Viernes, 9 de diciembre de 2005 | Hoy
MODA
Más de veinte años han pasado desde que el japonés Yohji Yamamoto tomó París por asalto con líneas transgresoramente netas, géneros sintéticos y tonos de luminosa oscuridad. Sofisticado como un costurero del siglo XIX, impecable como uno del XX, autor de la “pobreza poética”, recientemente homenajeado por el Museo de la Moda parisino, él fue quien alguna vez dijo: “Los que usan mis creaciones, quieren afirmar su punto de vista”.
Por Felisa Pinto
Hasta hace pocos días, el Museo de la Moda y el Textil de París dedicó sus salas a una muestra que exhibió en forma exhaustiva el genio del modisto japonés Yohji Yamamoto, dentro del marco de la programación de monografías organizada por ese museo alrededor de las grandes firmas de la moda contemporánea. Por primera vez se pudo apreciar en París el arte y oficio de la vestimenta de Yamamoto, a través del creador, quien reunió allí sus iconos más emblemáticos celebrando más de veinte años, cuando mostró sus primeros desfiles parisinos, consagrando la negrura absoluta como tendencia igualmente absoluta en el vestuario de varones y mujeres desde los años ’80 hasta hoy.
Preocupado por preservar los territorios, el modisto nipón sigue abocándose a diseñar y rediseñar sus modelos dentro de la línea del prêt à porter, imponiendo, sin embargo, su estética, a veces en colaboración con Marc Ascoli en los ’80 y ’90. Yamamoto ha desarrollado desde entonces una innegable escritura única, renovadora e inédita en la moda del siglo XX. Si sus primeras producciones producían una sensación desconcertante por su principal característica, que los críticos llamaron “pobreza aparente y a la vez poética”, Yamamoto ha sabido mantener y construir hasta hoy un lazo estrecho con el sentimiento de la deconstrucción propia de su ropa, y una sofisticación que lo sitúa en el exacto camino de los grandes costureros del siglo pasado. Con una forma hábil y sutil, sabe expresar y citar plenamente, como casi ningún otro modisto actual, al negro profundo de Cristóbal Balenciaga o al vestidito, también negro, de Coco Chanel. Extrayendo de esos vestigios toda la modernidad, logra una vestimenta neutra, sin compromiso, adonde todavía puede leerse la influencia de la tradición japonesa, a la vez que entiende como pocos aquello de cómo hacer vestimenta al estilo occidental y francés.
Para captar el estilo y la sabiduría de Yamamoto, los visitantes de la muestra reciente recorrieron el primer piso, visitando la reinstalación del taller del modisto en Tokio, entre rollos de telas, ropa en vías de confección, moldes de papel y en estado de búsqueda. El segundo piso del Museo de la Moda reveló el aspecto formal y luminoso de las puestas en escena de sus desfiles. Allí se exhibieron en forma magistral unos 80 modelos, entre los cuales sus fanáticos seguidores desde los ’80 hasta ahora descubren que responden siempre a una premisa que Yohji formula: “Los que usan mis creaciones quieren afirmar su punto de vista”.
François Baudot, su biógrafo más brillante, subraya que “Yohji, el Japonés, ha enaltecido, por oposición a la alta costura, las facetas más brillantes del prêt-à-porter, enfocándolas hacia los arquetipos del vestuario, y al futurismo de las vanguardias, eligiendo un vocabulario neutro. El modisto expresa una actitud que tiene en consideración los avances de la costura francesa y el vestuario tradicional japonés. Allí explora campos verdaderamente nuevos en el dominio de las apariencias y el comportamiento de la moda que en sólo un siglo (XX) ha sufrido mayores transformaciones y sucesivos cuestionamientos que en mil años. Yamamoto hace un verdadero elogio de las sombras, elude los ornamentos. Y en un tiempo de exaltación de los cuerpos expuestos, Yohji inventa un nuevo código de pudor en su moda sin fronteras y sin edades. Reducida a lo esencial”.
El “Japonés” obviamente nació en Tokio, en 1943. Hijo de la derrota japonesa, obsesionado por las ruinas sobre las cuales el Japón se reconstruyó, fue en cambio beneficiado en su vida privada. Unico hijo de madre viuda de guerra, siempre vestida de luto, obrera de la costura, fue a instancias suyas a la universidad, en principio para ser abogado. Pero de allí volvió al atelier de costura y a los trapos, perfeccionándose en la mejor escuela de costura de Tokio, Bunka. Allí ganó su primera beca, cuyo premio consistió en un viaje a París, ciudad que recién conquistó en 1981. Ese año estrena su primer desfile, casi simultáneamente con su compatriota Rei Kawakubo, con quien –a través de su etiqueta Comme des Garçons– conquistó un terreno difícil, el milieu parisino y la prensa, que al fin deslumbrada y encabezada por el diario Libération tituló entonces: “La moda francesa tiene a sus maestros: los japoneses”. Semejante exageración tiene sus fundamentos: “La ropa que ellos proponen en 1981, para los próximos veinte años, es tanto más probable que la que, allá por el ’62, anunciaba Cardin para el 2000 y que hoy se ha transformado en un vestuario digno de un film de ciencia ficción soviético”, aseguraban los críticos más ácidos.
En 1984, Yamamoto atacó con sus tijeras una pieza clave del vestuario conservador masculino: el terno (entre nosotros el celebrado ambo de pantalón, saco y chaleco, que usan los burócratas de toda edad al momento de lucir respetables). Yohji explicó entonces que para acompañar a mujeres elegantes y transgresoras, los varones deben vestir con idéntica allure. Sugiere, a través de su etiqueta, sus nuevas propuestas: cortes radicales concretados en telas oscuras, negrísimas, de caída perfecta y liviana. Deben llevarse con camisas blancas que tienen un rigor desprovisto de autoridad y la arquitectura de un nuevo clasicismo. El saco tiene pequeñas solapas, hombros estrechos, tres botones y va acompañado por pantalones afinados en el tobillo que caen con soltura y blandamente sobre el zapato de cuero negro. Esta nueva silueta masculina dominó durante una década entre los elegantes vanguardistas y con billeteras pudientes, ya que si bien el propio Yamamoto dice siempre que no hace ropa para víctimas de la moda, los que la compraban entonces no podían sino ser víctimas: su victimario cobraba fortunas por los modelitos de varón o mujer adheridos a la “pobreza poética”. Y también, como siempre, muy flacos. Todo se explica cuando Yamamoto confesaba que “amo las telas y las materias sublimes y caras, y a la ropa la construyo partiendo de dos puntos situados sobre las clavículas. Desde ahí la tela cae mejor, permitiendo que la materia permanezca viva”.
La muestra de París, recientemente clausurada, exhibió esas y todas las obsesiones del nipón mimado por su maestría cuando su ropa se edifica (ése es el verbo) lejos del cuerpo con telas pesadas, que logran formas espontáneas a las siluetas de varón o mujer. Que a veces se cubren con capas amplísimas y abrigos desestructurados y asimétricos.
Para Baudot, “la presencia de la influencia japonesa es innegable. Está en la intemporalidad de los modelos, en la modestia y el pudor de sus mannequins. Casi como un misterio, un silencio. La misma o parecida abstracción con que se plegaba la seda de un kimono ancestral o el brin de lana. O los géneros sintéticos e inteligentes inventados por Yamamoto, actualmente”.
Algo así como apelar al imperio de los sentidos al mismo tiempo que oír las voces de las vanguardias, cada vez que alguien se viste con un auténtico y negrísimo Yamamoto.
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