Viernes, 16 de diciembre de 2005 | Hoy
ENTREVISTA A MAITENA
Maitena Burundarena, aunque el apellido haya quedado en el olvido, como les suele suceder a las mujeres que se despegan del montón (y a los humoristas en general, es cierto), acaba de dar uno de esos golpes de timón que cualquiera desea para sí: dejó el trabajo diario para barajar y dar de nuevo. Claro que mientras piensa qué va a hacer en adelante, vende libros por millones –acaba de presentar Curvas peligrosas 2, en Argentina y España– y vive entre la ciudad y la playa, y sus ventanas dan al atardecer, y no necesita pensar en el dinero, y...
Por Marta Dillon
Un calor moderado se deja soportar en el departamento de altos sobre la avenida Callao. Maitena está todavía llegando a Buenos Aires y descorre las cortinas como quien busca un punto de referencia. “Qué poco se ven los atardeceres en esta ciudad”, se queja y se estira en un sillón negro. Está, literalmente, espléndida; como cualquier mujer que ha pasado la tarde en la peluquería, se ha hecho las manos, se ha probado el vestido con el que dará la vueltita cerca de la mesa de Mirtha Legrand (“¡obvio!”) y ahora mismo estrena ropita nueva. No debería hablar mucho, es la primera nota de una serie que la tendrá atareada un par de días, moderar su impulso locuaz es un consejo médico. Pero ella no puede con su genio, si no invitara a la charla no haría entrevistas, hablar de lo que dice su libro la aburre, dice, que lo lean. Para algo ha sido hecho.
Y entonces, como siempre dirá algo más de lo que desea. En cantidad y en calidad, aunque nada sea completamente una revelación. En todo caso lo que aparece es el retrato de una mujer que sabe disfrutar y ha conjurado la culpa –no porque merezca ese lastre moral, es sencillamente algo tan femenino– a fuerza de cargar con sus estados hasta el tablero de dibujo para hacerlos livianos, graciosos incluso, la mueca mínima de sí mismos en la que tantas se reconocen.
Cuando me fui de su casa tuve la sensación de haberme tomado un trago de agua fresca. No es fácil encontrar a alguien que dice tranquilamente que disfruta de su dinero, de la posibilidad de abandonar la urgencia del trabajo diario apenas entrados los cuarenta, de su casa frente al mar, las caminatas, las clases de yoga, las fiestas de noches largas, los apuntes que tomó durante el tiempo en que el habla no estaba condicionada sino directamente interdicta por una operación de las cuerdas vocales de recuperación lenta. Qué raro, alguien que es feliz y se da cuenta, pensé. ¿Será envidia este sentimiento? De ninguna manera, la envidia es una bajeza.
Lo raro, lo verdaderamente raro, fue la cantidad de mujeres diversas que en las semanas siguientes, cuando ella apareció en programas de televisión y revistas varias, me dijeron cuánto les gustaría ser Maitena. Por razones diferentes: porque vive un tiempo en la playa y otro en Buenos Aires, porque hace lo que le gusta y le va bien, porque a alguna se le ocurre que hacer dibujitos es una manera fácil de ganarse la vida (y todos los gustos); vaya a saber, lo cierto es que exhibe algo que muchas desean. ¿Será ese arte de quitarle el peso a lo que lastima hasta convertirlo en una cosquilla de pluma en la nariz? Y cuando hablamos de lo que lastima, hablamos de esas cosas a las que encima da vergüenza decir que lastiman: el cuerpo –o la distancia entre él y lo que creemos íntimamente que debería ser–, los vicios, las estupideces del consumo en general, la dependencia afectiva, la repetición de estereotipos que jamás confesaríamos en público. Pavadas, se podría decir, pavadas burguesas, clasistas y hasta misóginas pero, ¡cómo nos desnudan! En bolas y a los gritos, así quedamos más de una vez las que confesamos alguna de esas pertenencias frente a los gestos de las chicas de Maitena. Y, evidentemente, hay chicas así a lo largo y ancho del planeta. A lo mejor es por eso.
