ADRIANA AGüERO. HOSPITAL GARRAHAN.
› Por Roxana Sandá
Martes 16 de agosto, siete de la tarde. La asamblea de trabajadores del Garrahan es un hervidero de gritos y brazos en fuga. Nadie permanece demasiado en el mismo sitio y hay quienes hacen que caminan en círculo, como si en ese acto aceleraran el paso del tiempo. Una mujer llora en silencio, a un costado de sus compañeros, amparada en un tissue que le esconde la lágrima. “Hace un tiempo que me banco cada vez menos ver o escuchar llorar, por eso malcrío tanto a mis nietos. Mis hijas me retan, me dicen que no les dé todos los gustos porque eso a la larga los perjudica a ellos, pero qué querés que te diga, ya no quiero escuchar llorar a nadie”, explica la enfermera Adriana Agüero, especializada en oncología infantil, 45 años, cuatro hijos, tres nietos y doce años trabajando en una de las áreas más crudas del hospital.
A este paro al que todos le ponen números como si en ese acto de vocear el día a día de miles de niños y trabajadores se legitimara la verdad, Adriana lo define “la gota que rebasó una sordera institucional de años. Los trabajadores hicimos montones de abrazos al hospital, sueltas de globos, presentaciones en la Justicia, en la Defensoría del Pueblo, convocatorias a artistas y payasos, una cantidad de cosas que a nadie le importaron. Y en medio de todo eso las enfermeras no dábamos abasto frente a una demanda constante, sobrecargadas en horas, con cuadros infantiles cada vez más complejos y jefes que sólo sirven para hacer papeles o para aplastarnos”.
No es fácil correrla del microclima que se vive hace semanas, salvo cuando algunos padres se acercan a saludarla y descubren un resquicio de agradecimiento en esos ojos que, advierte, están para controlar y cuidar “que a ningún pibe o piba de la sala le pase nada”.
Fatalidad cada vez más probable en un universo de chicos que llegan a oncología “con una patología de base acompañada de las enfermedades de la miseria y la desnutrición. Esos cuerpos no están en condiciones de recibir medicación oncológica o quimioterapia, entonces las enfermeras del sector que quince años atrás sólo debíamos aplicar la medicación, ahora tenemos que compensar, nutrir y además atender las necesidades del resto de la familia”, padres, madres y abuelos o tíos con las mismas carencias. “Además el médico jefe de la sala se va a las cuatro de la tarde y no vuelve hasta las ocho de la mañana del día siguiente: obviamente, ante los ojos del grupo familiar las depositarias de todas las angustias y las responsables de lo que pueda suceder con esos niños somos nosotras.”
“Ni por todo el oro del mundo”, dice cuando se le pregunta si no sería mejor para su salud mental cambiar de área. “Los años no vienen solos. Y quiebra el alma, por supuesto, el llanto de los chicos cuando les aplicás medicación oncológica, que es invasiva. Me cargo de angustia, sí, pero mi experiencia es mi valor más preciado.”
¿Qué significa hoy ser enfermera del Garrahan?
–La mayor parte de los 700 enfermeros que trabajan en el hospital son mujeres sostenes de hogar, jefas de familia con más de dos hijos, y no siempre tienen un compañero al lado. Padecen una sobrecarga laboral de siete o más horas de trabajo diarias –los hospitales de la ciudad cumplen jornadas de seis horas–, no van a un médico porque pierden los cien pesos del presentismo y la lista de las que están con licencia psiquiátrica, por estrés, problemas de corazón o ACB es extensa. En el caso de oncología, deberíamos tener vacaciones profilácticas, chequeos médicos periódicos por los efectos adversos de la quimioterapia que aplicamos y el cobro de un plus por cada aplicación de quimio. Recibimos la demanda constante de los familiares de los pacientes, y en cierto modo somos formadoras de médicos residentes de guardia asustados. No se puede desproteger tanto a los trabajadores en un lugar donde siempre se priorizó la atención sanitaria.
Imposible correrla “del conflicto” porque, vamos, el hospital es su vida. Si habla de las veces que dejó a sus hijos con fiebre por ir a trabajar, de los pacientes oncológicos (niños y adolescentes) que hace 5, 7, 9 años que reciben el tratamiento de sus manos, de la hija próxima a parir diciéndole “mamá, te vi por televisión. Seguí adelante, nosotros te apoyamos”; de las veces que se encierra en su habitación a llorar el llanto ajeno. “Ojalá alguien pueda entender que esto va más allá de recomposiciones salariales y vislumbre que en la medida de fuerza se protesta por una misma, por el futuro de nuestros hijos, por los trabajadores y por tanta bronca contenida. Fueron muchos años de indiferencia.”
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