Viernes, 25 de noviembre de 2005 | Hoy
RESISTENCIAS
La violencia de genero puede palparse cotidiana, casi familiarmente, y sin embargo en estas fechas suele quedar resumida en grandes titulares, historias calificadas de excepcionales y anuncios bienintencionados cuyos resultados se van con el viento. Pero ¿cómo develarla?, ¿qué nombre ponerle cuando, de tan natural, cuesta verla?
Por Soledad Vallejos
Si la relación entre hombre y mujer es la primera relación natural, también ha sido la primera contradicción natural resuelta en términos de poder, matriz de cualquier otra sucesiva división utilizada a los fines de la subordinación”, escribió la psiquiatra y feminista Franca Ongaro Basaglia en un prólogo al clásico de la misoginia positivista La inferioridad mental de la mujer, del desopilante Paul Julius Moebius. Con claridad insospechable de ánimo camorrero, FOB establecía lo innegable: que allí donde se encuentran los géneros se abre todo un terreno de disputas, que esos encuentros pueden transformarse en choques, y que la dialéctica del amo y el esclavo se replica incansablemente. Pero también dice: confundir esa “contradicción” con un destino es, por lo menos, un facilismo.
Abrir los ojos (mejor: mirar de otra manera) puede ser una experiencia difícil: podría, por ejemplo, obligar a nombrar nuevamente aquello que los años han enseñado a reconocer como un paisaje habitual, esperable, familiar. Podría pasar que allí donde suele depositarse lo confiable aparezca, apenas (o hábilmente, de acuerdo con el caso) disimulado, el retrato de lo que se creía lejano y ajeno. Son los riesgos de la naturalización, por ejemplo. En una fecha que, año a año, va ganando –a paso lento, es cierto– en reconocimientos oficiales y acciones positivas, cuesta trazar el identikit capaz de identificar como situaciones de violencia contra la mujer algo más que las figuritas canónicas (no por eso inexistentes) que los noticieros del mediodía y los policiales llaman delitos “pasionales” y situaciones “salvajes”. Y sin embargo hay todo un mundo allá afuera: un entorno de violencias asimiladas como naturales (peor: como no violencias), que convive (también precede, alimenta, prepara) con el estatuto de lo (supuestamente) inexplicable (la locura), tanto más amable para con el rating y el impacto. Eso, claro, sin olvidar las violencias que, de tan evidentes, aturden y, todavía hoy, suelen ser silenciadas. Digamos que, cuando no se habla de la excepción, la etiqueta cataloga de “sin importancia”. En “Dimensiones político-culturales de la violencia hacia las mujeres” (un texto que forma parte del Documento sobre Delitos contra la integridad sexual. Programa de atención a víctimas que la Secretaría de Desarrollo Social porteña dará a conocer hoy), Beatriz Ruffa y Silvia Chejter afirman que la potencia de la violencia de género, sexista, reside precisamente en su naturalidad, que de tan instalada termina por dar visos de “derecho adquirido a quien lo ejerce”. Escriben también: “La violencia hacia las mujeres es una violencia social. Muchas veces se habla de violencia física, psicológica, sexual, etc. Es cierto, la violencia asume esas formas. Sin embargo (...) se trata de una violencia que tiene una direccionalidad y una intencionalidad: promover o sostener las jerarquías entre los sexos”.
¿Cerremos los ojos, no hay nada extraordinario allí?
