Vie 12.08.2005
las12

HISTORIA

Simplemente sangre

Historia Pueden actuar solas o por solidaridad, ser llamadas Angeles de la Muerte, Viudas Negras o Asesinas en Equipo y despertar los fantasmas más aterradores y fascinantes de sus sociedades. Su objeto de deseo mortal suelen ser amigos o familiares antes que ilustres anónimos; se inclinan mayormente por los métodos no agresivos como el clásico veneno, aunque últimamente también incorporaron elementos contudentes y, en el Tercer Mundo, armas de fuego. Los móviles más habituales: obtener control y lograr paladear la venganza. Aquí, una pequeña galería de asesinas célebres de la historia.

› Por Mariana Enriquez

Se dice de ellas que son cautelosas, taimadas, temibles por su cálculo silencioso. Pero las hubo feroces, más salvajes que sus colegas varones. En su libro Asesinos seriales y sus víctimas, Eric Hickey describe a las mujeres como “asesinas silenciosas”: sus estudios le han llevado a creer –y la mayoría de sus pares coincide– que a diferencia de los bombásticos varones, las mujeres asesinas son más sutiles. Las escenas estilo baño de sangre son raras y su modus operandi suele ser comida envenenada o falsos accidentes domésticos. Y a partir de este patrón, han sido clasificadas de diversas formas: la categoría más famosa es la de Viudas Negras, aquellas que en más de la mitad de los casos matan estrictamente para obtener beneficios económicos (herencias, seguros, pensiones) por la muerte repentina de sus esposos, hijos, nietos, hermanos o padres.

Ahora bien, es debatible que las Viudas Negras sean “asesinas seriales”. De acuerdo con la definición convencional, el asesino serial varón tiene un método repetitivo, mata cara a cara y de a uno, por lo general no tiene relación con su víctima, sus motivos son confusos y despliega gran brutalidad. Las diferencias entre mujeres y hombres “seriales” son claras: mientras los hombres buscan desconocidos, las mujeres prefieren matar a quienes conocen íntimamente, miembros de su familia, amigos o personas a su cuidado. Los hombres agreden físicamente con disparos, golpes, estrangulamiento o cuchilladas, mientras que las mujeres eligen métodos más indetectables y menos agresivos (según un estudio de la Universidad de Guelph, en Ontario, el 80% de las seriales todavía usan algún tipo de veneno para sus crímenes). Cuando las mujeres matan a repetición, el 75% de las veces su motivo es el beneficio económico (en el caso de los varones, el motivo suele ser sexual). Un 13% mata para obtener control y un 12% por venganza. Los hombres seriales suelen estar activos hasta un máximo de cuatro años promedio, mientras que el tiempo de acción de las mujeres se extiende entre seis y ocho años, y muchas no han sido detectadas durante tres décadas.

Las otras categorías célebres son los Angeles de la Muerte y las Asesinas en Equipo. Las primeras son quienes asesinan a personas a su cuidado, alegando piedad o, en otros casos, sencillamente cansancio. La mayoría son enfermeras. El caso más famoso ocurrió entre 1983 y 1989 cuando la enfermera Waltraud Wagner y tres cómplices asesinaron aproximadamente a trescientos pacientes del hospital Lainz, en Viena, Austria. Cuando fue atrapada, Wagner confesó que mató a la mayoría para “aliviarlos” pero, en ocasiones, “lo hacía cuando me ponían nerviosa. Por supuesto muchos se resistían, pero nosotras éramos más fuertes y decidíamos. De todos modos, eran muy ancianos”. Las Asesinas en Equipo suelen actuar en compañía de un hombre, o bajo sus órdenes. En estos casos, la regla del asesinato “gentil” se rompe por completo: cuando trabajan en equipo, las asesinas son brutales. Quizás el caso más célebre sea el dúo inglés de Myra Hindley e Ian Brady –él mató y violó a cinco menores en los años sesenta mientras Myra registraba las agonías en grabaciones, o lo ayudaba a deshacerse de sus cuerpos– o Martha Beck y su amante Ray Fernandez, que mataron al menos a doce mujeres antes de ser ejecutados en Sing Sing en 1951.

