un paciente le exige realizar un procedimiento que el médico, por razones científicas y/o éticas, considera inadecuado o inaceptable, teniendo el derecho de rechazar lo solicitado, si su conciencia considera que este acto se opone a sus convicciones morales. Esto es lo que se denomina objeción de conciencia, la dispensa de la obligación de asistencia que tiene el médico cuando un paciente le solicitara un procedimiento que él juzga inaceptable por razones éticas o científicas. Este es un derecho que debe asistir al médico en su actividad profesional.” Vale decir que, desde el campo médico, una objeción de conciencia es aquello que, en el ejercicio de la profesión, l@s médic@s pueden plantear para no efectuar procedimientos con los que no acuerdan, de manera que con esa salvedad queden exceptuad@s de violentar sus convicciones al mismo tiempo que son relevados de su obligación de asistencia. Heredada de una forma de intervención política (la decisión de no revistar como miembro de un ejército para no participar en guerras), su traslado al campo médico la reinterpreta para inscribirla en el terreno de los derechos (una persona tiene derecho a no tomar parte en aquello a lo que se opone) y termina por convertirla en algo así como una herramienta de debate, en gran medida relacionada con aspectos de la salud reproductiva (aunque surge, también, en las discusiones sobre eutanasia). Tal vez no tan curiosamente, la bioética como disciplina y el surgimiento de la objeción de conciencia médica (consecuencia directa del pensamiento bioético) nacieron al mismo tiempo que se fortalecía el movimiento pro-vida: es decir, a poco del fallo en el caso Roe vs. Wade, que legalizó el aborto en Estados Unidos.
Hasta la llegada de la bioética, señala Rodolfo Vázquez en Del aborto a la clonación. Principios de una bioética liberal (Fondo de Cultura Económica), los problemas de la vida y de la muerte eran un “coto cerrado y exclusivo de los teólogos”, ahora transformado en una conversación de interlocutores múltiples: los caminos de la ciencia médica, por un lado, y la especulación filosófica (asistida, filtrada, presionada, en ocasiones, por pronunciamientos religiosos) por el otro. En la Argentina, la primera gran aparición de la pregunta bioética se dio al calor de los debates que inauguró el Programa Nacional de Salud Sexual y Procreación Responsable, y el correlato de leyes de salud reproductiva provinciales: ¿debían quienes se desempeñan como agentes de salud pública (médic@s, enfermer@s) brindar información sobre anticoncepción y suministrar métodos anticonceptivos aunque tuvieran reparos morales al respecto? Teniendo en cuenta que la misma Constitución nacional ampara al/a objetor/a (en el artículo 19, del mismo modo que la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires lo prevé en el artículo 12), la respuesta fue asombrosamente afirmativa. En su momento (y en concordancia con la encíclica Evangelium Vitae, de marzo de 1995, en la que Juan Pablo II imponía la “obligación grave y precisa de oponerse mediante la objeción de conciencia a las leyes humanas que autorizan y favorecen el aborto y la eutanasia”), el Consorcio de Médicos Católicos y la Asociación de Abogados Católicos exigieron al ministro de Salud que la reglamentación de la ley (re)afirmara explícitamente el derecho a la objeción de conciencia, habida cuenta de que “en todos estos textos el Estado juzga cuando la procreación es responsable o no. En todos se prohíbe a los médicos y al personal sanitario ejercer el derecho humano a la objeción de conciencia siguiendo la abusiva resolución de la Conferencia de la Mujer de Beijing. En todos se niega el derecho de los padres a la educación sexual de sus hijos”. Un poco antes, cuando el proyecto de ley de salud reproductiva había sido aprobado en la Cámara de Diputados, hubo un intento de incorporar la objeción de conciencia en la ley 17.132, que regula el ejercicio de la medicina, aunque finalmente quedó en la nada. A nivel nacional esos embates fueron resistidos: nada dice el texto por el cual se creó el Programa Nacional de Salud Sexual y Procreación Responsable acerca de la posibilidad de objeción. Primó, allí, un criterio similar al que Diana Maffía defendió en tiempos del debate para una publicación de la ONG Médicos del Mundo: “El derecho a la reserva de conciencia es un derecho constitucional que no tiene por qué incluirse en Salud Reproductiva. En todo caso, cualquier persona tiene derecho a hacer una objeción de conciencia pero a nivel personal y no institucional: hay muchos jefes de servicio y directores de hospitales que, por ser objetores de conciencia a título personal, obstaculizan institucionalmente las prácticas con las que no acuerdan”. Sin embargo, no puede decirse lo mismo a nivel provincial: en su artículo 4, la ley por la cual fue creado el programa de salud reproductiva en Santa Fe afirma que “reconoce el derecho a formular objeciones de conciencia por parte de los profesionales o agentes afectados al mismo”. He aquí precisamente el detalle que puede abrir un abismo: la objeción de conciencia, ¿se define a nivel institucional o se trata de una decisión individual?