Años atrás, la abogada Gabriela Cacho escuchó a un funcionario de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires, donde ella trabajaba como contratada, sugerirle que lo invitara a cenar “a mi casa para charlar”. Eso fue poco después de que un director de área del mismo lugar le dijera “que yo le gustaba y que iba a presionar” en función de la receptividad que ella demostrara. Lícito es decir que ella no venía precedida por los mejores antecedentes: ya le habían negado un empleo en una oficina de la administración pública “porque me hice la estrecha”. Quizás haya sido esa repetitiva cadena de argumentos la responsable de que hoy Gabriela se haya especializado en leer la violencia laboral desde una perspectiva de género. Precisamente en ese carácter, y desde su lugar en la Secretaría de Género de CTA, realizó un trabajo sobre lo sucedido desde febrero de 2004, cuando se promulgó la ley provincial que trata la Violencia Laboral (13.168) en función del personal estatal (de los tres poderes). Entre esa fecha y mediados de 2005, ATE recibió 48 consultas: en el 48% de los casos, la autoría de las situaciones de violencia laboral recayó sobre hombres, pero el 31% sobre mujeres; el 85% de las víctimas fueron mujeres; al 6% de los casos se sumó, además, acoso sexual; los sectores más vulnerables a estos episodios fueron las áreas de Salud, Educación (en estas dos revistan como empleadas mayor cantidad de mujeres) e Institutos de Menores. Esas fueron las cifras que abonaron Problemática de género y violencia laboral, su presentación en el seminario Hacia la construcción de políticas públicas para la prevención y atención de la violencia laboral, que organizó recientemente la Comisión Tripartita de Igualdad de Oportunidades y Trato entre Varones y Mujeres en el Mundo Laboral y auspició la OIT. Allí dijo, por ejemplo, que en su caso de estudio se trataba de un Estado empleador con “mayoría de trabajadoras mujeres” incluidas en “una cultura que no sólo les adjudica roles estereotipados, sino que además contribuye a construir subjetividades” a partir de las cuales ellas, luego, puedan disponer de “herramientas para impedir maltratos, la posibilidad de empoderarse, o el abandono a la violencia”. En el ámbito laboral, dice ahora Gabriela, además de cuestiones clásicas como el techo de cristal, la mayor precariedad y la desigualdad salarial, también pesan otras formas de la violencia de género.
El modo de acoso o violencia es diferente: el clima de trabajo se vuelve sexista, hostil u ofensivo; la violencia se relaciona con estereotipos, con la educación familiar, y las mujeres quedan entrampadas en situaciones de dominio; son consideradas como objeto y deben soportar comentarios de connotaciones sexistas y machistas. Cuando se las quiere humillar, se apunta a lo íntimo, a cuestiones relacionadas con sus subjetividades, sus elecciones, sus deseos, y eso puede ir acompañado de acoso sexual, que va desde insinuaciones o sugerencias subidas de tono hasta contactos físicos.
Lo que salta a la vista al encarar la violencia laboral desde una perspectiva de género, dice, es que hay “una reproducción de la situación de subordinación de las mujeres en la vida cotidiana”. Y es allí donde el círculo se cierra y demuestra las posibilidades de continuidad: inmersas en esos mecanismos, las mujeres mismas tienden a reproducirlo, porque la violencia laboral “se vale de las mismas mujeres para su ejercicio”. “De las consultas realizadas –escribió en Problemática...–, encontramos que un 31% de lo/as autores/as son mujeres. Y aquí es donde entraría el elemento del poder o de las prácticas. ¿Cómo ejercemos el poder las mujeres? ¿Qué tipo de poder? Cuando las mujeres somos generadoras de violencia, nos manejamos con prácticas de poder masculinas, patriarcales, que intentan doblegar, no con un poder como posibilidad, poder como potencia, como ‘poder hacer colectiva, horizontal y democráticamente con todos y todas’. Quizás, este sea el desafío.”
A nivel nacional, no existe una ley que trate la violencia laboral. “Muchos proyectos no logran avanzar –señala–, pero en algunas provincias sí” las iniciativas han adquirido estatuto legal. “La de la provincia de Buenos es sólo válida para los trabajadores del Estado provincial, es necesaria pero no alcanza, es una herramienta. Para los casos en que no hay ley, hay que apelar directamente a la Constitución nacional, porque la dignidad, la integridad, la libertad son derechos humanos incorporados en la Carta Magna.”
