Viernes, 7 de abril de 2006 | Hoy
INTERNACIONALES
En Francia, sólo la manifestación del martes pasado contra el Contrato Primer Empleo (CPE) reunió a casi 3 millones de personas en la Place d’Italie de París. Desde mayo del ‘68 que Francia no vivía una movilización de esta magnitud. Cuatro francesas hablaron con Las/12 sobre la precarización laboral de las mujeres de ese país y un modelo social al borde del colapso.
Por Milagros Belgrano Rawson, desde Paris
En agosto pasado, el correo de lectores del diario español El País recibió una carta que anunciaba la aparición de una nueva clase social, “los mileuristas”, aquellos jóvenes con más de un título universitario, varios idiomas y un sueldo que nunca supera los mil euros. Gastan más de un tercio de su salario en alquiler, no pueden ahorrar, no tienen auto ni hijos y viven al día. “A veces es divertido, pero ya cansa”, decía la autora de la carta, Carolina Alguacil, una catalana de 27 años que comparte un departamento con otras tres chicas porque ninguna gana lo suficiente como para alquilar sola.
También en Francia existen los “mileuristas”: por primera vez en su historia, los jubilados franceses tienen un poder de compra mayor que los jóvenes de 30 años. Según el Instituto Nacional de Estadística y Estudios Económicos de Francia (Insee), el 90 por ciento de los jóvenes de entre 20 y 25 entraría en la categoría “pobre” o “muy pobre” si sus padres no los ayudaran. Una persona sobre diez no tiene trabajo, mientras que entre los menores de 25 años, el porcentaje es de uno sobre cuatro. Y esta cifra llega al 50 por ciento en la periferia de las grandes ciudades, las mismas que se transformaron en zona de guerra hace unos meses.
A los 27 años, Yasmine Karkouri tiene un master en sociología y actualmente prepara su doctorado en la Ehess, la mejor escuela de Ciencias Sociales de Francia. Hasta el año pasado, Yasmine trabajaba en las oficinas de la Seguridad Social de París clasificando la correspondencia. “Es un trabajo donde lo único que se necesita es saber leer y poner cada sobre en la caja adecuada. Eso te lo enseñan en el jardín de infantes. Y, sin embargo, para este puesto pedían dos años de universidad como mínimo. Si el desempleo sigue creciendo, dentro de unos años ¿qué requisitos van a pedir para la misma tarea?, ¿un posdoctorado?”, se pregunta esta francesa hija de inmigrantes argelinos que no se ha perdido una marcha contra el CPE. Ahora da clases particulares de apoyo escolar: “Es un empleo muy inestable, hoy tengo alumnos, mañana quién sabe, pero se paga bien y así tengo tiempo para estudiar”, indica. Para Tamia Menez, una politóloga de 25 años, el fuerte desfasaje entre el nivel educativo exigido y el puesto que se ocupa reduce aún más las escasas oportunidades de conseguir trabajo de la gente que no tiene estudios. “Y los más preparados deben contentarse con empleos que no tienen nada que ver con su nivel de formación. En otros países las empresas no contratan a gente sobrecalificada para puestos de este tipo porque así pierden tiempo y dinero, pero en Francia ocurre lo contrario”, indica esta parisina casada con un argentino.
