Viernes, 16 de diciembre de 2005 | Hoy
PERSONAJES
En los años ‘50, una judía norteamericana de agallas, afiliada al Partido Comunista, convertida al cristianismo y divorciada, le dio vuelta el corazón al académico solterón C. S. Lewis, brillante crítico literario y autor de las Crónicas de Narnia, recientemente llevadas al cine. Una historia de amor que desafió la enfermedad y la muerte.
Una niña abrió la puerta del ropero para esconderse. Pero no se trataba de un ropero común, estaba repleto de abrigos de piel. La niña se deslizó por los oscuros recovecos apartando los sedosos pliegues y descubrió un nuevo mundo. Lo que crujía bajo sus pies no era naftalina sino nieve. Lucía acababa de encontrar Narnia.” Desde hace poco más de medio siglo, un delicioso estremecimiento recorre a las niñas y los niños que han tenido, que tienen la felicidad de leer El león, la bruja y el ropero y los seis relatos siguientes sobre ese mundo paralelo creado por el escritor irlandés (aquerenciado en Inglaterra) C.S. (Clive Staples) Wilson (1898-1963).
Brillante crítico e historiador literario, poeta y autor de reflexiones místicas luego de su conversión al cristianismo en la treintena, Lewis es también muy apreciado –acaso habría que decir amado, debido a la devoción que ha generado este texto balsámico– por su ensayo A Grief Observed, traducido al castellano como Una pena observada u Observancia del dolor, según de qué edición se trate, escrito después de la muerte de su adorada esposa Joy Davidman, asimismo conocida por el apellido de su primer marido, Gresham.
Para el 5 de enero próximo, como fabuloso regalo de Reyes para gente de toda edad, en una fecha que sin duda aprobaría Lewis, se anuncia el estreno de Las crónicas de Narnia, El león, la bruja y el ropero, versión cinematográfica de parte de la saga literaria escrita, aproximadamente, entre 1948 y 1956. Se trata de una realización de Andrew Adamson, con Tilda Swinton (la Bruja Blanca), Georgie Henley (Lucy) y como la voz de Aslan, el león redentor, Liam Neesom. Douglas Gresham, hijo menor de Joy Davidson, adoptado junto con su hermano por Lewis después de la muerte de ella, figura como coproductor y voz anunciadora por la radio. Douglas, a su vez, publicó en 1988, en Nueva York, el libro autobiográfico Lenten Lands: My Chilhood with Joy Davidman and C.S. Lewis. Como antecedente de esta superproducción que llega precedida de loas de la crítica, se puede citar una modesta pero estimable producción televisiva de la BBC sobre el mismo cuento –El león...–, de 1988, dirigida por Marilyn Fox, que captura parte de la magia del original.
Herida y sutura
Alrededor de los 50 y antes de conocer a Joy Davidson, Lewis, al volver al mundo de la infancia del que había sido arrancado brutalmente a los 9, comenzó a desprenderse lentamente de la caparazón que lo protegía. La muerte de su cariñosa madre Flora fue para él una tragedia que lo hirió profundamente, circunstancia agravada por el hecho de que a los quince días de ese aciago suceso, el chico –apodado Jack– fue enviado con su hermano Warnie a otro país, a un internado inglés sumamente estricto donde debió sofocar su tremenda pena para hacerle frente a la adversidad cotidiana.