Claro, el tipo de crimen y los métodos cambian según pasa el tiempo; también son diferentes de acuerdo con las culturas y con las condiciones sociales. Un porcentaje cada vez más alto (entre 20 y 12%) usa elementos contundentes –por lo general, objetos fáciles de conseguir como cuchillos o tijeras– e incluso sus propias manos; también ha crecido el porcentaje de las que prefieren armas de fuego, especialmente en el Tercer Mundo. Algunas asesinas, sin embargo, trascienden categorías y se han convertido en personajes históricos o retorcidos iconos populares; incorporadas al folklore, a la literatura, a la cultura de los medios masivos, son verdaderamente famosas; algunos aterrorizan, otras mueven a la compasión. Pero en la primera línea, ninguna asesina es tan célebre e inquietante como la Condesa Sangrienta.

El azote de los Cárpatos

La llamaban “la alimaña de Csejthe” y su familia pertenecía a la más antigua nobleza de Hungría: el clan Báthory le dio a su tierra jueces, cardenales, obispos, caballeros y reyes, pero cayó en decadencia a mediados del siglo XVI. Erzsébet Báthory nació en 1560 y desde pequeña sufrió de convulsiones –probablemente ataques de epilepsia–; criada en los montes Cárpatos, la leyenda sostiene que fue introducida al satanismo por su tío, y a los placeres sexuales por su tía; pero lo que está claro es que a los 15 años se casó con el conde Franz Nadazdy y la pareja se mudó al castillo de Csejthe, donde Erzsébet pasaba meses e incluso años sola, aburrida, mientras su esposo cumplía con obligaciones sociales y militares. Cuando estaba tensa, cansada o temía la pérdida de su juventud y belleza, la condesa se descargaba torturando a sus jóvenes siervas. Y no carecía de inventiva. Las pinchaba, las mordía hasta hacerlas sangrar; a veces las cubría de miel y las dejaba desnudas en el patio para que fueran picadas por abejas, otras las dejaba afuera en el duro invierno húngaro hasta que se convertían en estatuas de hielo.

Pero no fue hasta la muerte de Franz –entre 1600 y 1604– que Erzsébet se atrevió a dar rienda suelta a su sadismo. Junto a sus tres asistentes personales –las terribles Dorkó, Darvulia y Jó Ilona– reclutaba jovencitas de pueblo para atraerlas al castillo, del que nunca salían vivas. La leyenda dice que Erzsebet creía en bañarse con la sangre de sus víctimas para retrasar su vejez, pero lo cierto es que comenzó a matar cuando aún no había cumplido treinta años, y además disfrutaba claramente de las espantosas escenas que tenían lugar en su enorme sótano, acondicionado como sala de torturas. La poeta Valentine Penrose escribió una hermosa y terrible biografía, La condesa sangrienta, que luego inspiraría textos a Alejandra Pizarnik, donde pueden leerse cosas como ésta: “Darvulia bajaba a los sótanos, escogía a las muchachas que le parecían mejor alimentadas y más resistentes. Con la ayuda de Dorkó, las llevaba a empellones por las escaleras y los pasadizos mal iluminados que conducían a los lavaderos donde ya se encontraba su señora, rígida en su alta silla esculpida, mientras que Jó Ilona y otras se encargaban del fuego, de las ligaduras, de los cuchillos y de las navajas de afeitar. A las dos o tres jóvenes las dejaban completamente desnudas, con el pelo suelto. Eran hermosas y siempre tenían menos de dieciocho años, a veces doce; Darvulia quería que fuesen muy jóvenes, pues sabía que si habían conocido el amor el buen espíritu de su sangre estaba perdido. Dorkó les ataba los brazos muy fuerte y se turnaba con Jó Ilona para azotarlas con una varita de fresno verde que dejaba horribles surcos. A veces, seguía la propia Condesa. Cuando la muchacha no era sino una llaga tumefacta, Dorkó tomaba una navaja de afeitar y hacía incisiones aquí y allá. La sangre brotaba de todas partes, las mangas de Erzsébet Báthory se teñían de ese diluvio. Pronto tenía que cambiarse el vestido, hasta tal punto estaba cubierta de sangre. La bóveda y las paredes chorreaban. Cuando la joven, por fin, estaba próxima a morir, Dorkó, con unas tijeras, le abría las venas de los brazos de los que fluía la última sangre de su cuerpo. Algunos días, cuando la Condesa estaba harta de sus gritos, mandaba que les cosieran la boca para dejar de oírlas”.