Globalización mediante, los dispositivos de poder (y micropoder) se reacomodan. “La globalización neoliberal –escribe Silvia Chejter en Globalización y nuevas formas de violencia hacia las mujeres, una campaña organizada por el Cecym y ONG de España, Congo, Portugal y Bélgica que se lanza hoy– es también un nuevo orden de género.” El mercado laboral requiere cada vez con más intensidad a las mujeres, pero para ubicarlas con insistencia en “trabajos poco calificados y mal pagos”; a partir de eso, también se feminiza la supervivencia (cada vez más son “comunidades enteras (las) que dependen de las mujeres para su supervivencia”), del mismo modo que las migraciones. Esa labilidad de las fronteras, esa fragilidad de las economías cotidianas que se topa de frente con los resquicios de circuitos (para)institucionales deriva, de manera prácticamente directa, en una consecuencia que en Argentina ha comenzado a ser nombrada recién desde este año: la “industrialización de la explotación sexual, el incremento de la prostitución y la trata”. No sería posible, sin embargo, sin una mirada cotidiana que equipara el cuerpo (de mujeres y niños) a una mercancía: en el mercado de la carne, alguien compra y alguien vende. Son, sí, las viejas reglas de la prostitución, pero organizadas a partir de circuitos nacionales con prolijos enlaces internacionales, cadenas jerárquicas y divisiones del trabajo (hay quienes señalan a las futuras víctimas, quienes las incorporan al circuito clandestino, quienes llevan adelante y supervisan las faenas cotidianas, quienes disciplinan esos cuerpos, quienes protegen esos funcionamientos). “Prostituir no es una práctica individual. No es tampoco una perversión sexual o una práctica que quede limitada a la privacidad de las personas. Es una práctica colectiva, organizada, que involucra prácticas institucionalizadas, muchas veces ilegales, e impulsadas por millones de clientes, en su inmensa mayoría, varones.”
En Argentina, los casos de chicas y mujeres secuestradas para ser incorporadas al mundo de la trata se multiplican: Marita Verón, Annagreth Wurgler, y tal vez Fernanda Aguirre, son algunos de los rostros en que se ha encarnado. En cualquier edición de avisos clasificados (como ha sido relevado en las páginas de este suplemento) pueden encontrarse a la luz del día las trampas en las que caen mujeres a veces desesperadas, a veces ilusionadas por la posibilidad de una salida económica que desahogue una supervivencia cada vez más difícil. El marco legal se demora.
“J.: En casa nunca se habló, nunca se lloró, nunca se discutió...
A.: Eso no significa que no se sienta.
M.: Todo lo que te dicen a vos, en realidad, se lo dicen a ellos mismos.
J.: Yo nunca había conocido a nadie violada. Sólo en la tele y pensaba que violación era igual a muerte. Todo el tiempo pensé que me iba a matar... Todo el tiempo trataba de mirar para poder reconocerlo. Corrí hasta mi trabajo y llamé a casa. Mi viejo me dijo enseguida: ‘¿por qué no hiciste esto o lo otro?’.”
El diálogo es el fragmento de una de las sesiones que la psicóloga Laura Ferreira (que supo participar del Servicio de Asistencia a Sobrevivientes de Agresión Sexual entre 1993 y 1995, y que actualmente forma parte del Centro de la Mujer de San Fernando y del Programa de Prevención y Asistencia a la Mujer Maltratada, de la Municipalidad de Tigre) cita en “Mujeres sobrevivientes de agresión sexual: el abordaje grupal”, del documento Delitos contra la integridad sexual... La violación, ese ejercicio radical de poder sobre el cuerpo del otro que lo convierte en objeto (a fuerza de desconocerlo, de desconocerla, como sujeto), deja huellas pero no impide curar la herida. Lo demuestran trabajos como el de Ferreira, o como el que llevan adelante los equipos de Areas Mujer y hospitales de todo el país (las políticas de atención en este sentido dependen de instancias locales) que convierten la asistencia a la víctima de delitos contra la integridad sexual en uno de los gestos más sólidos con que el Estado argentino ha reaccionado a las demandas del movimiento de mujeres y colaborado con sus avances.
