Las batallas cotidianas
Evangelina Belizan. Maestra de 5to. y 6to. grado. Escuela Joaquin V. Gonzalez (Laferrere).
› Por Roxana Sandá
Tomás le abraza las rodillas con ese ímpetu descarnado que sólo profesan los hombres de un año. Al ánimo del pequeño se le amontonan los besos de su madre, Evangelina Belizán, que sabe guardarles resto a las mañanas en la Escuela Joaquín V. González, de Laferrère. Al cabo, recibir y despedirse cada día de unos 120 chicos de quinto y sexto grado funciona desde marzo, cuando terminó su licencia por maternidad, como el disparador más violentamente dulce hacia unos cachetes sonrojados por la siesta.
“A él pude disfrutarlo más, fui descubriendo su crecimiento, compartí sus cambios, y digo esto porque mis días con Tomás se contraponen a lo que fue con Evelyn.” Y “lo que fue” con su hija mayor, a tres días de cumplir diez años, es que su suegra la cuidara tiempo completo “y me contara de sus cambios a la noche, cuando iba a buscarla a su casa”. Para cualquier docente, tamaña ausencia tiene nombre preciso: doble cargo.
En la Argentina de hoy, implica el desdoblamiento del trabajo a doble turno en la misma escuela o en establecimientos cruzados. Hasta Tomás, ella venía soportando esos dobleces desde que se recibió en el Instituto Superior de Formación Docente y Técnica de San Justo, hace dieciséis años. “Es simple, no hay otra manera de llegar a fin de mes. Los docentes, en su gran mayoría, ejercemos el doble cargo. Y creo que no es necesario explicar mucho más si partimos de que el sueldo básico es de 400 pesos”, percibidos hace relativamente poco: hasta antes del acuerdo al que llegaron el sindicato de los docentes bonaerenses, Suteba, y el gobierno provincial, los maestros palpaban 300 pesos por todo básico.
Otros cambios aún no fueron posibles: como lidiar con las inundaciones periódicas del río Matanza, que a principios de los ‘90 convertían la Escuela Nº 69 de Laferrère en un centro de evacuados. “Allí estrené mi título de maestra normal superior y ejercí unos cuatro años, con los intervalos que te imponía el río. Eran quince o veinte días sin clases porque la gente iba a refugiarse a la escuela.” Cuenta que la Joaquín V. González le descubrió “otras formas de refugio, difíciles. Son diferentes versiones de la misma pobreza; la del ‘89 con el agua y la de 1994 a esta parte con la violencia, la desocupación y el hambre”.
obre Santa Rosa al 6300, calle populosa de lo que se conoce como el barrio “de la cancha de La Liga”, la escuela se impone con unos 1100 chicos, de los cuales 600 asisten de lunes a viernes al comedor que no da abasto para tanto estómago vacío. “Mi experiencia no es novedosa, ni mucho menos. Los maestros que trabajamos en los barrios más humildes, en ésos donde no entran las ambulancias ni las cuadrillas de los servicios públicos, estamos acostumbrados a que todas las mañanas los chicos nos pregunten durante la primera hora de clase si falta mucho para el recreo. No se trata de una ansiedad mal contenida: esperan el desayuno.”
En ese orden invertido de las cosas, Evangelina, sus compañeras, su único compañero maestro y aun el resto de los que trabajan en la institución “pagan” con el cuerpo el doble cargo, “porque son comunes las enfermedades y las recaídas, porque no es sólo el mito de que a la maestra se le va la voz, que desaparece nomás. También se te va el equilibrio psicológico y se te van los anticuerpos; no hay defensas que resistan a jornadas diarias de veinte horas con aulas de 37 chicos en cada turno”. Y reconoce –“ahora que lo pienso mejor”– que en los últimos quince años bajó mucho la edad de las maestras que realizan “tareas pasivas” por indicación médica, en algún área escolar fuera del aula. “Antes se las veía en esa función a las más ‘veteranas’: muchos años de aula, el desgaste lógico, etcétera. Ahora encontrás en esa situación a maestras de 36, 38 años, como yo.” Porque se desliza inevitable, asiente con la cabeza, pero no le gusta relacionar las fragilidades del cuerpo y de las emociones con su trabajo en lo que se conoce como “el cinturón de violencia” de Laferrère. La designación le suena cruel, detesta insinuarlo siquiera como territorio y sobre todo cuando habla con desconocidos. “Prefiero hablar de barrios humildes, de barrios obreros, aunque de eso quede poco y nada. Hablar de cinturones de violencia, de zonas rojas o de riesgo es marcar, estigmatizar, y precisamente yo elegí pararme en la vereda de la educación para todos, sin demarcaciones territoriales.” Dicho esto incluso admitiendo “esos momentos de debilidad en los que no me siento capacitada para enfrentar situaciones de violencia que se dan desde los alumnos; puedo solucionar un problema de aprendizaje, puedo librarles batallas a la resistencia de algunos chicos desde la contención, el diálogo. Pero, ¿cómo te parás frente a la violencia? Me asusta, me siento desvalorizada como docente; es muy fuerte la sensación de desprotección”.
Por suerte para ella (y según ella), Tomás patea con insolencia los nubarrones. “Entre él, mi hija y mi marido me reinstalan los cables a tierra que a veces se te pierden, y estas proximidades, aunque parezcan ajenas a ese otro mundo que amás y padecés al mismo tiempo, también ayudan a refrescar algunas certezas más profundas: mi convencimiento de querer enseñar, entender la escuela como uno de los canales fundamentales para ayudar a estos chicos y entendernos a nosotros, los docentes, como transformadores de esa realidad.”
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