Viernes, 9 de diciembre de 2005 | Hoy
CULTURA
Durante casi dos siglos fue el ejemplo de mujer pecadora (¿Adúltera? ¿Prostituta?) como sólo pueden serlo las mujeres. Y también de la desprendida bondad de Jesús, que supo perdonarla, como también se perdonó la Iglesia a sí misma por haber inventado ese cuento basándose en confusiones. Lo cierto es que a la hora de aclarar y limpiar (un poco) la estirpe femenina, agnósticos y cristianos sacan libros con aspiraciones de best-sellers y la llorosa pecadora tiene hoy su discreta revancha.
Por Liliana Viola
Para llorar de verdad, hay que llorar como una Magdalena. A lágrima viva y a los gritos, porque no hay dolor más sincero que el de cargar con una antigua y pública equivocación. Y equivocarse con la carne, se paga con el arte del panegírico. Artistas como Caravaggio han plasmado a una María Magdalena lujosa y libertina, pasando por alto que había asumido la humildad y la oración como renuncia a todo lo mundano. Otros, que la recuerdan al pie de la cruz, la inmortalizaron como bella sufriente. La liturgia católica concentró el poderoso estigma del pecado en una sola mujer. La pobre Magdalena, una vez convertida en emblema de perdición, ya nunca pudo ser feliz, hasta tal punto que, como todos han visto en películas y estampas, supo sufrir por la muerte de Cristo más que cualquier apóstol. Aunque se haya arrepentido, aunque haya recibido nada menos que el perdón del hijo de Dios, aunque haya sido la elegida para dar testimonio del resucitado, Magdalena, por los siglos de los siglos, pasa de boca en boca como una ex prostituta que llora.
Tal vez se enamoró de Cristo, no se le conoce marido. Hay un femenino error que en esta Tierra no tiene redención, dijo a través de ella la Iglesia. ¿Cuál es ese error, enamorarse del mejor o haber vendido el cuerpo? Ambas hipótesis quedan suspendidas en la imaginación de los fieles que desde niños van recibiendo a dentelladas alusiones a esta mujer que fue noble pero tarde. Y a pesar de que sus apariciones en el Nuevo Testamento son mínimas, y de que no hay razones para identificar a esta amiga de Jesús con la pecadora homónima que aparece en otro episodio bíblico, ella sigue siendo la prostituta más famosa de la historia. O como dice la investigadora Lynn Picknett, autora de La revelación de los templarios, inspirador del Código Da Vinci: María Magdalena es una “marca registrada”: una figura que, como veremos, más que adoptada fue astutamente inventada por sucesivas generaciones de falsificadores, tanto que su solo nombre terminó por convertirse en sinónimo de una profunda emoción: la vergüenza.
Ahora puede ella dejar de revolverse en su tumba, ya sea en la de Francia o en la de Turquía, para no quitar turismo a estos dos centros que desde la Edad Media se la disputan y que durante estos últimos años han vivido gracias a sus reliquias. Leyenda o verdad histórica, poco importa. Cada vez tiene más valor de venta la conjetura. Comenzado el siglo XXI, Magdalena deja de llorar gracias a sus amigos editores, investigadores y novelistas. Y se invierten los papeles, ahora es ella la que hace ganar dinero a quienes la visitan. A partir de Dan Brown, Magdalena se ha secado las lágrimas para sentarse a la derecha de su marido en la última cena, cuidar su descendencia, comandar la Iglesia, ayudar a su esposo a escapar con vida de la cruz, redactar un Evangelio, hacer la comida. En lo que va del año, han aparecido en español unos 20 libros de ficción, de investigaciones esotéricas, de respuesta al Código Da Vinci y de continuación del mismo. En todos, María Magdalena deja de ser lo que era. Los títulos que sin pausa ven agotar sus ediciones y que se exponen en su mayoría en las góndolas de supermercados locales dan un panorama: El complot de María Magdalena, El Santo Grial de María Magdalena, La elegida, El Evangelio de María Magdalena, La hermandad de la sábana santa, El legado perdido de María Magdalena: nuevas revelaciones sobre la esposa de Cristo.