Actualmente, una de las paradojas del Estado de Bienestar francés es que, mientras el presupuesto para la educación terciaria y universitaria aumenta, el analfabetismo y el desempleo entre los jóvenes no disminuyen. En este contexto, y a través del CPE, el gobierno busca que los empleadores puedan reclutar –y despedir– con más facilidad y que los jóvenes puedan adquirir una primera experiencia profesional, para así apagar el desempleo que se mantiene casi en el 10 por ciento desde hace varios años. Pero en Francia, luego de años de políticas incoherentes, se ha creado un mercado de trabajo con grandes desigualdades. Por un lado, existen los contratos de duración indeterminada, en los que es casi imposible despedir al trabajador y, por el otro, contratos precarios, los favoritos de los empleadores, ya que les permiten despedir sin motivo y con una magra indemnización. En este contexto, el CPE para menores de 26 años simboliza el derrumbe de los valores y principios que fundaron la prosperidad y estabilidad que conocieron los padres de los estudiantes que hoy se manifiestan contra la precariedad. “Nadie puede vivir tranquilo en este estado de riesgo permanente que te genera el no saber si mañana vas a tener empleo”, afirma Menez, quien trabaja en una fundación con un contrato que caduca en unos meses. En su lugar de trabajo, las mujeres ocupan el 80 por ciento de los puestos, “pero convengamos que, en Francia, las mujeres exitosas y con altos cargos son solteras y sin hijos”, señala.
Según el Cereq, un centro de estudios sobre políticas laborales y educativas de Francia, en este país las mujeres son las víctimas privilegiadas del trabajo precario, que en general ocupan puestos a tiempo parcial. “Si bien la proporción de mujeres en cargos ejecutivos ha aumentado del 30 al 36 por ciento entre 1990 y 2003, el acceso a esta categoría sigue siendo un camino difícil para ellas”, indica un informe publicado por el Cereq el año pasado. En los años ’60, el salario de una mujer representaba el 60 por ciento del de un hombre que ocupara el mismo puesto. Si bien esta diferencia se ha acortado –actualmente el salario femenino representa más del 80 por ciento del masculino–, en general las mujeres siguen encontrando un freno importante en su evolución profesional, agrega el informe.
“Francia siempre fue considerado un país con fuerte tradición social, pero lo cierto es que aquí las mujeres no sólo ganan menos que los hombres, sino que están menos sindicalizadas por miedo a perder su empleo, y tienen menos posibilidades de hacer valer sus derechos laborales ante la Justicia”, indica Jeanne Valentini, miembro de la Comisión Acción de la Coordinación Interuniversitaria, que reúne a profesores y personal administrativo universitario, y organizadora de las marchas contra el CPE de la Coordinación. “Y si el CPE se generaliza, para las menores de 26 va a ser imposible obtener una licencia por embarazo”, sostiene esta francesa de 25 años que enseña en la cátedra de Historia Contemporánea de la Sorbona y escribe su tesis de doctorado sobre la última dictadura en Brasil, donde vivió un año. “Muchos dicen que en los países nórdicos la legislación laboral es más flexible, lo cual no es cierto. En Suecia, por ejemplo, para el empleador es más fácil despedirte, pero el Estado prevé un sistema de subsidios de desempleo que llega al 90 por ciento del salario y que se percibe durante varios años hasta que la persona vuelva a encontrar trabajo”, sostiene Jeanne. En Francia, estos subsidios son muy bajos frente el costo de vida actual y tienen una corta duración. “El problema es que el gobierno de Chirac propone flexibilizar el mercado de trabajo sin argumentos justos y sin otorgar nada a cambio para compensar esta desprotección”, agrega. Valentini tiene una beca de investigación por un año, renovable dos veces más. Y no sabe qué hará cuando se le termine. “Ahora, el próximo paso del gobierno sería emparejar hacia abajo”, explica Jeanne. Y es que el 85 por ciento de los asalariados franceses tienen un contrato sin límite de tiempo, donde después del período de prueba, que dura entre tres y seis meses, al empleador se le hace muy costoso despedir a esa persona. Pero el 15 por ciento restante trabaja con contratos precarios y dentro de ese porcentaje, el 12 por ciento corresponde al sector privado y el 18 al sector público. Esto convierte al Estado en el primer empleador precario del mercado de trabajo francés. “Entonces se busca que el 85 por ciento de los que gozan de un empleo estable pasen a ser precarios como el resto.”
