Viernes, 29 de julio de 2005 | Hoy
LIBROS
En cuestión de semanas, dos novedades recogen e investigan las historias de mujeres relacionadas con la lucha armada: Buscada, la biografía que Laura Giussani hizo de Lili Massaferro, y La montonera, donde Gabriela Saidon hizo lo propio con Norma Arrostito. Qué se cuenta, cómo se cuenta, cómo contar a esas mujeres a las que la Historia, todavía, no narra.
Por Soledad Vallejos
Había mujeres en la lucha armada, sí. No es la primera vez que se dice. Había, también, mujeres que en la lucha armada tenían poder de decisión, ambición, capacidad de acción y, en ciertos casos, hasta una aplicación tal en la vida militarizada que algunos hombres resultaban sorprendidos. Las compañeras, convertidas en compañeros. Eso también se dice. Pero no mucho más, y debe ser por eso que sorprende que, con diferencia de unas semanas, hayan aparecido dos libros tan distintos y, en algún punto, tan parecidos: Buscada. Lili Massaferro: de los dorados años cincuenta a la militancia montonera (ed. Norma), de Laura Giussani, y La montonera. Biografía de Norma Arrostito (ed. Sudamericana), de Gabriela Saidon. Empecemos por lo similar: el rescate, el gesto de recuperar una parte del rompecabezas que suele quedar oculto bajo el manto de las generalidades, los relatos ajenos y en ocasiones como complemento (necesario, pero complemento al fin) de otra historia. Digamos: buscar a Massaferro no (solamente) como la enamorada abandonada por un Paco Urondo comprometido en las FAR o la compañera en el exilio de Juan Gelman, y buscar a Arrostito no (solamente) como la enamorada de Fernando Abal Medina que participó del secuestro de Aramburu. He allí el primer gesto importante a la hora de toparse con estas dos biografías que, tal vez, sean el inicio para devanar el ovillo que enlazó a las mujeres con la guerrilla. Tanto Giussani en Buscada... como Saidon en La montonera... declaran su firme voluntad de encontrar en sus biografiadas nombres, momentos, rasgos, narraciones propias en las que estuvieran actuando, pensando, viviendo. “La historia, al fin, no es más que la sucesión de infinidad de historias personales”, escribe Giussani. Pero llegar allí no es fácil. En el camino mismo van emergiendo los escollos, como ese brillante momento del testimonio que Saidon recoge de Amanda Peralta, amiga y también ex compañera de lucha de Arrostito: “No se hablaba mucho de cuestiones personales (...) Tenés que ubicar cómo se funcionaba en esa época, todo pasaba un poco por la cuestión política, trabajo, amigos, salidas. Todo”. Bucear en ese mundo, entonces, todavía hoy es esforzarse por horadar un hermetismo unificador tal que invade el recuerdo, el relato, la memoria y, aun, que protege de preguntas capaces de hacer trastrabillar (en su lógica perenne) lo que, poco a poco, va adquiriendo ribetes de incuestionable. ¿Por qué, por ejemplo, empeñarse en repetir narraciones que repiten una imagen sin resquicios? (La pasión militante como un fuego purificador, el debate ideológico en estrictos términos de estrategias.) ¿Por qué convertir la historia de la lucha armada meramente en la sucesión de afirmaciones y contraafirmaciones? La historia oficial de esa historia, a veces, desplaza la complejidad, ese territorio en el que, aún, queda todo por decir. Inclusive, una lectura de género.