Fue como diez días después de la entrevista que llegó el dibujo que Maitena hizo para la tapa de este suplemento. Hay algo en él que refuerza aquella sensación del vaso de agua después de la sed. La vida no siempre (no todo el tiempo) es color de rosa, eso lo sabíamos todos. Para nadie. Para Maitena tampoco; si no se notara sería invisible esa capacidad para disfrutar todo lo posible cuando le toca.
–A mí me salvaron la vida mis hijos. Yo me quedé embarazada a los 17, porque me falló el método, no porque fuera ninguna boluda. Pero fue una decisión seguir adelante con el embarazo. Si me preguntás ahora diría que lo único que quería entonces era ser grande, hacer vida de grande, no me gustaba la adolescencia. Pero la verdad es que me salvó la vida porque si no yo no hubiera hecho las cosas que hice, por mí no me hubiera preocupado por tener la heladera llena, mantener un horario para trabajar, pagar el alquiler, tener una vida decente en el buen sentido. Y bueno, me pasó de pendeja, supongo que por algo fue, como un sistema de defensa, un punto de fuga hacia delante.
A propósito de los hijos, dice ella en la breve biografía que acompaña su(s) último(s) libro(s), que tuvo cada uno de los tres con un hombre distinto. Que entre la primera y la segunda hay veinte años de distancia y que en esas dos décadas hizo de todo, desde ser comerciante hasta humorista. O periodista, como también se define.
–Es como una declaración, porque aunque te parezca que no, hay una mirada de costado si lo decís así nomás: un hijo de cada padre. Como que una es una puta. No es tampoco que me jacte, en todo caso es una confesión burguesa: ¿cuántas minas hay que tuvieron tres parejas? Miles, lo que pasa es que yo además tuve relaciones fuertes, duraderas y con cada uno me dieron ganas de tener hijos. Desde afuera puede parecer desestructurado, pero es careta si lo pensamos desde el sentido burgués del amor. Ya lo sé y no tengo ningún problema.
Tampoco digamos ninguno, porque inmediatamente después de reírse de esa mínima provocación a la familia de manual (¿la de sus padres y hermanos? Burundarena es un apellido de estirpe, padre funcionario durante la dictadura, siete hermanos en escalera, un colegio irlandés en Bella Vista en donde la recuerdan haciendo dibujitos en todos lados), querrá taparse la boca antes que hablar de esa facilidad (y ese gusto) por perder la cabeza aunque sea por ratos o noches, de habitar los excesos con la pasión de una exploradora. ¿Y no lo dice en su libro, cuando da una “receta para vivir cien años”? Vino, sí, con moderación y alguno que otro exceso.
–Pero yo quiero ser mejor –se queja–, no te creas que me gusta ser la última en dejar la pista. Además a mis hijos no les gusta que yo diga esas cosas, porque sus amigos también leen los medios. Antes, cuando tenían ocho o nueve no me importaba, ahora que son grandes es peor.
Entonces de excesos no hablamos, aunque cuando la seguidilla de notas de presentación de Curvas peligrosas 2 la lleve de paseo por canales y radios, ella se dará el gusto de decir que si no hubiera conocido a su actual marido se hubiera hecho lesbiana, que ya casi tenía la decisión tomada, o hará una encendida defensa de las drogas recreativas en mesa redonda de canal de cable que hizo enmudecer al conductor. ¿Le importa o no le importa la mirada de los otros?