Cuando Jeanne tuvo que alquilar un departamento, en la inmobiliaria no mostró su contrato por un año sino el de su novio, que tiene un empleo estable como profesor en un secundario. A causa de la especulación inmobiliaria que se registra en París en los últimos años, los costos de venta y alquiler de viviendas se han disparado y mucha gente ha tenido que mudarse a las afueras de la ciudad. Según la Fundación Abbé Pierre para la vivienda de los sectores de bajos recursos, cada año se realizan 7500 expulsiones con la asistencia de la fuerza pública, a pesar de la ley sobre la lucha contra la exclusión sancionada en 1998. Mientras, desde 1972, la construcción de viviendas sociales no ha dejado de disminuir. Ese año en toda Francia el Estado construyó 214.000 unidades, mientras que en el 2000 sólo se edificaron 42.300. Una cifra insuficiente si se tiene en cuenta que, según el Insee, actualmente tres millones de habitantes viven en viviendas precarias o indignas y 87.000 directamente no tienen dónde vivir.
“Por un ambiente de 30 metros sin muebles y muy oscuro pago 600 euros por mes. Y además tuve que pagar una caución de dos meses y presentar un garante”, cuenta Geraldine, estudiante mexicana que realiza un master de psicología en la Universidad de París VIII con una beca de su gobierno. “Si sos extranjera, es más difícil encontrar alguien dispuesto a alquilarte, pero ni siquiera los franceses de mi edad pueden alquilar con estos precios”, agrega mientras marcha con una columna de su facultad hacia la plaza. Su amiga Laetitia, una francesa con un posdoctorado en biología, trabaja desde hace cuatro años en dependencias del Estado con contratos basura. “Tengo 28, vivo en lo de mis padres, y a pesar de que estoy en pareja no puedo darme el lujo de pensar en mudarme ni tener hijos. Realmente, esto no es vida.”
Brigitte Scaron tenía doce años cuando estalló el Mayo Francés. “Lo vi por televisión, no lo viví, pero está claro que las reivindicaciones de los jóvenes del ’68 no son las mismas que hoy”, dice esta madre de dos adolescentes y secretaria ejecutiva con un contrato estable, pero que vino a la marcha “por el futuro de mis hijos, a los que les podría tocar el CPE si el gobierno no da marcha atrás”. En 1981, descorchó champán con sus amigos para festejar la victoria del primer presidente francés de izquierda, François Mitterrand. Pero el idilio duró poco: “Promulgó la semana laboral de 35 horas, algo que el pueblo francés no había pedido y que hizo mucho daño, el desempleo empezó a crecer, y su gobierno estuvo marcado por la corrupción”, indica esta francesa que sueña con una clase política con hombres como Charles De Gaulle. “En una sociedad tan individualista como la francesa, De Gaulle interpuso las necesidades de su país a las propias”, dice refiriéndose al gobernante de derecha que dio el voto a las francesas en 1944. “En cuestiones de derechos cívicos de las mujeres, Francia, la cuna de la república y la democracia, estaba muy atrasada. Esa es una de las tantas contradicciones que tiene nuestro país”, indica. En el 2002, tuvo que votar por el candidato “menos terrible” para que no ganara el líder de la ultraderecha, Jean-Marie Le Pen. Desde entonces, considera que el gobierno de Jacques Chirac ha sido “desastroso”. Brigitte trabaja en una empresa de productos informáticos, donde las mujeres sólo ocupan puestos administrativos: “No hay ninguna que realice tareas de programación o técnicas”, relata. A su jefe no le dijo que venía a la marcha: “Soy la secretaria del director de la empresa y no puedo decirle eso. Hubo una sola colega que anunció abiertamente que venía a manifestar, pero yo preferí decir que me tomaba el día para ir al médico. De todas maneras, lo importante es que estoy aquí. Es la primera vez en mi vida que asisto a una manifestación”.