Por su parte, la bibliografía en inglés supera el centenar. Si bien las historias que adjudican a Jesús un matrimonio, o una última tentación como quiso Scorsese datan de muchos siglos atrás, es ahora cuando todo coincide para alentar el consumo de estas versiones. El interés por revisar y discutir las historias sacras sucede en un mundo que no se resigna a la pérdida de sus emblemas. Sin izquierdas ni derechas definidas en los Parlamentos occidentales, sin una fe que ampare a los enfermos de las nuevas enfermedades, los flamantes individuos –productores, intermediarios, consumidores– buscan a manotazos en el arcón de los recuerdos. La atomización deja en evidencia aquel desarraigo que antes era capaz de calmar la religión. Ahora también puede calmarlo. Pero como corresponde a la era del delivery y del marketing, tendrá que ser una religión hecha a medida. Una mirada decididamente new age y con un barniz de malentendido feminismo –recordemos que Dan Brown afirma que “Jesús fue el primer feminista” porque incluyó a Magdalena en sus planes–, esta reescritura de la historia sagrada no es más que el afán de congraciarse con la sensibilidad secular moderna. En el camino los autores se cargan también a la investigación histórica, la constatación de hipótesis, las bibliotecas. Tal vez tenga razón el historiador y sociólogo americano Philip Jenkins: el éxito de este producto es sólo una prueba más de que el anticatolicismo es el “último prejuicio aceptable”. El prejuicio de la seriedad y del compromiso del trabajo intelectual también avala esta literatura. El Código Da Vinci, por ejemplo, basa su verosimilitud en información provista por documentos, como los dossiers secretos, entre otros, que son falsificaciones probadas.
Según los Evangelios, la mujer en cuestión se llamaba María –el apelativo “Magdalena” significa “de Magdala”, ciudad que ha sido identificada con la actual Taricheai, al norte de Tiberíades, junto al lago de Galilea–. Aunque aparece nombrada unas contadas veces, se le ha reservado un rol particularmente protagónico: es la segunda persona que los Evangelios destacan arrodillada a los pies de la cruz –recordamos que los apóstoles habían huido por miedo a sufrir la misma suerte de su maestro–, es la que enfrenta a los guardias y va a verlo a su tumba. En este punto es la elegida –como otras mujeres que actúan en la Pasión– por las circunstancias genéricas que permitían a un ser insignificante hacer escándalos, llorar, implorar o hasta acercar un santo sudario. En fin, fue la persona elegida para dar testimonio del hecho capital de la religión cristiana: la capacidad de Cristo de morir y de resucitar. La confusión que le adjudicó durante tantos años la profesión de prostituta se basa en que en el Nuevo Testamento el nombre de María aparece mencionado para referirse a tres mujeres diferentes: a la amiga de Jesús se le superpuso la pecadora de quien Cristo extrajo siete demonios, la mujer de larga cabellera que lavó los pies del Maestro, y María, la hermana de Marta y Lázaro, que no es de Magdala sino de Betania y que siempre está sentada a sus pies, leyendo o escuchando sus parábolas.
Es significativo pero la alusión a la ocupación de prostituta no se encuentra en la lectura de los Evangelios, parece haber sido un agregado posterior. Luego de graves discusiones, en las últimas décadas la Iglesia Católica se ha inclinado claramente por la distinción entre las tres mujeres y en la liturgia ya no se hace referencia –a partir del Concilio– a los pecados de María Magdalena o a su condición de “Santa penitente”, ni a la posibilidad de que fuera la hermana de Lázaro. Esto no impide que su estampita proteja los prostíbulos y que aquel acto de lavar los pies con sus propios cabellos y aguas olorosas, retomado por tantos pintores del Renacimiento, la mantenga como una de las santas favoritas de peluqueros y perfumistas. En fin, el no haber sido ni pecadora “adúltera” ni “prostituta” le ha dado en estos últimos días pasaporte para una reivindicación. Y entonces ella no es sólo ella sino la respuesta a una Iglesia que no dio cabida a las mujeres en el escalafón del poder, a la Iglesia que regatea métodos de planificación familiar, a la imaginación reprimida que quisiera ver a los perdedores coronados de laureles.