–Me importa la de mis hijos –insiste–, la de los demás me chupan todos un huevo –y no dice ovario, ya dijo mil veces que la corrección política no era lo suyo–, sin ninguna excepción, no me importa ni siquiera quedar bien con mi editor, aun cuando nos tratemos con respeto y nos queramos mucho. Pero con mis hijos me importa porque no quiero que estén en boca de otros por culpa de su madre. Me acuerdo de un cuento de Fontanarrosa en el que describía a una madre a la que le gustaba el trago, tenía los dedos amarillos de fumar, una madre horrorosa y yo no quería ser así. Yo quería ser la otra. Porque la madre es lo otro. Ya me padecieron suficiente, me acuerdo cuando los mayores eran chicos yo tenía una campera de cuero gastada, bien punk, y cuando tenía que ir a la escuela ellos me rogaban que no me la pusiera, ¡es que hubo veces en que los fui a buscar y la mujer de la puerta me decía que le avisara a la señora que había reunión de padres!
Con la menor, que tiene cinco, es distinto. Es una niña que tiene un dormitorio que parece una casa de muñecas y que no tiene que elegir entre natación o danza porque no se pueden pagar todos los caprichos, o las aspiraciones. La madre es distinta, claro. Como ella dice en su pequeña biografía de contratapa, los dos mayores crecieron en dos décadas fundamentales. Vivieron sus logros, cambiaron de casa, vieron a su madre ocho horas frente al tablero, de reojo asistieron a la época de los bares y el espíritu punk que no perdió aunque lo admite un poco domesticado.
–Pero ojo, sigo siendo punk, básicamente porque me chupa todo un huevo —insiste–, desde un lugar filosófico, desde un lugar que podría ya no importarme, qué sé yo, tengo la misma cabeza de siempre, sigo estando en contra de todo, soy así, en algunas cosas estaré más floja, más adulta porque no me peleo con cualquiera. Pero el enfrentamiento, para mí, es biológico.
¿Contra qué te enfrentás?
–Contra todo, qué querés que te diga, el mundo no me gusta.
Maitena sabe que las mujeres que ella retrata con sus nimios problemas cotidianos no son todas, sencillamente hay coordenadas de clase. Y en esas coordenadas se aloja uno de sus temas favoritos para la caricatura: el consumo. También habla en el último libro, a su modo, de la distribución de la riqueza, dice que “la desigualdad es una injusticia”, y que la educación es de las peores desigualdades que existen. Pero disfruta del dinero que gana, cómo no.
–Soy millonaria, ¿te das cuenta? –dice en una especie de tomada de pelo que abundará en detalles de peluquería, el lugar en el que al fin y al cabo presentó su último libro. Y es que todavía se sorprende de poder cobrar por su trabajo como si ella no lo hubiera logrado por sus propios medios. Tuvo que llegar el rey Midas, su marido, Daniel Kon, para hacerle creer que lo que hacía valía más que las horas que invertía en un dibujo, por muchas que fueran. Hace apenas cinco años María Moreno le preguntaba en este suplemento cómo era pasar de hacer historietas a vender 20 mil ejemplares de un libro. A esa cifra ahora hay que agregarle tres ceros.
–Y sí, tener plata es fabuloso, sobre todo porque dejás de pensar en la plata. Cualquier laburante me puede entender, eso de pensar en los impuestos, las cuentas, los punitorios, te ocupa la cabeza y a mí me angustiaba mucho. Yo estuve más de ocho años sin salir de vacaciones porque no me podía dar ese lujo y seguir pagando el alquiler. Supongo que por eso seguí tanto tiempo haciendo periodismo hasta que tomé la decisión de dejar de tener un cierre por la cabeza. Porque cuando tenés que entregar todos los días o todas las semanas no podés hacer lo que querés. Y quería romper con la ecuación de que cuanto más ganás más trabajás. Tampoco quiero ser una máquina de hacer moneda.
Eso de no poder valorar lo que una hace es bastante propio de las mujeres, ¿no?