“Tenía 30 años y una hija pequeña cuando en el ’68 los estudiantes tomaron la Sorbona”, recuerda Eliane Bertrand, una jubilada que vino sola a la manifestación, para apoyar a los jóvenes y expresar su rechazo al CPE. “Me acuerdo que por esos días los manifestantes habían talado todos los árboles del boulevard Saint Michel, que estaba bloqueado por barricadas y autos incendiados. Las manifestaciones del ’68 fueron mucho más violentas que las de las últimas semanas. Por entonces los estudiantes eran más combativos. Luchaban por la libertad, mientras que ahora lo que piden es simplemente un empleo y un salario digno”, dice. Eliane nació en el sur de Francia y vivió ocho años en Indochina (actualmente Vietnam), cuando por entonces este país era una colonia francesa. Trabajó 30 años como secretaria en un consultorio médico y está convencida de que “si el resto de Europa tiene un mercado de trabajo más flexibilizado, eso no significa que ése sea el único modelo a seguir”.
“Vivo en banlieue, en Saint Denis”, dice Asma como forma de presentación, con una mezcla de timidez y confrontación. El origen de la palabra “banlieue” (de “bannir”, prohibir, y “lieu”, lugar) se remonta al siglo XVII, cuando el rey desterraba a las afueras de París a los delincuentes y mendigos. Desde entonces nada ha cambiado: la banlieue es el conurbano de toda gran ciudad francesa y también sinónimo de desempleo, violencia e indocumentados, los “sans papiers”. “El otro día me enteré de que los profesores de las escuelas de banlieue cobran un subsidio por venir a enseñar acá y me sentí ofendida”, dice esta francesa de 23 años, hija de un matrimonio de argelinos que, como tantos otros, llegó a París a fines de los ’60 para reconstruir la Francia de la posguerra. A diferencia de sus padres y hermanas mayores, terminó el secundario e hizo una carrera terciaria “en estética corporal”. Trabaja a tiempo parcial en un centro de belleza y con los 500 euros que gana ayuda en su casa, se compra ropa, sale con amigas y ahorra para operarse los senos algún día. Nunca participó en protestas sociales ni políticas, pero cuando se enteró de que había una manifestación contra el CPE, hace dos semanas, marchó hasta la Plaza Nation, en París, junto a algunas compañeras de su prima, que está en cuarto año. “Ya estábamos hartos de Sarkozy cuando nos trató de ‘racaille’” (gentuza, en francés), dice refiriéndose al comentario poco feliz del ministro de Interior cuando visitó la banlieue del norte parisino en octubre pasado. “En Saint Denis ya hay demasiado desempleo y trabajo precario como para que encima venga Villepin y nos agregue el CPE”, agrega. Y cuenta que su prima quiere dejar el secundario. “Muchos de nuestros conocidos están desempleados y ella no ve el sentido de estudiar si después no va a conseguir trabajo. Es que cuando mandás tu currículum a una empresa, si ven que tu nombre es árabe y que encima vivís en banlieue, tenés pocas chances”, indica esta chica menuda, con el pelo planchado y las cejas hiperdepiladas. “Yo creo que conseguí trabajo porque tuve un poco de suerte y mucha voluntad, pero de todos modos es un contrato de seis meses, y no sé si me lo van a renovar”, explica. Buscaba independizarse, ganar su propio dinero y sobre todo no repetir la historia de sus hermanas mayores, que abandonaron la escuela y tuvieron hijos a los 18. Siempre le gustó arreglarse y por eso eligió un oficio relacionado con la estética. Ahora hace un curso para aprender a aplicar uñas postizas y sueña con tener su propio centro de belleza. “Si lo logro, sería la primera mujer de mi familia en tener un negocio y una profesión. Mi madre nunca salió de su casa, al igual que mis tías, y las madres de mis amigas”, dice. Al igual que la semana pasada, vino a Place d’Italie con unas amigas. Sabe que tendrá que estar varias horas parada, pero se vino con unos tacos altísimos y maquillaje a prueba de disturbios. “Mi madre jamás hubiera dejado que mis hermanas mayores se vistieran así”, se despide sonriendo.
