NOTA DE TAPA
La enfermera (ellas son abrumadora mayoría) es el vértice que une al paciente (doliente) con el médico (adviértase el “el”), el tramo necesario entre quien dicta el veredicto y el camino a seguir y quien se atiene a las consecuencias. Ellas tocan, cambian, controlan, escuchan, traducen. Cuidan. Pero su oficio está devaluado (como cualquiera asociado al cuidado de otros) y son depositarias de todo tipo de mitos. Con ustedes, cuatro enfermeras, cuatro hospitales.
› Por Soledad Vallejos
Dice el Diccionario de la Real Academia: “profesión y titulación de la persona que se dedica a cuidados y atención de enfermos y heridos, así como a otras tareas sanitarias, siguiendo pautas clínicas”. Las estimaciones dicen que son alrededor de dos millones en todo el mundo; dos por cada 10 mil habitantes en Latinoamérica; 8 por cada 10 mil habitantes en Argentina. Así y todo, las organizaciones internacionales dedicadas a la salud vienen sosteniendo, desde hace años, que en el planeta hay menos personas dedicadas a la enfermería de las que realmente se necesitan. Sin ninguna corrección política (que tampoco la queremos, pero no importa), dicen las estadísticas también que se trata de enfermeros y no de enfermeras, tal vez no tanto por vocación de imprimir un género justicieramente neutro como por esa costumbre de dejarse arrastrar por la inercia y replicar ciertas operaciones por intuición. Y es que a veces el sesgo de la lectura puede terminar por convertir las afirmaciones en el arraigo de una (in)visibilidad: mucho más allá de las vocaciones, las decisiones individuales y las palabras propias, hay todo un universo (bio)político del que, de tanto en tanto, se desprenden cascarillas para otras lecturas.
En el inicio, fueron las disecciones de Andreas Vesalio, los teatros anatómicos con sus funciones (no en continuado) de cuerpos violentados por una mirada (por algo filoso, en realidad, y manos, y curiosidad, y desacralización, y dudosos límites morales sobre la conveniencia de convertir en protagonista del show a tal o cual finado) hambrienta de respuestas. En ese comienzo, ¿curiosamente?, no existía el papel de la enfermería: todo lo era la incipiente medicina misma. Faltaron años, siglos, para que la profesionalización y la construcción de un espíritu de cuerpo (modernidad institucional mediante) fueran dando forma a esto que conocemos hoy: una disciplina que se supone específica, singular, pero que no suele ser referida sino en relación con su supuesto eje de rotación; algo así como un mundo que existe pero no en sí mismo, y que además hace de la opacidad virtud. División de aguas, división de géneros: el mundo de la enfermería, históricamente, ha sido conformado siguiendo los trazos del mundo exterior que lo contiene, pero a fuerza de impulsos inesperados. La historia de la enfermería, digamos, es eminentemente femenina, y como tal también ha quedado asociada al lugar del auxilio: el cuidado cercano, la asistencia no tanto racionalista como relativamente individualizada, la mediación entre la abstracción de un terreno profesionalizado hasta en los más mínimos detalles (la frialdad de la medicina) y la vulnerabilidad de quien se sabe entregado a una voluntad ajena (el paciente). La enfermera viene a ubicarse en ese lugar de escucha y contención, inclusive (o principalmente) desde los discursos estatales e institucionales.