En otras ocasiones, la condesa ordenaba que las chicas se cortaran partes del cuerpo, y luego las obligaba a comerlas; les arrancaba los senos, les quemaba la vagina con velas, y hasta les arrancaba grandes trozos de piel con los dientes. En una escalada de sofisticación, cuando ya tenía más de cuarenta años, se hizo traer de Alemania un juguete especial, la “doncella de hierro”. Escribe Penrose: “A este ídolo lo instalaron en la sala subterránea del castillo de Csejthe. Cuando no se usaba, reposaba en un arca de roble esculpido, cuidadosamente encerrado con llave en su féretro. Junto al arca, había clavado un pesado pedestal, sobre el que se podía erguir sólidamente la extraña dama de hierro hueco, pintada de color carne. Estaba completamente desnuda, maquillada como una mujer hermosa, adornada con motivos a un tiempo realistas y ambiguos. Un mecanismo hacía que se le abriera la boca con una sonrisa bobalicona y cruel, enseñando dientes humanos, y que moviera los ojos. Por la espalda, cayéndole casi hasta el suelo, se extendía una cabellera de muchacha. Un collar de piedras preciosas incrustadas le caía por el pecho. Precisamente tocando una de esas piedras era como se ponía todo en movimiento. Del interior salía el enorme y siniestro ruido del mecanismo. Entonces los brazos empezaban a levantarse y, pronto, su abrazo se cerraba bruscamente sobre lo que se hallara a su alcance, sin que nadie pudiera romperlo. Dos grandes planchas rectangulares se deslizaban a izquierda y derecha y, en el lugar de los senos maquillados, el pecho se abría dejando salir lentamente cinco puñales acerados que atravesaban sabiamente a la abrazada, con la cabeza echada hacia atrás y la larga cabellera suelta como la de la criatura de hierro. Apretando otra piedra del collar, los brazos caían, la sonrisa se apagaba, los ojos se cerraban de golpe, como si el sueño se hubiera abatido sobre ella. Se dice que la sangre de las muchachas apuñaladas corría entonces por un canalillo que iba a una especie de bañera situada en la parte de abajo y que se mantenía caliente. Es más probable que la recogieran y la vertieran sobre la condesa, sentada en el sillón permanentemente instalado en la sala subterránea”.

La condesa no tenía miedo: su apellido la protegía. Pero en 1609, las cosas se le fueron de las manos. Llevó al castillo a hijas de nobles menores, ya no a simples campesinas; esto llamó la atención de las autoridades. Las quejas de los nobles, que nunca más vieron a sus hijas y sabían de la fama de Erzsébet, llegaron a oídos del rey Matías, que le encargó una investigación al Palatino Thurzó. En diciembre de 1610, Thurzó se presentó sin avisar en el castillo y encontró a la condesa en mitad de una sesión de torturas... además de los delatores cadáveres arrojados aquí y allá por los pasillos.

La cuenta final de víctimas nunca fue establecida del todo: algunos investigadores hablan de trescientas, otros de seiscientas cincuenta. Las cómplices de la condesa fueron sentenciadas a muerte, pero a una Báthory no se le podía imponer semejante destino: Erzsébet fue condenada a pasar sus últimos días encerrada de por vida en una habitación del castillo. Las puertas y ventanas de su celda domiciliaria fueron tapiadas, y sólo se dejaron pequeñas ranuras para dejar pasar el aire y una bandeja de comida. Sin embargo, la condesa sobrevivió en estas condiciones durante más de tres años, hasta que fue encontrada muerta el 21 de agosto de 1614.

