DEBATES
› Por Soledad Vallejos
A veces, es necesario atender otra perspectiva y escuchar las palabras que vienen de otro lado, uno habitualmente sumido en el silencio más opaco (o bien en un discurso que, de tan cristalizado, ni siquiera hace ruido). Desde allí, a través de una fisura que puede permitir hallazgos, llega lo siguiente: “Los obstetras tienen la recompensa del legítimo orgullo de contribuir a ‘dar’ a la madre un niño saludable, sobre todo si la vida de éste ha corrido un riesgo considerable durante el proceso del embarazo y el parto”. Se trata de una “sensación de poder y gratificación psicológica” que circula por dos carriles, se alimenta de la misión de tener dos objetos de cuidado y ampara una conducta conocida. “La vida diaria del obstetra está tan dedicada a la salud y la vida del feto como a las de la madre. Desde la primera visita prenatal, su atención se concentra en verificar la normalidad del desarrollo fetal y asegurar la salud y el bienestar de la madre en potencia mientras ésta atraviesa los cambios corporales producidos por el embarazo. (...) Es necesario entender esta subcultura de la práctica obstétrica para advertir lo traumática que puede ser la idea del aborto para este profesional.” Quienes eso dicen son los chilenos Aníbal Faúndes y José Barzelatto, médico obstetra enrolado actualmente en entidades internacionales que trabajan en salud reproductiva, ginecología y obstetricia, y especialista en planificación de políticas sociales y de salud respectivamente, que se tomaron el trabajo de escribir a cuatro manos El drama del aborto. En busca de un consenso (Tercer Mundo Editores), un volumen cuya mayor virtud no es tanto la vocación –quizá demasiado ambiciosa– de decirlo todo (en términos casi enciclopedistas: un compendio cuya dispersión puede atentar contra la contundencia, pero también un útil libro de consulta) como la certeza de señalar intersticios que permitan pensar aspectos poco visitados cuando se habla de aborto.
Y es que, médicos ellos mismos, Faúndes y Barzelatto arrojan luz allí donde otros discursos del propio saber médico y otros campos no se animan a poner palabras. Dicen: el obstetra, antes que con la madre, sostiene una relación con el feto; de allí que la oposición de est@s especialistas a la interrupción del embarazo sea generalmente férrea y monolítica. Y en este movimiento de señalar con franqueza lo evidente (quién querría promover aquello que lo dejara sin objeto posible, sin meta, sin una de sus relaciones cotidianas con el mundo), están diciendo otra cosa: no es el juramento hipocrático, la voluntad anónima y altruista de ayudar desde un saber (institucionalizado, regulado y regulador) lo que prima en ciertas ramas de la salud, sino la voluntad personal a la que subyace, inevitablemente, un juicio moral individual. Que los médicos son, sencillamente, personas. Dicen, también: si los obstetras y ginecólogos, en términos generales, no ven con tan malos ojos que las mujeres recurran a métodos farmacológicos para interrumpir un embarazo es porque con eso “eliminan el acto físico de extracción del embrión o feto del útero materno. Aunque el objetivo y el resultado final son los mismos, para el médico siempre es más fácil aceptar y aprobar la decisión de la mujer cuando no debe intervenir directamente en la acción que es su consecuencia. (...) Esa distancia representa una diferencia psicológica muy importante”. Por allí va una de las claves: la moral y la sensibilidad, aunque el costo sea prevalecer sobre la voluntad de la mujer que ha recurrido, recurre o piensa en recurrir a la interrupción del embarazo. (Y, sin embargo, “alarmados e impresionados por las graves consecuencias del aborto inseguro sobre la salud de la mujer, la primera reacción de muchos médicos es de condena y no de comprensión”).
Si el aborto puede ser visto como “drama”, es porque sus resonancias (fundamentalmente en países donde es lo clandestino, lo marginal, aun cuando, como en el caso de Argentina, lentamente se vaya debatiendo conmás consecuencias efectistas que efectivas) todavía despiertan un reguero de incertezas y resquemores que poc@s se atreven a enfrentar. Digamos, ¿quién le pone el cascabel al gato, cuando están en juego mucho más que discursos moralistas? Lo habíamos sospechado ya hace unos meses, cuando a la entrevista con Angel Bertuzzi –el médico rosarino que hace más de 40 años vive exclusivamente de practicar abortos– sobrevino un silencio glacial. Pero una cosa es la oscura sospecha que pueda albergar una periodista cualquiera, y otra, muy distinta, la rotunda afirmación de dos médicos que se han dedicado sistemáticamente a pensar, debatir y acordar sobre interrupción del embarazo desde sus lugares institucionales. Cuando el juicio bien intencionado se cruza con el camino del dinero, las cosas toman otro color. Afirman Faúndes y Barzelatto: “La mayoría de los profesionales que realizan abortos ilegales están motivados por la ganancia, y de ese modo logran enriquecerse, pero suelen ser excluidos de los círculos de elite del mundo médico. Se los considera corrompidos por el dinero que ganan”, pero “irónicamente, los abortos cuentan con la protección de saber que sus servicios serán requeridos en cualquier momento”. Ese por las dudas, esa posibilidad (no remota) de que el mundo privado de quien públicamente se opone a la práctica del aborto se vea acechado por la existencia de un embarazo no deseado, es garantía de subsistencia del circuito clandestino: la doble moral, en criollo, habida cuenta de los estudios y casos que ponen sobre el tapete que “nuestra (de los médicos) capacidad de reaccionar favorablemente ante una mujer que busca abortar aumenta progresivamente mientras más cerca de nosotros está el problema”.
Si hay una especificidad, dicen Faúndes y Barzelotto, si hay un lugar que también es preciso revisar (y hablar, y observar, y consensuar) a la hora del debate, decimos aquí, es la de los médicos, pero no como institución hermética y alejada de sinuosidades, sino todo lo contrario: como un territorio marcado por resquicios que pueden ser decisivos. “La cuestión fundamental es que la perspectiva del ginecólogo y obstetra es diferente y singular, al menos por dos razones. En primer lugar, porque su motivación profesional y rutina diaria consisten, en parte, en proteger al feto; en segundo lugar, porque son quienes deben llevar a cabo los abortos, con todas sus implicaciones legales, sociales y psicológicas”.
Esa presunción de que, ante el aborto, las implicaciones legales, sociales y psicológicas pesan sobre el profesional (¿dónde quedan las mujeres?) es, sí, lo que nos alarma, pero también la sinceridad que no suele encontrarse.
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