Lynn Picknett dedica su último libro Magdalena, la diosa prohibida del cristianismo a todos aquellos que sufrieron a causa de la Iglesia. Desarrolla la hipótesis de que María Magdalena fue la piedra angular sobre la que se construyó la religión cristiana y para eso –dice– descifra la gematría, un código que convierte ciertas frases en números sagrados. Pero mucho más interesante resulta el primer capítulo dedicado a las que estuvieron sufriendo por la Iglesia hasta hace muy pocos días: las célebres Lavanderas Magdalenas de Irlanda. Un escándalo que se destapó en 1994 cuando fueron desenterrados los cuerpos de mujeres que muy avanzado el siglo XX fueron obligadas a trabajar como esclavas por ser consideradas “Magdas”, perdidas. El escándalo fue –y sigue siendo– mayúsculo, a tal punto que la Unesco ha destacado la lesa humanidad de estos crímenes.
En el Stephen’s Green de Dublín hay una placa de metal que dice: “A las mujeres que trabajaron en las lavanderías de Magdalenas y a sus hijos. Reflexionad aquí sobre su vida”. La placa se completa con una multitud de cabezas sin rostros. Es el recordatorio para aquellas 175 mujeres que descansan en una fosa común de las orillas del cementerio de Glasnevin, en Irlanda. El primer nombre de la lápida gris data de 1858, y el último de 1994. La historia podría haberse mantenido en secreto de no haber sido porque en los años ’90 las Hermanas de Nuestra Señora de la Caridad, administradoras de la lavandería de Magdalenas de ese convento, vendieron el camposanto, de 5 hectáreas de extensión, en casi un millón de libras esterlinas. Quisieron entregarlo con una buena cantidad de plazas y decidieron limpiarlo de cadáveres inconvenientes. Este acto de suprema codicia dejó al descubierto dos siglos de torturas. La exhumación de los cuerpos originó toda una investigación –la década del ’90 hizo frente a las incómodas realidades tal vez con la premisa de iniciar un nuevo milenio con las manos limpias–. Cuenta la autora que desde el siglo XIX se acostumbraba recluir a las Maggies por considerárselas “deshonradas” (embarazadas, o por relaciones sexuales fuera del matrimonio), o simplemente “en riesgo moral” –lo que podría significar tan sólo hacer planes matrimoniales con un protestante o ir mucho al cine con un chico–, o víctimas de cualquier otro motivo, real o imaginario, denunciado por el cura local cuya palabra funcionaba como ultima ratio. Sin que importaran súplicas personales o de los familiares, una mujer a la que se juzgaba “perdida” o inclusive pasible de caer en desgracia, terminaba invariablemente como Maggie. Las jóvenes fueron explotadas, torturadas y despojadas de sus hijos, que fueron entregados en adopción, vendidos a matrimonios de estadounidenses ricos a cambio de alguna suma de dinero, trasladados a un orfanato vecino, cuyo acceso estaba prohibido a las madres. “Aquí no estamos de vacaciones”, dice una superiora en Sinners –el programa que hizo la BBC basado en el caso de las magdalenas irlandesas de los años ’60–. La búsqueda de restos de los familiares demostró que las monjas les cambiaban el nombre, técnica habitual del esclavismo, primera de una serie de rudas tácticas destinadas a vencerlas mental y espiritualmente para que aceptaran que eran parias sin derechos. Algunas sobrevivientes recordaron que las monjas recorrían el sitio recitando oraciones a las que las Magdalenas debían responder a la manera tradicional de la misa. Si no lo hacían o desobedecían cualquier otra de las múltiples reglas del lugar, recibían un castigo severo, golpes con palos o cinturones, tortura en varias formas, incluida la aplicación de hierros calentados al vapor o al fuego, hambre e interminables humillaciones. Si el último hospicio británico cerró tras la aparición del Estado Benefactor en la posguerra, las lavanderías de las Magdalenas funcionaron hasta hace muy pocos años. Toda la investigación sobre aquella mujer que dio nombre a las lavanderas pretende, por elevación, denunciar y vengar un estigma que persiste.