Arsénico en el este

Varios siglos después de la condesa Bá- thory, Hungría volvió a ser el hogar de asesinas célebres. A mediados de 1920, el distrito de Nagyrev fue señalado como capital del crimen europeo, con más de cincuenta mujeres usando arsénico para deshacerse de parientes, esposos y conocidos molestos. Todavía se desconoce cuántos asesinatos se cometieron, pero se estiman unas trescientas víctimas. Todo comenzó durante la Primera Guerra Mundial, cuando los hombres de Nagyrev fueron reclutados para pelear por el Imperio Austro-Húngaro. Al mismo tiempo, el pueblo rural se usaba como emplazamiento de campamentos para prisioneros de guerra aliados. Pronto, las mujeres solas de Nagyrev tomaron a los extranjeros como amantes. Cuando sus maridos volvieron a casa, no fue una buena noticia. Para colmo, los soldados retornaron con pretensiones, afán de dominio y habituales maltratos. Ellas recurrieron a Julia Fazekas, la comadrona del pueblo –entre 1911 y 1921 Julia había estado detenida diez veces por realizar abortos ilegales, pero fue liberada–; ella les suministró a sus clientas arsénico (obtenido con un método casero). El primo de Fazekas era el empleado encargado de redactar los certificados de defunción y de esta manera impedían cualquier investigación.

La primera víctima conocida fue Peter Hedegus en 1914. Pero las mujeres recién fueron llevadas a juicio en 1929, cuando un profesor de música acusó a la señora Ladislaus Szabo de servirle vino envenenado. Un lavaje de estómago le salvó la vida, y la policía estaba investigando cuando apareció una segunda víctima de envenenamiento que también acusó a Szabo. Detenida, Szabo nombró a Fazekas. Y todo explotó: treinta y ocho mujeres fueron detenidas como sospechosas. Cuando la policía se decidió a allanar la casa de Fazekas, la encontraron muerta: se había suicidado con su propio arsénico casero.

Ocho de las detenidas fueron sentenciadas a muerte, siete a prisión perpetua y el resto tuvo condenas variadas. Entre las más célebres se encontraban Lydia Olah, una septuagenaria; Maria Kardos, que asesinó a su esposo, su amante y su hijo de veintitrés años; Rose Hoyba, que confesó haber matado a su marido por “aburrido”; Lydia Csery, que mató a sus padres; Maria Varga, que asesinó a su esposo (héroe de guerra ciego) cuando se quejó porque ella traía demasiados amantes a casa; Juliena Lipke, que contó entre sus víctimas a su madrastra, su tía, su hermano, su cuñada y su esposo (envenenado en Navidad), y, finalmente, Maria Szendi, que le dijo al tribunal: “Maté a mi marido porque él siempre quería tener el control. Es terrible la forma en que los hombres siempre quieren todo el poder”.

Julia no fue la única mujer del Este de Europa que “ayudó” a eliminar maridos y parientes molestos. Durante treinta años, hasta su arresto en 1909, las mujeres de Samara, Rusia, contaron con los servicios de Madame Popova, célebre envenenadora que detestaba la forma en que las campesinas eran maltratadas por sus brutales esposos. Cobraba poco o nada por sus venenos, y muchas veces hacía ella misma el trabajo. Una clienta arrepentida la denunció y Madame confesó: “Liberé a más de trescientas mujeres e hice un gran trabajo alejando esposas infelices de sus tiranos”. Fue ejecutada por un pelotón de fusilamiento. En su defensa alegó: “Nunca maté a una mujer”.