Por Lucia Iglesias Kuntz, desde Paris
“Crisis de régimen”, dice el Partido Socialista. “Huelga general”, piden los sindicatos. “Resistencia”, claman las juventudes comunistas. Y, en medio, jóvenes de todas las Francias –la metropolitana y las post-coloniales– salen a la calle desde el pasado 8 de marzo en protesta contra el Contrato Primer Empleo (CPE), cuya cláusula más discutida estipula que los menores de 26 años podrán ser despedidos luego de 24 meses de trabajo sin que sus patronos tengan que darles explicación alguna. ¿Tan grave es ese artículo de una ley ya votada por el Parlamento y promulgada por el Presidente? No lo parece: todos los días se despide a gente con mayor o menor motivo y, en pequeñas, medianas o grandes empresas, los menores de 26 años con contratos indefinidos se cuentan con los dedos de una mano.
Lo cierto es que, a dos meses de los exámenes de fin de curso, liceos y facultades llevan seis semanas bloqueados, un sindicalista de 37 años se debate en coma entre la vida y la muerte, y el martes 4 de abril otro manifestante ingresó en un hospital parisiense herido de gravedad. Hay más: cientos de detenidos, mobiliario urbano destrozado, el barrio Latino, sede de la sacrosanta Sorbona, acordonado, vacío y siniestrado, y una parte de la prensa internacional pescando en río revuelto: “No vayan a París, estarán más seguros en Bagdad”, titulaba un tabloide londinense, mientras el corresponsal de CNN comparaba la Plaza de la República con la de Tiananmen, pasando por alto las decenas de muertos que esa revuelta estudiantil dejó en China, lo que lo obligó a retractarse un par de días después.
“De aquellos polvos vienen estos lodos”, dice un refrán castellano. Los polvos de ayer no son más que el 80% de los electores que, en 2002, votaron por el derechista Jacques Chirac para no tener que hacerlo por el xenófobo de extrema derecha Jean-Marie Le Pen, y a quienes hasta el día de hoy nadie les ha dado satisfacción política alguna. Son también los jóvenes de la periferia, a quienes Nicolas Sarkozy, ministro del Interior y número dos del gobierno, amén de no considerarlos “franceses de pura cepa” llamó “escoria” en noviembre pasado y que, desde entonces, sin más nada que ganar o que perder, se expresan rompiéndolo todo, aterrorizando, robando y golpeando a sus iguales en la mêlée de las manifestaciones. Los barros de hoy, por último y sobre todo, son también el rescoldo ardiente de los fuegos mal apagados de fines de 2005, cuando noche tras noche ardían incendiados cientos de automóviles en los barrios duros de todas las ciudades de la República Francesa.
Que no se engañen los nostálgicos: abril de 2006 no es mayo del ’68, y, lo que es más triste, casi nadie lo pretende. Sólo un manifestante aislado, con un overol blanco y una pancarta artesanal, albergaba en la manifestación del martes en París una débil esperanza: “Hay en este país una fractura”, había escrito con los colores del arco iris, “hagan paso a las negociaciones, a las concertaciones, a la verdadera democracia”. Es verdad que los medios de comunicación del mundo entero prestan tanta atención a las docenas de rompelotodos que aguan fiesta tras fiesta sin pretender siquiera llamar la atención como a los dos millones de personas de toda edad y condición que manifestaron en todo el país con la misma convicción y cantando la misma Internacional de siempre. Pero también lo es que en el marasmo de botellas que vuelan, de jóvenes que roban a jóvenes, de gases lacrimógenos y de cargas policiales, de vidrios rotos y cajeros automáticos vandalizados que son lugar común cuando terminan las marchas, sólo cabe reconocer que, si ayer nos prometían que bajo los adoquines estaba la playa, hoy esos mismos adoquines logran apenas taponar un verdadero abismo.
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