Al regresar imaginariamente, literariamente a la Pequeña Habitación del Fondo, en donde se refugiaba con Warnie para jugar fuera de las miradas de los mayores, al abrir la puerta del gran ropero ocupado por los abrigos de esa madre que buscaría toda su vida, la coraza de C.S. Lewis, forjada con la ingenua intención de prescindir de las emociones, se empezó a resquebrajar, a ablandar. Influido por escritoras y escritores que lo habían cautivado con sus relatos infantiles –como Edith Nesbit, Beatrix Potter, Kenneth Grahame–, marcado por mitologías nórdicas y cristianas, Lewis reencontró al niño que había sido. El intelectual que ya había escrito La alegoría del amor, un estudio sobre la tradición medieval y otros ensayos literarios y teológicos, se dejó arrastrar por las aguas del inconsciente a un sitio donde nunca había estado pero que sin embargo conocía. Según su minucioso biógrafo A. N. Wilson (C. S. Lewis, Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1990), aunque obras importantes como English Literature in the Sixteen Century (1959) o Studies in Medieval and Renaissance Literature (1966) nunca perderán vigencia, lo que de verdad acerca a Lewis a públicos más populares, a generaciones actuales, es “haber sondeado las honduras emocionales de la infancia y la religión”.
Mujeres en su vida
C. S. Lewis, Jack para sus amigos y familiares, el solterón extravertido en sus charlas de hombres en Oxford o Cambridge –aunque muy reservado respecto de sus viajes sentimentales y religiosos–, que recién se casó (en secreto) a los 58, tuvo relaciones significativas con una serie de mujeres a lo largo de su vida. La primera, obviamente, por su breve pero intensa presencia y su insoportable ausencia, fue Flora, su madre sensible y culta, que le procuró tempranamente los libros de Beatrix Potter, fuente de inspiración para sus primeros intentos narrativos, a los 6. Jack se llevaba muy bien con su hermano, compañero entrañable de juegos y lecturas. Pero en 1907 sobrevino la catástrofe: a la madre le diagnosticaron cáncer y murió al poco tiempo, en las vacaciones de verano, no sin antes lamentarse porque unos músicos aficionados, que ensayaban a lo lejos con sus tambores y gaitas, se demoraban demasiado en aprender la melodía...
A los 17, el adolescente Jack, haciéndose el duro, respondía por carta a la pregunta de su amigo Arthur Greeves sobre si se había enamorado alguna vez: “Tonto como soy, no he llegado al extremo de esa tontería”. Poco después de ese presumido gesto, conoció a Janie Moore, la madre de un compañero, Paddy, con la que mantuvo una larga y estrecha relación (“dependencia”, la denomina Wilson), de quien quizá fue amante y a quien protegió lealmente, en la vejez y la enfermedad hasta su muerte. “Aunque no tengo experiencia personal en eso que llaman amor, tengo algo mejor: la experiencia de Safo, Eurípides, Cátulo, Shakespeare, Spenser, Austen, Brotë..., de todos los que he leído”, se justificaba Lewis en aquella misiva a Greeves. A los 30, conmovido por la lectura de una pieza de Eurípides, Hipólito, anota con fervor: “El seco desierto quedó atrás y nuevamente me interné en la tierra de la añoranza con el corazón destrozado, pero exaltado como nunca desde los viejos días...”. En la misma época, tuvo una revelación mística en un autobús y se hizo cristiano (“esa noche cedí, admití que Dios es Dios, y me arrodillé a rezar”).
Además de cultivar la amistad con poetas como Ruth Pitter y Kathleen Rainer, una monja llamada Penélope, la escritora Dorothy Sayers, la especialista en literatura anglosajona Dorothy Whitelock o la investigadora Nan Dunbar, C. S. Lewis mantuvo relaciones epistolares con varias mujeres. Entre las cuales, la norteamericana Kathryn Stillwell, una admiradora que decía haberse casado con el escritor el día que sacó el primer libro de Lewis de la biblioteca pública. Cuando por fin Stillwell viajó a londres, C. S. la invitó a tomar el té en el Royal Oxford Hotel, pero no pasó nada y luego ella se casó con otro. Pero hubo una mujer que le amargó la vida temporariamente a Lewis, allá por 1948, cuando ya había escrito Milagros, su obra teológica más acabada. La filósofa Elizabeth Anscombe, alumna de Wittgenstein y ardorosa conversa católica, lo desafió a un debate que tuvo lugar en el Club Socrático. Aunque erudito en literatura y muy preparado en teología, Lewis no estaba en condiciones suficientes para discutir con una talentosa filósofa profesional, bastante histriónica al parecer. En esa velada, por primera vez en su vida académica, Lewis salió derrotado al demostrar ella que él no se había molestado demasiado en profundizar el modo en que habían trabajado los filósofos desde Wittgenstein en adelante. Y así fue que Elizabeth inspiró la figura de la Bruja Blanca, que condena a Narnia al invierno perpetuo, maravillosamente dibujada por Pauline Baynes que ilustró las primeras ediciones de las Crónicas...