La violencia que todavía cuesta ver como social y sigue nombrándose como privada, la que ocurre puertas adentro, en cambio, todavía resulta un terreno cenagoso, una serie de acciones, palabras, gestos, difíciles de visibilizar. María Mazzitelli, psicóloga encargada de aspectos técnicos del Area de Violencia Familiar (que reúne, bajo la dirección de la abogada Susana Sanz, un equipo interdisciplinario de cinco personas) del Consejo Nacional de la Mujer explica que aún no es posible contar con cifras a nivel nacional, aunque sí se está trabajando para “unificar protocolos y lograr un registro de casos, para que se unifique la atención en todo el país y se pueda trabajar con estadísticas”. El CNM no realiza asistencia directa, pero sí brinda “un mapeado, una lista de equipos asistenciales de Capital Federal, Gran Buenos Aires y provincias del interior”. Dispone, además, de un refugio con capacidad para 60 mujeres, y capacitó durante 2005 a fuerzas de seguridad “de todo el país que pidieron capacitación: duraba dos días, era como un taller en el que, por un lado, se capacitaba a nivel legal porque cada provincia tiene su propia ley de violencia, y por otra parte se buscaba sensibilizar sobre la problemática, se habló sobre revictimización, para que la mujer, en cuanto acuda, sea atendida, escuchada, no maltratada”.
Por otra parte, Carmen Storani, directora general de la Mujer porteña, explica que la ciudad de Buenos Aires ofrece tratamiento terapéutico, patrocinio jurídico gratis (para el ámbito civil: medidas cautelares como exclusión del hogar, prohibición de acercamiento), y un programa de asistencia a las víctimas de violencia sexual que contempla el abordaje interjurisdiccional e interinstitucional, además de asistencia telefónica las 24 hs. “Y contamos, también, con un refugio para que las mujeres víctimas de violencia puedan permanecer allí con sus hijos e hijas, y una casa de medio camino, que trabaja en combinación con el refugio: cuando ellas están fortalecidas y autoválidas, cuando han logrado un proyecto de vida no violento con sus hijos e hijas, pasan a un lugarcito más abierto.”
Estos abordajes, sin embargo, no son complementados con proyectos que faciliten relocalizaciones (muchas veces, las víctimas de violencia intrafamiliar deben buscar nueva casa, nuevos barrios, nuevas ciudades y hasta nuevas provincias donde vivir) o la inserción en el mercado de trabajo. Lo que se dice una cuestión de presupuestos. “Tengo entendido –acota Mazzitelli– que para eso se está viendo la posibilidad de trabajar juntamente con los planes Jefes y Jefas de Hogar, para que se integren a ellos los casos de mujeres víctimas de violencia, de manera que tengan una salida laboral, pero no es algo concreto todavía.”
En el camino
“¿Quién puede hablar de la mujer? ¿Quién entiende algo de ella? O mejor aún, ya que todos comprenden, ¿quién comprende más? ¿Tal vez la mujer misma?” Eso escribía Moebius en los albores del siglo XX, cuando la industrialización y el primer feminismo orgánico asomaban, y él y otros positivistas intentaron sustentar la misoginia funcional a una voluntad conservadora (con esos textos, esos estudios pseudocientificistas, esas políticas institucionales –la maternidad, la prostitución como válvula de escape inclusive legalizada, el trabajo doméstico, la belleza–), ¿puede encontrarse un equivalente ahora que la corrección política obliga a la ley de cupos, a campañas que ponen en cuestión la prostitución (pero sólo la infantil, faltaba más), el uso sexista de la imagen publicitaria, la catilinaria que hostigue la violencia de género, y no es tan inusualescuchar quejas –pocas, la verdad sea dicha– ante la humorada sexual-barrial de muchachos como Tinelli y señores como Sofovich?
Una mirada de género, escribía Franca Ongaro Basaglia, “sólo en el caso de que consiga romper este círculo único obtendrá una conquista realmente política, porque es política la lógica que se quiere romper, dado que es aquella sobre la que sigue perpetuándose la división, como puente de dominio y de atropello”.
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