–Yo no quiero decirlo así porque después me saltan como pulpo, pero sí creo que hay algo de desvalorización, flojo en las mujeres, alcanza con ver a nuestras madres, y como nos educaron “que la nena estudie antropología, total alguien la va a mantener”. Ahora me divierte no tener la presión de pensar en mañana. Antes agradecía no sólo que me pagaran ¡que me publicaran! Tenía una actitud como si siempre estuviera preguntando “¿que te chupe qué?”. Daniel me devolvió una mirada más valorizada de mí misma que no alcanzaba a creerme, porque al principio creía que él era el bueno. Hasta que me convenció de que no tenía una varita mágica para vender lo que no servía.
Ahora, entonces, disfruta de tener zapatos de Prada para andar por su casa de la playa y de la diferencia entre el poliéster y el cachemire, sobre todo porque al último se lo comen las polillas. Entre sus caprichos más preciados hay uno inconfesable que se delata cuando revisa el correo que llegó a su departamento porteño: ¡un catálogo de esas empresas de llame ya!
–Y bueno, a veces me convencen, mirá estos tupper, por ejemplo ¿no son súper prácticos?, ¿y estos cuchillos? Estos me los compraría sin dudar.
Y después haría una tira develando esa intriga, sí, inconfesable, por comprobar si la magia de la televisión existe en algún lado.
Si se pudiera situar un momento de despegue de Maitena, a lo mejor podría ubicarse en el momento en que le pidieron que trabajara para la revista Para ti, justo en el momento en que su estilo punk era más crudo, a pesar de que ya había hecho una tira “blanca” (flo), en el diario Tiempo Argentino. Pero lo de la revista “femenina” por excelencia tuvo la gracia de buscar en la mirada de una “otra” lo que podría haber en común con las mujeres que la leían en las peluquerías; y sobre todo las que la compran por las dietas que cíclicamente aparecen y que –en secreto– los editores aseguran que levantan las ventas cuando parece que pueden caerse. Qué vamos a hacer, la única verdad es la realidad.
–La verdad es que no fue un trabajo que hice livianamente, traté de sintetizar, de mirarme con ojo crítico porque soy el material más a mano que tengo. Y me gustó desde el principio porque siempre me gustó hablar de las mujeres, me gusta ese mundo lleno de preguntas en el que también habito. Cuando hacía comics eróticos, en Sex Humor, también tomaba personajes femeninos. Y tenía mis pequeñas revanchas, como con La Fiera, que era una mujer que tenía del sexo una utilización muy masculina. Me divertía, porque era una redacción con mucho olor a huevo, muy machista, que estaban todo el tiempo con la muñeca inflable en la cabeza y en donde yo era la única mujer. A mis compañeros les molestaba La Fiera, los re-molestaba porque hacía lo mismo que ellos, se comía los tipos y los escupía después como a carozos.
Pero en la serie que publicaste en Para ti y después en el diario español El País, ¿no sentías que se hacía muy reiterativo el tema del cuerpo y la gordura?
–La verdad que no, podría hacer cien páginas más con el tema del cuerpo porque es una angustia casi existencial eso de que el cuerpo no te acompañe. En todo caso podría tener miedo del cansancio de las lectoras.
Con tanta obsesión por el cuerpo, ¿no te asusta lo que pueda pasar de acá a diez años, por ejemplo?
–No porque me considero inteligente y creo que lo voy a manejar y voy a asumir la vejez cuando venga. Creo que es un precio que hay que pagar, en la vida nada es gratis. Todo se paga, nada es gratis y eso se aprende con la experiencia. Y lo que aprendés con la experiencia lo pagás con salvavidas, brazos que saludan cuando ya te fuiste (dice y muestra esa zona roja que se agita sin ton ni son cuando se echa sal a la comida, por ejemplo), celulitis, panza. A lo que sí le tengo mucho miedo es a los médicos.
¿Lo decís por la posibilidad de las cirugías estéticas?
–Claro, yo siempre dije que me iba a hacer, quizá lo haga. Pero la verdad es que les tengo miedo, los médicos y los abogados me han hecho mucho daño, no me gusta el manejo que tienen del poder. Es la institución, no digo que sean todos iguales, pero prefiero mantenerlos lejos de mí. ¿Para qué me metería en un quirófano si estoy bien? Imaginate que la última vez que lo tuve que hacer, por obligación, porque tenía dos pólipos en la garganta, me dijeron que a los quince días iba a estar recuperada y pasaron tres meses y no podía pronunciar una palabra, ¡apenas podía comer!