Pepa
Desde los estertores de los ‘90, Giussani rescata la voz de Lili Massaferro antes de que se extinga. Ella ha pasado los 70 años, está enferma, ambas saben que morirá pronto, y sin embargo podría decirse que en esa despedida de preguntas y respuestas tiene un último gesto de resistencia: dejar que el grabador se encienda y hablar. Si el objetivo es registrar una historia que Giussani quiere leer como modélica de cincuenta años de historia argentina, afortunadamente los resultados exceden la meta, pero curiosamente en la partida hay una declaración de principios de biografiada y biógrafa que, tal vez –sólo tal vez–, permitan explicar los límites a los que, de a ratos, arriba Buscada...: “En los noventa la Argentina nos resulta por completo ajena. Un mundo sin ideas ni placer, cuyo único mandato es el trabajo y el éxito entendido como mercancía (...) ‘No sé qué le pasó a la gente (es Massaferro quien habla), en qué andan,qué piensan, creo que les ha agarrado un ataque de boludez imposible de sobrellevar’”. Desde esa distancia, desde esa incomprensión, es que se realiza la lectura del pasado. El retrato de una trayectoria política es vasto. Massaferro, niña de clase media ilustrada, alumna aplicada de un colegio de monjas, maestra normal, estudiante frustrada de Medicina (su padre no le permitió cursar, aunque ella hubiera aprobado el ingreso), ingresante feliz en Filosofía y Letras, amiga inseparable de Pirí Lugones y Julia Constenla, con las que fue descubriendo la adrenalina de extender los límites de sus vidas más allá de sus barrios: hacia la ciudad, los claustros, la política partidaria en su versión juvenil, pero también los círculos intelectuales más bien elitistas y sofisticados. La liberación de un padre ofuscado por la creciente liberalidad de su hija casi veinteañera fue, para Massaferro, el casamiento: un breve matrimonio, del cual resultaron dos niños de cuya crianza encargó, tras la separación, a cualquiera menos a ella. Lili Massaferro como una mujer que, poco a poco, fue descubriendo el significado de la emancipación gracias a los vericuetos de su vida: el matrimonio mal avenido la arrojó de lleno a una sociabilidad compulsiva en la que era reina indiscutida de cenas con Bioy, Murena, Borges, Babsy Torre Nilson y belleza codiciada por cierto mundillo rector del mundo cultural. Amantes, muchos amantes: Massaferro como una mujer liberada de los prejuicios de clase media que cifraba la respetabilidad en la pareja estable y la vida regulada por los rituales de cortesía y honorabilidad.
Y sin embargo, una ruptura se produce, un quiebre, una transformación feroz que –postula Giussani– terminó convirtiendo a Massaferro-madre doliente (por el asesinato de Manolo, su hijo mayor, en medio de un operativo guerrillero) en cuadro político: la amiga y luego mujer (al dejar al marido que había sabido darle estabilidad, el periodista Marcelo Laferrere) de Paco Urondo, la de la militante comprometida que formó parte de las FAR y transformó el dolor en lucha, para reivindicar, al apropiarla, la memoria de su hijo. “Yo –dijo durante un homenaje a su hijo– no sé nada de política pero tengo los mismos deseos que ustedes de un país mejor, aquí vengo como una madre, y como madre quiero hablarles, no se queden solos (...) nosotros vamos a estar siempre, los vamos a acompañar, porque la lucha de ustedes es la nuestra.” Claro que también hay estrategias, y están las tretas del débil de las que Pilar Calveiro hiciera un análisis minucioso en Poder y desaparición. Los campos de concentración en Argentina (ed. Colihue), uno de los dos libros que, hasta el momento, logran zafarse del molde de la épica (el otro es Ese infierno, de Munú Actis, Cristina Aldini, Liliana Gardekia, Miriam Lewin y Elisa Tokar). Es allí donde también cabe preguntarse si lo que aparece apenas páginas después no habla, en realidad, de que ese abrazo inicial (la acción como paliativo del sufrimiento maternal) dejó paso a otro hallazgo, egoísta, soberano, de una voluntad plenamente individual, el de un sentido para sí: la recriminación a Paco Urondo por haberle ocultado, durante meses, la participación en una organización. “Mirá, hijo de puta: me estuviste mintiendo hasta hoy, ocultándome la verdad, sabías que estaba desesperada, que necesitaba de los compañeros y no me dijiste nada. Si ahora se te ocurre insinuar que no tengo capacidad para militar, la patada en los huevos que te doy te la vas a acordar para toda la vida.”
Con esa afirmación, Lili Massaferro se convierte en “Pepa” (su bautismo de fuego fue realizar la seguridad para una pintada callejera), la mujer que en menos de dos años organizó la Rama Femenina del Movimiento Peronista Montonero y tendió unas redes que otras agrupaciones no habían sabido lograr. Pepa decidía, organizaba, debatía con distintas instancias de la conducción y, sin embargo, no estaba en condiciones de abordar otro poder: engañada y abandonada por Urondo, su primera reacción es francamente decimonónica. Desde un teléfono público llamó a Murena, le dijo “estoy en Independencia y San José y me quiero matar”. El la consoló esa noche, disolvió la idea suicida. Al día siguiente, Lili se reunió con su responsable en la organización y sentó el reclamo. “¡Lindo hombre nuevo estamos haciendo! ¿Para qué? ¿Para que tenga las mismas hipocresías, las mismas mañas, para que sea desleal con su compañera, no pueda dar la cara y corra detrás de la primera pendeja de piernas frescas que encuentre? (...) Si vamos a hablar de nuevos valores, de una nueva sociedad, hablemos en serio. Si no, déjenme de joder con eso de ‘compañeros’, son unos machos cobardes y traidores como cualquier pequeñoburgués.” El reclamo se resolvió de una manera sorprendente: con una suerte de decálogo de la moral revolucionaria. De ello, nada más rescata Giussani: he allí un límite, en el preciso momento en que se hubiera podido raspar la pintura de un discurso monolítico. Y es que, tal vez, haya tenido razón María Moreno cuando escribió, a propósito de la sexualidad y los militantes de la izquierda, que “nunca hubo un correlato entre la ideología y las pasiones”.