La hora del amor
En 1993, se estrenó un film dirigido por Richard Attenborough, sobre guión de William Nicholson, con Anthony Hopkins y Debra Winger que reflejaba a grandes rasgos el romance de Jack y Joy. Previamente, en los ’80, Nicholson había realizado un telefilm con el mismo título, Shadowlands, que protagonizaron Joss Ackland y Claire Bloom, que tuvo mucha repercusión y contribuyó al culto de Lewis. En la película de Attenborough, estrenada localmente con el título Tierra de sombras, se dulcifica el temperamento del escritor, apenas se sugiere el acentuado alcoholismo de Warnie, se reducen las idas y venidas de Joy a Nueva York, aparece solamente el hijo menor de ella (Douglas) y se acorta el tiempo de la enfermedad de esa norteamericana de origen judío, afiliada al comunismo y convertida al cristianismo en 1946, que trataba de abrirse paso como escritora y poeta, que empezó a escribirse con C. S. en 1950 y llegó a Londres en 1952 para darle vuelta el corazón al escritor y profesor.
Bajita, con buena figura, desinhibida y malhablada, según la descripción del hermano Warnie que simpatizó mucho con ella, Joy Davidman tenía “una mente rápida y musculosa como la de un leopardo”, en palabras de su segundo marido. Cuando Joy viajó por primera vez, todavía estaba casada con Bill Gresham, hombre alcohólico y violento temido por sus hijos. El la dejó al poco tiempo por otra mujer. Y, ahí sí, ella se fue a Londres con los dos chicos. Atraído por Joy, C. S. Lewis, con la generosidad que siempre lo distinguió, la ayudó a pagar el alquiler y el colegio de los niños, y aceptó casarse por civil para que ella pudiera permanecer en Inglaterra, pero por el momento vivían separados. Al igual que en aquel autobús se le había revelado la existencia de Dios, al enterarse de que Joy estaba gravemente enferma de cáncer de huesos, de pronto Jack tuvo la certeza de su amor por ella. El diagnóstico era sombrío, de modo que el casamiento religioso tuvo lugar en el hospital.
Pero he aquí que, misteriosamente –¿milagrosamente?– el cáncer de Joy fue remitiendo y así la pareja pudo tener unos pocos pero inefables años de felicidad, de 1956 a 1959. “Nunca hubo en la historia del mundo dos personas más enamoradas que Jack y Joy”, escribió Douglas Gresham. Para Lewis fueron años de plenitud en su trabajo académico, escribió y publicó Estudios de palabras y declaró a quien quisiera oírlo: “¡Las películas y los poetas tienen razón!, ¡el verdadero amor existe!”. Pero el cáncer recrudeció en el invierno de 1959-60, aunque Joy, genio y figura, no se entregó: en marzo de 1960 quiso ir a Grecia con su marido y un matrimonio amigo. “¿Qué puedo perder? Prefiero irme con una estampida y no con un gemido”, le escribió a su ex que ya había cedido la custodia de los chicos a Lewis. Cercano el momento de morir, Jack, desesperado, le rogó: “Si puedes, si te es permitido, ven a mí en mi lecho de muerte”. Y ella todavía tuvo fuerzas para sonreír desafiante: “¡Permitido! El cielo tendrá que hacer un gran esfuerzo para retenerme, y si voy al infierno, lo haré trizas”.
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