¿Cómo fue ese tiempo de silencio para una mujer tan locuaz?
–Una pesadilla, muy triste, muy angustiante. Todavía no puedo gritar, me quedo afónica si hablo mucho, nunca te dicen la verdad los médicos y ellos siempre piensan que te salvaron la vida, que te salvaron de la angustia. Pero la verdad, y esto es la primera vez que lo digo, a mí se me murió un hijo a los 21 años, en un parto a término, por una negligencia médica. Y si en un momento me quedé sin voz, yo creo que enmudecí por no poder nombrar ese dolor. Por eso te digo, meterse en un quirófano para que te saquen la papada, qué sé yo, y además, capaz que empiezo y no termino nunca, me hago adicta como suele suceder, después voy a quedar como la francesa, Orlane (la artista plástica que usa su cuerpo y la cirugía como soporte y técnica de obra), con cuernos en la frente.
Es como tragarse una gillette lo que acaba de confesar, y sin embargo ella misma trae el consuelo, el mismo de siempre, el lastre del dramatismo arrojado de la nave merced a su ironía; y de nuevo la chance de la risa.
Miro de nuevo el dibujo de tapa. Hay algo emocionante en esa mujer de pelos cortos y formas casi andróginas –en el dibujo, al menos–, que se deja estar en un medio amable, como si descansara y un rayo de luz (con perdón de la cursilería) la hamacara, pero no de atrás hacia adelante, en círculos, como si el tiempo estuviera a su favor. Y no queda más que creer que eso es así, tal vez ahí anida algo de ese deseo de “ser Maitena” que tanto escuché en el último tiempo. Pero lo mejor es que ella se divierte, al punto de querer que la inviten a ese programa chongo por excelencia que es “Mar de fondo” –me ha tocado escuchar al mismo Horacio Fontova poner como ejemplo del “macho argentino” a Alejandro Fantino–. Es que le gusta estar entre varones, le gusta escucharlos hablar de fútbol riéndose apenas de sí mismos (“con lo que les cuesta”), será porque el hermano que la precedió y el que la siguió en la escalera de siete eran varones. Será por eso que se sorprende a sí misma yendo a la peluquería y haciéndose las manos, una experiencia que conoció hace muy poco.
En su haber quedará que su padre, ese señor de cargos jerárquicos, no llegó nunca a ver sus dibujos en La Nación, mucho menos dando la vuelta al mundo. Murió antes, aunque ya habían empezado a reconciliarse porque ella había asumido que le importaba ser la nena de papá. ¿Y a quién no? Está bien, no hace falta responder, es un lugar idílico.
Ahora que tiene el tiempo a su favor, que ya no hay cierres que la obliguen a cumplir con entregas pautadas ni estrategias inventadas para poner a una travesti en sus tiras de Para Ti sin que nadie le diga nada, ella escribe. Escribe recuerdos, sensaciones, visita la adolescencia interrumpida que tanto despreciaba. Piensa, que ya es un lujo. Y disfruta, que no es fácil, pero tan necesario. Después verá cómo lidia con esa sensación tan débil de perder la aprobación de los demás por dar un golpe de timón. Siempre quedarán la playa, las zonas abiertas, ésas donde la vida –como sucede en la ciudad, dice– no acaba después de los 35. Y las escapadas a las fiestas, y los mínimos excesos que permiten salir de sí para después encontrarse con más o menos gusto, con más o menos peso.
–¿Si tengo miedo de que se olviden de mí por no verme todas las semanas en una revista? Qué sé yo, todavía no. Siempre quedarán quienes compran los libros. En una de esas eso lo puedo seguir haciendo ¿no?.
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