En el análisis de un caso de anencefalia hipotético pero construido como modelo a partir de datos de casos reales, el Observatorio Argentino de Bioética (presidido por Florencia Luna y que forma parte del Proyecto Bioética de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales), afirma que el límite de la objeción de conciencia es “la prestación de los servicios reconocidos por el sistema de salud” y que “no puede ser ejercido en forma institucional”. Desde 2003, la ciudad de Buenos Aires cuenta con una ley que habilita adelantar el parto en caso de embarazo incompatible con la vida y dispone la validez de la objeción de conciencia al mismo tiempo que un sistema de reemplazos. Sin embargo, esa legislación obvia un detalle que el Observatorio recomienda fuertemente: la existencia de un registro de objetores de conciencia, porque “es necesario (en el caso de un embarazo incompatible con la vida) asegurar la inmediata derivación de la mujer embarazada a otro profesional del mismo servicio de salud, el cual pueda prestarle la atención médica adecuada, ya que la negativa institucional basada en razones de conciencia no es admisible”.
Para la Dra. Alicia Figueroa, integrante del Celsam, la pregunta por la objeción de conciencia no radica tanto en sus motivos como en la manera de llevar a la práctica esa no-acción. “Ningún médico debiera estar obligado a efectuar un acto médico que él suponga en daño, a pesar de que esta suposición se base en sus apreciaciones morales o religiosas. Pero por otro lado, si la práctica es legal y médicamente aceptable, este médico objetor de conciencia está en la obligación de derivar al paciente a otro profesional que sí pueda llevar a cabo el procedimiento, en lugar de tratar de disuadir al usuario con sus argumentos. Sin embargo, si fuera el único médico disponible, prevalece la necesidad del paciente.”
El debate es arduo, especialmente cuando lo que ronda a la pregunta está en el umbral de un tema clave: el aborto. Dicen algunas publicaciones que ofician de voceras (no tan) informales de los grupos provida que la imposibilidad de extender los alcances legales de la objeción de conciencia ha ido llevando, en los últimos años, a que cientos de médicos católicos (o estudiantes religiosos) opten por escabullirse de especializaciones como la ginecología y la obstetricia. Pero, mientras tanto, quienes ya se dedican a esas ramas en países que no penalizan el aborto cuentan con una extensa base en la cual ampararse. En España, donde la ley que despenaliza el aborto no incluye una cláusula de conciencia, una organización profesional destaca que, aunque en Europa la objeción de conciencia está protegida legalmente (a excepción de Suecia, donde queda bajo la decisión de cada director de hospital la posibilidad de tener en cuenta las convicciones de su personal), “es posible e incluso conveniente aducir también motivos de índole religiosa, ya que la libertad de conciencia y de religión afecta directamente la formación de la conciencia y es amparada por todas las constituciones democráticas”.
