Florencia de la Llave. Directora Centro Educativo Complementario. Fuerte Apache.
› Por Roxana Sandá
Contradicciones: en algunas guías de calles figura como zona despoblada; otras aseguran un carácter residencial. También responde a la denominación de mapa como Barrio Ejército de los Andes, pero en el boca a boca se reconoce mejor siendo Fuerte Apache. Se estima una geografía de 50.000 habitantes, aunque ese domingo del censo 2001 sólo se registraron 30.000: los otros 20.000 iniciaron un éxodo que los devolvió a casa el lunes siguiente. Por el miedo a tener que mostrar papeles, documentos que no existieron entonces y no figuran ahora, como no existen los títulos de propiedad, apenas “tenencias precarias”. Allí, los que quieren o pueden mandan a sus hijos a algunas de las tres escuelas primaria, complementaria y secundaria ubicadas en Federico García Lorca y Juan José Paso. Los que no apuran las cinco cuadras que los distancia de la General Paz y llevan a los chicos a “establecimientos educativos” de Capital Federal.
“Y no se les puede echar culpa de eso, porque aquellos que todavía conservan alguna luz de esperanza, y no digo esto desde una mística de evangelistas sino desde esa dignidad de laburo que pudieron conservar, pretenden para sus hijos una mejor formación que desgraciadamente hoy la escuela de la provincia de Buenos Aires no da”, dice Florencia de la Llave, directora del Centro Educativo Complementario Nº 801, una de las tres escuelas de Federico García Lorca, flanqueada por la primaria EGB Nº 13 y la media EEM Nº 7. De una recibe el servicio de luz, de la otra el gas; entre las dos proveen agua. No hay teléfono, pero en 2003 una empleada del Consejo Escolar encontró entre papeles viejos una orden de la Dirección de Escuelas con fecha 1999 para proveer al Centro de los servicios básicos. “Todavía esperamos”, suspira Florencia con una paciencia que reinventa cada día, aunque las lágrimas le caigan como plomo durante toda la entrevista.
Su ejercicio docente comenzó el 20 de marzo de 1978 en Villa Tessei, en una escuela a la que se llegaba al cabo de dos cuadras de tierra que continuaban adentro de lo que con bondad podría llamarse edificio. “Encima la directora echaba a los chicos por entrar a la escuela sin calzado”. Tenía 20 años en Tessei y ganas de ver a los niños en otro lugar, lejos de allí, “como una nena de sexto grado que se me acercó un día para contarme que su padre la violaba. Tuvo que convencerme mi vieja de que yo no podía llevar a una nena a vivir con nosotros, que en este país había leyes que respetar. Todo terminó con una asistente social intentando poner orden donde no había, la madre diciéndome de todo y el padre cerró el asunto con una paliza descomunal a la chica”.
No es la primera vez que el Fuerte encuentra a esta maestra normal superior, profesora en psicopedagogía y profesora en educación especial. En 1979 enseñó a los chicos de la Escuela Nº 51, instalada en medio del barrio, y sus ojos empezaron a familiarizarse con las razzias policiales y los operativos. “Dábamos clases con el sonido de los tiroteos de fondo; entraban los coches fúnebres y salían llenos. Fue una época terrible, con mucha policía alrededor, nunca sabiendo a quién se iban a llevar. Hoy, veinte años después, también se huele a muerte, pero es un olor a desocupación y a miseria: son muertos en vida. Sus hijos, sobrinos o nietos entran y salen de las escuelas con la droga en las mochilas, forman bandas, se matan entre ellos. Y ahí tratamos de entrar los docentes, sin juzgar, proporcionando elementos, y descubrimos que lo que sabemos no nos alcanza”.
No alcanza para comprender que una madre externada del neuropsiquiátrico Estévez (para que se haga cargo de los ocho hijos que fue teniendo mientras era interna del hospital, no porque correspondía que recibiera su alta médica) no se acuerda de retirar a su niña de la escuela porque no entiende los relojes; ni para aceptar que la guardería pública del barrio reciba a unos 200 chicos cuando la población infantil supera los 5000. “Estas son algunas de las cosas que me llevaron a plantearme la jubilación, sucede que no me banco más este sistema educativo que reproduce la desigualdad social”.
Lo sostiene mirándose a sí misma “porque conocí otra escuela”; y mirando alrededor: “a aquellos docentes que perdieron toda estructura, a las directoras que no les ponen ausente a los pibes faltadores conflictivos para que no les cierren los grupos y se queden sin docentes. Es apenas una de las grandes mentiras que encierra el sistema; la otra son los aptos psíquicos docentes que se dan en La Plata: preguntan si te drogás, si tomás tranquilizantes o si vas al psicólogo. Si respondés que no, listo, tenés el apto. Entonces debo pensar que a la autoridad no le importa la salud mental de los que están al frente de los pibes”.
El espacio de placer, en todo caso, lo viene hallando en los institutos de formación docente que la tienen como profesora de psicología evolutiva y en el trabajo a contrapelo de “una educación libresca vaciada de afecto. Necesito la mirada del otro, trascender lo que está escrito. Por eso creo que sigue teniendo valor la existencia de la maestra, porque sigue valiendo ese cuerpo a cuerpo. Y la manera de resistir en este siglo es preparando la generación de recambio, que la gente procese y no acate, que las maestras sean creativas y las directoras generen instancias de creatividad, y que entre todos podamos corrernos de esa campaña feroz que intenta llevar a los docentes al asistencialismo”.
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