La mayor de la familia

Aunque quizá sus compañeras estuvieron igual o más involucradas en los crímenes planeados por Charles Manson, Susan Atkins siempre será la más famosa de las asesinas de la Familia, sólo porque ella apuñaló a Sharon Tate, esposa de Roman Polanski, entonces embarazada de más de ocho meses.

Susan nació en 1948 en California, hija de padres alcohólicos y violentos. Su madre murió cuando tenía quince años, y poco después escapó de casa de los tíos que se ofrecieron a cuidarla cuando su padre la abandonó. Era una adolescente hermosa en San Francisco, que se mantenía bailando desnuda en clubes y vendiendo narcóticos. Conoció a Charles Manson en una comunidad hippie, y él rápidamente la sedujo. Más tarde, Susan confesó que creía firmemente en que Manson era Jesús. Accedió a mudarse con él al Spahn Movie Ranch en el Valle de San Fernando, unos estudios de cine abandonados en el desierto, donde en épocas pasadas se rodaban westerns. Allí vivía el resto de la “familia”, en comunidad. En 1968, Susan tuvo un hijo de Manson, y lo llamó Zezozose Zadfrack Glutz; a esta altura, a ella se la conocía por el nombre de Sadie Mae Glutz.

Incidentalmente, fue Susan la que llevó a la policía hasta su “familia”. Había sido detenida por robo de autos poco después de los crímenes, y en prisión los contó con lujo de detalles. Una de sus compañeras la denunció, y la fiscalía le ofreció inmunidad a Susan si cooperaba. Accedió, y se presentó ante los jueces. Allí describió cómo Charles Manson le había indicado a ella y tres compañeros (Charles “Tex” Watson, Patricia Krenwinkel y Linda Kasabian) cómo llegar a la casa de Polanski y Tate, en Los Angeles. “Maten a todos”, les dijo. El motivo era incitar una guerra racial que se llamaría “Helter Skelter”, como una canción de Los Beatles que según Manson contenía las instrucciones sobre esta guerra. Susan confesó que no tenía idea de quiénes eran sus víctimas, ni le importaba. Su testimonio no provocó la simpatía que buscaba la fiscalía. Cuando le pidieron que identificara el cadáver de Steven Parent, un potencial testigo asesinado porque se encontraba en un auto frente a la mansión de Polanski, dijo: “Sí, esa era la cosa que vi en el coche”. Más tarde, cuando describió la muerte de Sharon Tate, contó que la actriz le había rogado por su vida y la de su hijo, y Susan le contestó: “Mirá, perra, no voy a tener piedad con vos. Vas a morir, mejor que te acostumbres”. De acuerdo con su testimonio, apuñaló a Tate porque “estaba harta de escucharla gritar”. Tampoco demostró emoción alguna cuando explicó que había usado una toalla empapada en la sangre de Tate para escribir PIG (“Cerdo”) en las paredes.

Sharon Tate, sus tres invitados y el joven testigo fueron asesinados la noche del 9 de agosto de 1969; la noche siguiente, otros miembros de la familia entraron a la mansión de Leno y Rosemary LaBianca, un exitoso matrimonio de comerciantes, y los asesinaron. Susan no estuvo presente en este segundo crimen. El juicio, uno de los eventos mediáticos del siglo, comenzó en 1970. Susan fue sentenciada a muerte, pero poco después su pena fue reducida a cadena perpetua cuando se derogó la pena capital en el estado de California. Tenía solo 21 años. Cuatro años más tarde se hizo cristiana en el penal; estudió arte, se casó con un abogado y pidió la libertad condicional, sin éxito, un total de once veces. En los últimos años ha cambiado su testimonio y asegura que estuvo presente en la escena del crimen, pero no asesinó a nadie. Recién podrá volver a solicitar la libertad condicional en el 2009.

Monstruo

El caso de Aileen Wuornos impactó y obsesionó a los norteamericanos al punto de que su juicio se convirtió en uno de los programas con mayor rating, el director Nick Broomfield realizó dos documentales, la televisión produjo una película y la versión cinematográfica de su historia le valió un Oscar a Charlize Theron. Sin embargo, tanta exposición no pudo conseguir lo que Aileen más necesitaba: compasión. Fue ejecutada en 2002 con inyección letal (ella prefirió este método por sobre la silla eléctrica) en Florida, a los 46 años.