En la Argentina, curiosamente, en especial luego de la polémica por la ley de salud reproductiva (y atendiendo a que no cabe subestimar que ese argumento sea retomado a la hora de debatir la ley de educación sexual), la objeción de conciencia no suele aparecer en agenda. Sólo en dos de los siete proyectos presentados para despenalizar o legalizar el aborto fue tomada en cuenta. La diputada nacional Margarita Stolbizer (que en marzo de este año solicitó que adquiriera estado parlamentario su proyecto sobre modificación del artículo que penaliza el aborto), el diputado Rubén Giustiniani (que en 2004 propuso una “ley de despenalización del aborto para casos específicos”), Luis Zamora (en su proyecto de aborto no punible), la diputada Adriana Bortolozzi de Bogado (en su proyecto presentado en 2003 para especificar y ampliar los casos de aborto no punible) y la senadora Vilma Ibarra (un proyecto similar al de Bortolozzi de Bogado, presentado en 2003) no contemplaron en sus propuestas la posibilidad de la objeción. Sí lo hicieron, en cambio, las diputadas María José Lubertino y María Elena Barbagelatta, en sus respectivas iniciativas. En su proyecto de ley para la “interrupción voluntaria del embarazo”, Lubertino le dedica dos artículos, el 11 y el 12, para facilitar y regular el ejercicio de l@s objetor@s. “Toda persona, ya sea médico/a o personal auxiliar del Sistema de Salud, tiene derecho a ejercer su objeción de conciencia (...) Independientemente de la existencia de médicos/as y/o personal auxiliar que sean objetores/as de conciencia, el establecimiento asistencial del sistema de salud público, privado o de obras sociales deberá contar con recursos humanos y materiales suficientes para garantizar en forma permanente el ejercicio de los derechos” de la mujer. Los reemplazos del personal que objetara debían, preveía el proyecto, ser “realizados en forma inmediata y con carácter de urgente por las autoridades”, y cada agente de salud debía proclamarse al momento de integrarse a un centro de atención, que debía reportar la objeción para dar cuenta de ella en un “registro público nacional”. Las pacientes, además, debían ser informadas de esas objeciones, y la Justicia actuar en caso de que existieran “maniobras dilatorias”, “suministro de información falsa” y “reticencia para llevar a cabo el tratamiento”. Barbagelatta, por su parte, prevé en el artículo 8 del proyecto de ley de “despenalización del aborto en casos específicos” (presentado juntamente con Ariel Basteiro, Jorge Rivas, Héctor Polino, Aldo Neri, Patricia Walsh, Eduardo Di Pollina y Eduardo García) que “aquellos médico/as que manifiesten objeciones de conciencia (...) deberán hacerlo saber a las autoridades de las instituciones a las que pertenezcan. Los profesionales que no hayan expresado objeción no podrán negarse a efectuar las intervenciones”.
Desde la Coordinadora por el Derecho al Aborto y también como miembro de la Campaña Nacional por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito, Marta Rosenberg sostiene que “así como el aborto es una decisión de conciencia, un médico puede hacer una decisión de conciencia respecto de eso (siempre y cuando no comprometa la salud de la mujer, si no es una urgencia), pero no así el servicio de salud pública. Por ejemplo, un jefe de servicio no puede decir ‘en este servicio no se presta atención’, siempre tiene que haber alguien que pueda hacerlo”. “Pero, además, la objeción no puede afectar la práctica solamente en el sector público sino también en el privado, porque hay quienes objetan el diu en el servicio público, pero lo colocan, previo pago, en sus consultorios o en clínicas privadas”, y por eso también acuerda con la oportunidad de llevar un registro de objetores/as. Sin embargo, se permite una crítica sobre la validez de la objeción: “los profesionales, cuando objetan, denotan un balance muy negativo sobre el valor de la vida de las mujeres, ya no cuando corre peligro sino respecto del derecho a decidir sobre su vida, y privilegia una vida potencial y abstracta, que es la vida del embrión que puede estar en juego”.
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