NOTA DE TAPA
Con una acústica de lujo suelen escucharse los conflictos sociales dentro de las aulas. Y son los oídos de maestras y profesores –no es casual la elección de género para estas palabras: 90 por ciento de ellas en educación media y primaria, 70 por ciento de ellos en universitaria– los que soportan ese chirrido. Mientras se sigue discutiendo la ley de financiamiento educativo y los paros vacían las aulas alternativamente en distintos niveles y puntos geográficos del país, las docentes hablan de sus dificultades y también de sus expectativas.
› Por Roxana Sandá
Lógica de la perversión, le dicen algunas docentes: en la agenda política de la educación se está instalando el esmero por la inclusión total de la matrícula de alumnos, con las implicancias de una presencia tan o más sostenida de maestras/os que la histórica en la Argentina. A un tiempo (al mismo tiempo) la docente Marina Schifrin sigue intentando que la condena por participar en un corte de ruta en defensa de la escuela pública, dictada en septiembre de 2001 por el juez federal Leónidas Moldes (de Bariloche), no siente una jurisprudencia peligrosa. Al sur del sur, las/os docentes de Tierra del Fuego mantienen desde hace poco más de un mes la carpa de la dignidad “en defensa de la escuela pública no sólo en lo salarial sino también de las condiciones en las que aprende un niño, en las que el docente puede desempeñarse con libertad y reclamando un salario digno”, dice el dirigente del sindicato que nuclea a los maestros fueguinos, Horacio Catena.
Sería de buena leche preguntarse, entonces, cómo se desplazan las docentes argentinas –más de un 90 por ciento de mujeres en ese rol– en un país con desproporciones como las del Chaco, con un 8 por ciento de chicos analfabetos; o el 6 por ciento de Formosa y Santiago del Estero; o aun el 6,5 por ciento de analfabetismo que recorre Corrientes y Misiones. Algunos presupuestos podrían revelar acaso lo que Juan Carlos Tedesco, director del Instituto Internacional de Planeamiento de la Educación de la Unesco, describe como “el desastre educativo de estos años”: mientras que el gasto educativo anual por alumno en la ciudad de Buenos Aires es de 1371 pesos, en Formosa es de 675 y en Salta de 648. Y en tanto que el producto bruto geográfico por habitante en la ciudad de Buenos Aires es de 26.000 pesos, en Formosa es de 3033 y en Salta de 4800, según datos de Ctera. En este mapa de las desigualdades se debaten las maestras, que desde los noventa quedaron atrapadas en el tumulto de las leyes Federal de Educación, de Transferencia, las directivas del Banco Mundial y las estrategias del FMI para “descargar de las espaldas del Estado nacional el costo fiscal de la educación”, como describe el ministro Daniel Filmus.
En términos más reales, las docentes de lo que con pompa y circunstancias algo vacías da en llamarse el nuevo milenio no tienen “ni pa’l puchero”, y aunque dentro de las aulas bonaerenses o capitalinas las realidades estructurales difieren con ferocidad, afuera coinciden en responsabilidades que desdibujan cualquier límite territorial. “Una encuesta de Ctera de 2001 comprobó que el gremio registra un alto porcentaje de jefas de hogar por desocupación de los maridos, con lo cualmuchas responsabilidades pueden ser compartidas con el hombre, pero las cargas en las que nos involucramos siguen siendo altas”, advierte Mirta Fernández Treviño, secretaria adjunta de la Unión de Trabajadores de la Educación (UTE), que nuclea a los docentes de la ciudad.
“Y pese a las diferencias de los sistemas, pero sobre todo en algunos márgenes geográficos, las docentes de Capital y provincia percibimos con igual intensidad los cambios sociales, la des/recomposición familiar de los chicos que asisten a la escuela, la pérdida de los niveles de vida, la falta de trabajo, la pobreza que se traduce en violencia o en adicciones familiares. Y las docentes no siempre tenemos las herramientas para resolver una mayor demanda de ayuda, aunque la escuela siga apareciendo como el sitio más cercano para la descarga emocional.”
Porque el país era otro hace treinta años, se escucha de boca de muchas/os educadoras/es nombrar ese antes como todavía pegado a algún resabio de proyecto social, hoy difuso si no ausente. Pero el país también fue otro en 1997, cuando la Asociación de Trabajadores de la Educación de Neuquén (Aten) y la comunidad neuquina iniciaron un debate conjunto sobre las consecuencias de implementar la Ley Federal de Educación que concluyó en el corte del Puente Carretero y la muerte de Teresa Rodríguez en Cutral-Có. Al cabo de esa muerte y de esos cortes, el gobierno neuquino dictó un decreto de inaplicabilidad de la norma en la provincia. Quizá sea imperioso preguntarles de una vez por todas a los/as docentes qué modelo educativo se le está retaceando a la Argentina.