La historia de Aileen es conmovedora y dolorosa: nació en Michigan en 1956 y su padre era un pedófilo que se suicidó en prisión poco después del nacimiento de su hija, acusado de abusar sexualmente de varios chicos. Su madre abandonó a Aileen y a su hermano Keith, dejándolos al cuidado de sus abuelos, Lauri y Britta Wuornos. Más tarde, Aileen contaría que su abuelo abusó de ella cuando era niña, que su abuela alcohólica la golpeaba; también sostuvo que su hermano la violaba con frecuencia. A los 14 años quedó embarazada y dio al niño en adopción; poco después escapó del infierno doméstico y viajó por todo el país. Se prostituía para obtener dinero, y durante los años 70 y 80 fue detenida varias veces por manejar alcoholizada y robar en negocios. Su primera víctima fue un hombre llamado Richard Mallory, en noviembre de 1989. Aileen lo levantó en la calle, él la llevó hasta un bosque en el auto e intentó violarla. Ella le disparó. Hasta que fue detenida en 1991, Aileen asesinó a seis hombres más, siempre a tiros; ella alegó que en cada caso actuó en defensa propia. “Tenía que matarlos, esos bastardos iban a lastimarme”, dijo. De hecho, en 1992 se supo que la primera víctima, Mallory, había estado diez años preso por violación. Pero eso no ayudó a Aileen. La encontraron culpable en enero de ese mismo año: cuando escuchó el veredicto, gritó: “¡Soy inocente! ¡Fui violada! ¡Ojalá los violaran a ustedes!”

Después de recibir la sentencia, Aileen les dijo a los periodistas que quería una resolución rápida. En 2001 empezó a pelear para ser ejecutada lo antes posible. Le pidió permiso a la Suprema Corte de Florida para despedir a su abogado y detener todas las apelaciones. “Odio la vida humana y voy a matar otra vez”, les dijo. Sus últimas palabras fueron: “Me gustaría decir que estoy navegando con la roca y estaré de vuelta como el Día de la Independencia con Jesús, como en la película, gran maternidad y todo. Volveré”.

¿Asesina?

En Estados Unidos es muy popular una canción infantil folklórica que dice: “Lizzie Borden tomó un hacha/ Y le dio a su madre cuarenta hachazos/ Y cuando vio lo que había hecho/ Le dio cuarenta y un hachazos a su padre”. La rima es errónea tanto en la presunción de culpabilidad como en el número de hachazos (fueron diecinueve y diez respectivamente); pero demuestra que, en la imaginación popular de los habitantes de Nueva Inglaterra, Lizzie Borden mató a su padre y a su madrastra. Los crímenes ocurrieron en agosto de 1892, y había bastante evidencia en contra de Lizzie: ella misma confesó que no quería nada a su madrastra, un farmacéutico declaró que había intentado comprar ácido el día del crimen, su mejor amiga la vio quemando un vestido manchado de sangre, y la investigación forense concluyó que la madrastra había sido asesinada una hora y media antes que el padre; de esta forma, el asesino debía haber estado dentro de la casa.

Pero, durante el juicio, los fiscales tuvieron el mal gusto de mostrar como evidencia las calaveras en descomposición de los asesinados; Lizzie se desmayó, el jurado se conmovió y la declaró inocente después de solo una hora de deliberación. Después del juicio, Lizzie y su hermano repartieron la cuantiosa herencia –el padre era banquero– y se compraron dos mansiones. Todos en Nueva Inglaterra la creían culpable, y vivía en un ostracismo virtual. Quizá por eso le dejó su dinero a una Sociedad Protectora de Animales y a los amigos y sirvientes que le fueron fieles hasta el final. Hasta hoy, el crimen de los padres de Lizzie Borden no ha sido resuelto.

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