Viernes, 7 de abril de 2006 | Hoy
TALK SHOW
En Historias de familia (The Squid and the Whale), film estrenado la semana pasada, Laura Linney no hace más que confirmar, por si hacía falta, que es una extraordinaria actriz, capaz de concentrarse en personajes bien diversos, siempre disponible para lo que pida cada rol. A través de las pocas entrevistas personales que suele dar y de sus interpretaciones en el cine, se la nota despegada de su ego, poco vanidosa, sin demasiadas ansias de tener un Oscar en la repisa. Lo suyo es puramente vocacional desde que eligió cursar el bachillerato en Artes, antes de estudiar en la exigente academia Julliard y en el Moscow Art Theatre. Ya con una conocida trayectoria sobre las tablas (a las que vuelve regularmente) empezó a hacer algunos papeles en la pantalla, hasta que descolló a fuerza de talento y oficio dejando chiquito al cabezón Richard Gere en Primal Fear (1996).
Sin embargo, esta acuariana que cumplió 44 en febrero pasado, de quijada fuerte y frente despejada que no responden a los estereotipos convencionales de belleza femenina, no fue llamada para un protagónico absoluto –salvo en la olvidable Congo (1995)– digno de sus merecimientos, aunque su presencia no pasó precisamente inadvertida en Searching Bobby Fisher (1993, vista reiteradamente por el cable) o The Truman Show (1998). Clint Eastwood reparó en ella y se propuso que fuera su hija en Poder absoluto (1997), film donde Linney entendió nítidamente su papel de referente moral de un padre dividido entre el arte de robar y el arte de dibujar. Pocos años después, Eastwood la volvió a convocar para el papel de Annabeth, la endurecida segunda esposa de Sean Penn en Mystic River. “Aceptaría trabajar con Clint aunque sólo fuera para leer la guía telefónica”, aseguró la actriz durante el rodaje de esa tragedia norteamericana.
A Laura Linney, hija del dramaturgo Romulus Linney e intérprete en el teatro de Chejov e Ibsen, de Arthur Miller y John Guare, le encantó el guión de Historias de familia, plagado de guiños y citas literarias, además de vetas francamente autobiográficas de Noah Baumbach, también director del film actualmente en cartel (chisme social al margen: Baumbach tuvo el buen gusto de casarse el año pasado con otra gran actriz, Jennifer Jason Leigh, también de 44, siete años mayor que él, como se encargaron de señalar puntualmente ciertos medios). En este condensado, reconocible relato de un proceso de divorcio con hijos, libro y un gato tironeados en la distribución de bienes, Laura Linney es Joan, la esposa infiel que decide la separación, la madre cariñosa pero indiscreta al revelar a su hijo menor de 12 alguna antigua aventura sexual, la mujer desprejuiciada a la hora de elegir nuevo amante (un filisteo, dirá su ex) y embalada con su ascendente carrera literaria, que florece a medida que se marchita la del antes exitoso Bernard, ahora rechazado por los editores y dedicado a dar clases.
Frente al resentimiento, la pedantería, el egoísmo evidentes del quebrado Bernard, el personaje de Joan parece mucho más complejo y misterioso en sus distintas facetas. En las primeras secuencias queda claro que ella echó a su todavía marido del dormitorio, aunque no se asiste a ninguna pelea, sólo a la tirantez que se respira en el partido inicial de tenis, en la comida familiar. No es difícil deducir los motivos de desamor de Joan –quien, por cierto, no es ninguna santa, tampoco víctima– al asistir a la conducta de Bernard respecto de sus hijos adolescentes, a los que impone cambiar a diario de casa en una custodia compartida, sin escuchar sus deseos. El marido abandonado manipula la admiración de su hijo mayor, subestima a su primera novia, lo induce a traicionarla. A su vez, Bernard tiene un affaire con una alumna a la que da hospedaje. Mejor dicho, ella lo tiene con él y luego se lo quita de encima.
En cambio, de la historia de Joan con el maestro de tenis no se sabe ningún detalle, tampoco hay datos de la novela que va a editar ni sobre el cuento que acaba de publicar el New Yorker (para mayor amargura de Bernard). De esta mujer elusiva que representa a la madre del director, la crítica del Village Voice Georgia Brown, apenas sabemos que esconde algunos libros (que dice que le pertenecen) debajo de la cama de su hijo menor para que no se los lleve Bernard. Y que, con ese pelo suelto tan largo, quizás intente aferrarse a una imagen juvenil que ha comenzado a empañarse.
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