“Es el problema nacional”, enuncia Adriana Puiggrós, directora del Programa Alternativas Pedagógicas y Prospectiva Educativa en América Latina. “La capacitación docente está desarticulada, no tiene sentido ni finalidades, y a su vez la Nación fue perdiendo la razón de la educación misma. En este intento de recuperar se encuentra ahora una comisión de capacitación docente que funciona en el Ministerio de Educación y que a fines de octubre deberá expedir por lo menos un atisbo de soluciones posibles. En el ojo de la tormenta están la Ley Federal de Educación y la Ley de Transferencia: no se puede pedir la derogación si no se plantea qué debe modificarse, y las/os docentes, precisamente, esperan que se les proponga una modificatoria definitiva.”
Hacia allí irían, entonces, los esfuerzos de la megaconsulta que prepara Puiggrós, dirigida a unos 200.000 docentes santafesinos (ahora mismo en paro) y que intentará acercarse a los términos una ley de educación. “Para que el proceso educativo se pueda consolidar es necesario que la sociedad tenga confianza en el educador como transmisor de cultura, que supongan que hay saberes que se pueden adquirir a través de la educación formal, pero para eso es indispensable reponerle al docente su lugar.”
En todo caso, no hay muchas hendijas de dignidad si se habla de salarios básicos de 400 pesos y presentismos porcentuados en blanco y negro en la provincia de Buenos Aires. O, si se quisiera dar saltos en alto, tampoco el horizonte universitario registra mayores estímulos en los miles de docentes auxiliares ad honorem e incluso en los remunerados, con sueldos que oscilan los 150 y 200 pesos y un aumento esperado desde 1992. Cifras a pesar del 28 por ciento de aumento acordado por los gremios universitarios y el Gobierno una semana atrás.
Frente a este panorama de cuentas pendientes, flaco espacio les queda a las cuestiones de género, y las que surgen –aun con esfuerzo denodado de las secretarías de género e igualdad de oportunidades de los gremios– resultan de discriminaciones de hecho que reclaman “la perfecta moral” de los educadores en artículos estatutarios de doble filo. Recuerdos de algunas groserías: en 1996 la provincia de Santa Fe protagonizó un caso de discriminación administrativa contra la docente Mónica Salas, interina lesbiana con años de desempeño en el cargo que fue suspendida por elMinisterio de Educación provincial y a la que luego de varios exámenes médicos se le negó el certificado de aptitud psico-física.
Un informe de Sigla elevado a Ctera en 2000 denunciaba la inexistencia de políticas sindicales y administrativas “para promover la inclusión de los derechos de las minorías sexuales en la docencia”. En el texto, el titular de la entidad, el docente Rafael Freda, aseguró tener “constancia de la actitud de las inspecciones de Diegep bonaerense a favor de promover la exclusión de docentes homosexuales. Hay grabación de autoridades importantes de la curia de Buenos Aires y de diversos monseñores promoviendo la exclusión de los docentes homosexuales de las escuelas (...) La mitad del sistema educativo argentino, dirigida por confesiones religiosas de cualquier denominación, está cerrada a las personas de sexualidad no convencional declarada, bajo la vigencia del Estatuto de Comercio y la convención que declara intocable el ideario de las escuelas de gestión privada”.
El desafío, ese término cool que hoy ocupa las agendas de campaña, sería conjugar debates sobre todas las inclusiones sociales y educativas en el mismo plato donde nadan las políticas centrales, esas que hicieron pasar a los argentinos del 4 al 24 por ciento de desocupación y que los docentes lograron gambetearles al incorporar al sistema educativo a los hijos de ese 24 por ciento.
“No es frase hecha: la escuela es la caja de resonancia de lo que pasa en la sociedad”, precisa María Laura Torres, directora de la Escuela Nº 68 de Laferrère y secretaria gremial de la delegación La Matanza de Suteba. “Las maestras sostenemos la distribución democrática del conocimiento en una lucha cotidiana muy fuerte; cuando una compañera se para frente a sus alumnos disputa qué les dice y cómo selecciona los contenidos. Esto tiene que ver con el lugar que ocupamos las docentes en la sociedad: si no pensamos la educación en términos de futuro, estamos hablando de un presente perpetuo.”
Salir del barro hacia alguna zona donde se vislumbren acciones de cambio, desde el tejido social en el que un noventaypico por ciento de mujeres docentes intentan descolonizar cabezas, es un desafío planteado en el orden nacional y en la pelea por la sanción de una ley de financiamiento educativo.
“La pobreza nunca es esencial”, insiste a lo largo de su libro Che maestra, la profesora en enseñanza primaria y licenciada en gestión educativa María Belén Cairo Sastre. No es menos cierto que el tiro de gracia descentralizador de los noventa nunca acertó sobre el cuerpo docente empeñado en una educación para todos. No estaría de más, tampoco, preguntarse, como lo hace Cairo Sastre, “hasta qué punto era cierta esa ecuación de proporcionalidad directa entre el estudio y el ascenso social (...). Me embiste súbitamente una propuesta de solución tan simple y brutal como ingenua: cambiemos la escuela”.
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