Gaby
“¿Cómo era esa chica?”, se pregunta Gabriela Saidon al promediar La montonera, mientras desliza algunos datos para ir trazando el perfil: “Se casa por primera vez a los 24 años, recorre un camino político de ‘salida’ del comunismo con su marido (...) se va abriendo otro camino por el lado del cristianismo, el nacionalismo y el peronismo, con el marxismo como telón de fondo y como continuidad, (...) apenas dos años después de haberse casado se enamora de ese chico nacionalista católico siete años más joven que ella (Fernando Abal Medina), se va a vivir con él y con él participa del nacimiento de una nueva organización que apuesta al camino de las armas”. Cómo era Norma Arrostito, entonces, es la pregunta. “Dura” y “tierna”, responde Saidon, “prolija” también, “limpia”, lectora, matera... A veces, la búsqueda queda perdida en las brumas de un retrato que quizás debe demasiado a la reproducción de archivo y hemeroteca, al tomar a pie juntillas (y reproducir) testimonios valiosísimos que, sin embargo, podrían desmenuzarse a fuerza de interpretación y confrontaciones (pero “no es el objetivo de este libro juzgar”). Norma Arrostito, “Gaby”, en el testimonio de su compañera y amiga Antonia Canizo, llevaba su militancia a los gestos mínimos: con Abal Medina, su compañero, “era más seca o más tímida” de lo que él lo era con ella, “porque con todo ese tema de la militarización se cortaba mucho la afectividad”. Hubiera, continúa Canizo, querido tener hijos, “pero el compromiso militante” pesaba más: no era posible. Años más adelante, soñó con casarse de blanco. Y aún más: si no logró un lugar aún más destacado en la conducción de Montoneros fue por una cuestión de género: “Ese techo de cristal es real, existe. En las situaciones límite una mujer llega a un grado de poder de decisión. En Gaby creo que primó la decisión del varón, de Mario (Firmenich) y de los que estaban en ese momento”, relata Canizo a Saidon.
Su cuerpo se disputaba, en términos simbólicos, como trofeo: lo fue para sus compañeros militantes (que veían en ella, arriesga Saidon en una de las pocas y fructíferas interpretaciones de La montonera, la posta para poseer el prestigio, el poder, el halo del líder muerto) que, como Firmenich y Galimberti, se esforzaron por divulgar supuestas relaciones amorosas con ella; lo fue, también, para los represores que la exhibían como joya invalorable y única en la ESMA. Fue la viuda, la guerrillera que participó de la fundación mítica y shockeante de Montoneros (el secuestro de Aramburu), la eclipsada por la clandestinidad forzada. Y, sin embargo, quién era ella todavía no queda claro, al menos no mientras se la siga reconstruyendo con esos modelos.
La pregunta podría ser: ¿cómo narrar por fuera del molde de la épica (el formato del rescate, pero también de la reivindicación) para poder construir una memoria de lo que, no casualmente, no suele formar parte de las memorias? O bien: ¿cómo plantarse para visibilizar algo que –porconflictivo, por su potencial desorganizador de categorías que (aún hoy) siguen en proceso, por su inmensa capacidad para volver todavía más complejo ese mapa que sigue incompleto– o bien desborda al modelo épico, o bien pierde todas sus aristas si se acomoda a él? Las respuestas cuestan. Y es que el conflicto aquí viste, por decirlo tangueramente, polleras: cuál era el lugar de las mujeres en la guerrilla, quiénes eran ellas, cómo la cotidianidad de las mujeres militantes en organizaciones políticas (de meta y programa totalizadores) que impregnaban la vida social e individual en toda su extensión... He allí la carga que, todavía hoy, cuesta desactivar, a tal punto que en las narraciones de la guerrilla y de la represión hay un gran vacío: el de la cotidianidad. Y es que, detrás del estatuto de la excepción, tiene que haber un más allá.
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