Entre las ficciones más vendidas figura El complot de María Magdalena de Gerald Messadié, ensayista francés experto en ensamblar asuntos religiosos y políticos con fantasía. Es autor, para darse una idea, de La señora de Sócrates y de El hombre que se convirtió en Dios. En esta novela María Magdalena no es una simple esposa sino la instigadora de un complot para salvar a Jesús de la muerte. Soborna a los soldados, consigue sacar a su esposo de la cruz unos segundos antes de la asfixia y luego, cuando la vemos gritar ante el santo sepulcro que el cuerpo ha desaparecido aun sin que nadie corriera la pesada piedra que lo guardaba, en realidad se encuentra representando parte del plan urdido de antemano. El plan es perfecto: un hombre santo reaparece de pronto con el aura de haber vencido a la muerte. Messadié encubre esta ficción con una descripción erudita de los enfrentamientos entre sacerdotes, zelotes, profetas y apóstoles. Mientras tanto, la literatura local ha hecho su aporte al mundo magdalena al destacar como segunda finalista del Premio Planeta la novela de Omar Ramos: La elegida. Historia de la hija de Jesús y María Magdalena. La trama se postula como secuela del Código que ya anunciaba la existencia de Sara, la hija del santo matrimonio: “María Magdalena estaba encinta en el momento de la crucifixión. Para garantizar la seguridad de la hija, no tuvo otro remedio que huir de Tierra Santa... Y fue aquí, en Francia, donde dio a luz a su hija, que se llamó Sara”. Más adelante, el libro sostiene que esta unión dio origen a una descendencia que aún se conserva entre prominentes familias, que la Iglesia Católica lo sabe y que lo ha ocultado durante siglos hasta llegar a asesinar a algunos descendientes de Cristo para proteger el secreto. En la historia que propone el autor argentino, un joven bibliotecario se encuentra en los sótanos de una biblioteca florentina con el Evangelio que cuenta la vida de Sara, hija de Jesús y María Magdalena. El relato que tiene un pie en el 2005 deambula por los hitos clave de la Pasión, intentando dar una lectura particular a efectos de contribuir al misterio de esta hija perdida. Tan poderosa que su voz puede influir sobre el corazón del joven investigador.
¿Cambiará la historia de la humanidad cuando todos estos libros nos convenzan de que hubo un mundo subterráneo a imagen y semejanza del masculino, pero hecho por mujeres silenciadas? Ya no como tragedia, la relectura de los textos antiguos no provocará un Cisma. Como farsa, el consumidor quedará satisfecho. La invocación de su nombre siempre parece haber respondido a una intención desviada: para mostrar un dios humano, para señalar la debilidad femenina, para denunciar opresiones, para ganar dinero, para matar el tiempo.
Atractiva y poderosa, María Magdalena también resistirá a estas tentaciones. Como decía Marguerite Yourcenar, una poeta-historiadora que se fijó en Magdalena y sus amores terrenos antes que Dan Brown: “Y María se fue por el sendero que no lleva a ninguna parte como mujer a quien no le importa que se acaben los caminos ya que conoce el modo de andar por el cielo”.
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