Cecilia Grierson, la primera mujer en egresar de la carrera de Medicina en Argentina y también la primera en hacer prácticas de hospital a la par de los hombres, fue quien convirtió la tosudez en institución. A fines del siglo XIX, en plena conformación del higienismo local, fundó la primera Escuela de Enfermeras del país (inspirada, notablemente, en las escuelas samaritanas), que fue oficializada recién unos cuantos años después por Emilio Coni. Mientras se agitaba la bandera de la imprescindible higiene social para lograr un país libre de los vicios y las enfermedades que ya se veían en los centros industrializados (y que la elite local temía importar junto con los trabajadores europeos), las (y no los) aspirantes a egresar como enfermeras eran instruidas en aquellas materias más caras a las necesidades nacionales: la puericultura, los primeros auxilios y el cuidado personal de los pacientes. Con los años, Grierson fundaría más escuelas de enfermeras, las dirigiría y perfeccionaría, a falta de haber podido ocupar el lugar que deseaba: una cátedra en la universidad, una titularidad en un hospital. Dijo poco antes de morir: “Entre las muchas contrariedades sufridas en mi vida, debo aclarar que siendo médica diplomada intenté inútilmente ingresar al profesorado de la facultad. Pero no era posible que se le ofreciera a la mujer que tuvo la audacia de obtener el título de médica cirujana la oportunidad de ser jefa de sala, directora de hospital o profesora de universidad”. Para Grierson, digamos, refugiarse en la construcción de una enfermería profesionalizada fue ante todo una treta del débil. Mal no le salió.
“La enfermera, equivalente femenino del ‘trabajador industrial’, símbolo del trabajo fuera del hogar y figura emblemática de la Fundación Eva Perón, encarnaba las virtudes del altruismo y la abnegación asociadas con la tarea de asistencia y curación de los enfermos bajo la guía espiritual de Eva.” Eso analiza Marcela Gené en el apasionante Un mundo feliz. Imágenes de los trabajadores en el primer peronismo (ed. Fondo de Cultura Económica), un volumen en el que, además, se rescata la importancia que la visibilidad de las enfermeras (al igual que las maestras) tenía para el diseño del Estado corporativista peronista. Las militantes más convencidas de la Fundación Eva Perón habían sido convenientemente reclutadas en la Escuela de Enfermería (que, de hecho, fue incorporada oficialmente a la Fundación en 1948); ellas (uniforme, caritas de guerreras, cientos convertidas en una sola mujer) participaban activamente de los desfiles oficiales: encarnaban la evidencia de un Estado que modernizaba la salud pública al tiempo que incorporaba sectores antes ajenos a los beneficios de la inclusión social. Gené, por caso, rescata Canto de fe, un film que Alberto Wehner rodó en 1951 en el policlínico Juan Perón, cuyo personaje protagónico es una enfermera que habla de su trabajo “exaltando la dimensión del sacrificio y la abnegación”. Otra película, Su obra de amor (Carlos Borcosque, 1953), enseña al gran público las rutinas de los cursos de capacitación en la Escuela, las coreografías de los guardapolvos blancos asistiendo a pobres en las provincias... La maestra y la enfermera, dice Gené, son “mediaciones de la madre, por un lado, actuando como eslabón intermedio de una cadena que culmina en Eva”. Enfermera-novicia, enfermera-soldado: sacrificio y espíritu de cuerpo.
Modernidad obliga, Internet tiene espacio y tiempo para todo, hasta para un blog (una página personal) que la enfermera argentina Cynthia Alvarado supuestamente escribe para el sitio de BBC Mundo (www.news.bbc.co.uk) narrando la cotidianidad de su vida familiar y su trabajo en un “hospice” (?) de la zona norte del Gran Buenos Aires. Abnegación, esmerada abnegación derrocha la bitácora: “¡Qué fuerte sensación! ¡Qué intenso ese clima que nos hace tan prójimos en algunos momentos! Creo que en ese silencio los dos sentimos que estábamos en los umbrales del misterio”. Y el círculo se cierra para volver a clausurar los discursos, opacar los terrenos, despejar de la mirada el campo. Y, sin embargo, recomendó hace un par de años, cuando vino al país, la presidenta del Consejo Internacional de Enfermeras, Christine Hancock: el decálogo de la buena enfermera dicta que es preciso tener “mucha comprensión, habilidades técnicas y una buena educación, sobre todo en el manejo del dolor”. Fácil, ¿no?
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