Viernes, 14 de abril de 2006 | Hoy
ARTE
Durante los trayectos de las orillas al centro de la ciudad, la fotógrafa Laura Messing comenzó a preguntarse por el mundo que veía modificarse día a día. Es sobre ese universo, sobre el espacio público urbano y lo que las vidas que lo habitan hacen con, sobre, a través de él, que se deslizó, cámara en mano, para hacer el ensayo La construcción social del espacio.
Por Soledad Vallejos
Quizá la afirmación suene ingenua, pero éstas son imágenes de alguien que mira, observa, desgrana la ciudad a través de preguntas, como quien se enfrenta (a sí misma, pero también a los demás) a espejos en los que se reconoce y no se reconoce a la vez, pero no por azar, sino porque lo que persigue es ese efecto de extrañamiento. A fin de cuentas, quien resiste al supuesto naturalismo de la mirada fuerza una atención despierta. De esa actitud, entonces, estos frutos que la fotógrafa Laura Messing convirtió en La construcción social del espacio, el libro en el que con fotos y textos propios y ajenos –la acompañan Julio Sánchez y Valeria González– ensaya (como intento y búsqueda, como afirmación, como hipótesis) respuestas y miradas en torno de la ciudad vivida como artefacto cultural vivo y vital, aunque a veces sólo sea tenido en cuenta como paisaje ajeno, como síntoma distante que se disfraza de trámite para los ritos de la vida cotidiana. Es esa ciudad interpelada y puesta en cuestión la protagonista de una serie que la desarticula, qué curioso, siguiendo los pasos de un recorrido circular: “Aquello que hoy es mercancía –escribió Messing–, tarde o temprano será despojo, y al revés también, lo que hoy es baldío, demolición o basural, en algún tiempo será mercancía”. De dónde se sale, a dónde se llega; aunque el lugar pueda ser el mismo, la experiencia ¿no transforma?
“¿Cuántas veces pasamos exactamente por los mismos lugares? Sin darnos cuenta, paramos en el mismo semáforo, miramos el mismo cartel, la misma vidriera. Repetimos todos los días la misma serie de pequeñas acciones.” De eso, ni más ni menos, hablan estos detalles detenidos –por un instante– en las páginas del libro.
Los usos y los días
El espacio y el tiempo; en ambos casos, sus usos; de eso tratan los capítulos que abren la contemplación del espacio urbano como la reflexión sobre lo que se construye socialmente en una sociedad que insiste en verse recortada, desintegrada, retraída en los ámbitos opacos de la privacidad. Cuenta Julio Sánchez que Messing fue concibiendo la idea de estas fotos durante sus viajes en auto entre la zona norte y el centro. De ida y de vuelta, en un inicio y en un final, Messing parece haber notado que a veces lo que importa no es tanto el orden en que eso suceda como el tránsito en sí mismo. La retórica de las imágenes sostiene que una ciudad y su experiencia social de los lugares públicos es necesariamente un desborde (valga la redundancia) necesario, pero que es sólo a partir de allí, de esa ruptura, que tal cosa comienza, y es que cómo podría existir un mundo allá afuera si todo es un adentro que no se comparte más que con los conocidos. La(s) ciudad(es) en la obra de Messing comienza(n) cuando algo se ha quebrado de manera irremediable y ha dado comienzo a una modalidad completamente diferente. Es curioso, sin embargo, que en el inicio sea el lugar despojado de presencias humanas: lo evidentemente habitado (de qué podrían ser esas huellas sino de sus habitantes) pero vaciado de la contemplación efectiva de esas presencias. Vale decir: lo que prima en los usos del espacio y el tiempo urbano son los objetos y artefactos, escindidos de la acción humana pero profundamente marcados por ella.
Allí están los paisajes de automóviles que harían las delicias de la pesadilla futurista, el avance inclemente de demoliciones (que, obvio es decirlo, darán lugar a otras construcciones que quizá sean demolidas), los perfiles que, como fantasmas, atestiguan aquello que supo estar y aguarda la nueva forma. Es eso y no otra cosa lo que rodea los cuerpos y se vive a lo largo de los días, y sin embargo Messing palpa otras reflexiones en los discursos. “Si le planteamos a cualquier habitante de la ciudad que se imagine a sí mismo en un lugar ideal –escribe–, muy probablemente no sea la ciudad en la que vive, sino algún otro espacio en el que pasa sus vacaciones algunos días al año, o posiblemente algún lugar en el que nunca estuvo.” Esas palabras que remiten al territorio de lo que no se atraviesa cada día, que acercan a lo lejano y eventual hablan, por un lado, del deseo, pero especialmente del deseo que no se satisface. Si se la entiende a partir del disgusto, del desagrado, de la negación, si su presencia no es un mundo de experiencia que aprovechar y asumir día a día (recuerda, una, ahora, que cada mañana el noticiero de la radio apunta “atención automovilistas: no circular por tal lado, hubo un choque”, desdibujando el choque mismo y convirtiéndolo en una cuestión circulatoria, lo importante es circular, lo importante es no detenerse, lo importante es transitar por la ciudad como quien se convierte en una comunicación punto a punto, evite el desvío), si se la piensa así, claro, quién va a reconocerse en la ciudad que habita.
Más allá del borde,los cuerpos
“Los álbumes familiares de fotografías difícilmente incluyan, desde la valoración o el aprecio, los espacios de la ciudad donde el grupo pasa la mayor parte de su tiempo, pero sí esos exóticos lugares de paso que elegimos para descansar”, apunta Messing. ¿Por qué ese afán de no hacer participar a los espacios habituales de los mecanismos de las memorias? O mejor: ¿qué es lo que se atesora cuando se deciden los momentos, los lugares, las personas, a fotografiar? Cómo comprender la activación de la memoria visual, si no es posible ignorar algo deslizado en La construcción... por Valeria González: “Fotografiamos para olvidar: el hábito fotográfico impide a los personajes ver el paisaje”. Es en los bordes, en las transformaciones que ha sufrido el concepto de “barrio parque” que Messing recuerda de su infancia (un lugar bucólico, un ámbito lleno de jardines y niños y vecinos y vida social puertas afuera) hasta convertirse en un mundillo de portones, carteles atemorizantes y casillas que dan a los serenos más apariencia de presos que de vigilantes. La ciudad, esa mole, demora en metabolizar los cambios. Los bordes de la ciudad, en cambio, los bordes del paisaje, se muestran más permeables, son más susceptibles, más vulnerables ante esas corrientes que van fluyendo. Se dejan hollar. Las presencias que van dejando sus huellas, sin embargo, no aparecen en la obra hasta el final: se recortan, asombrosamente se recortan, en un trajín cotidiano que poco tiene de excepción. Cuerpos de mujeres y hombres captados –apenas– en tránsito, pero en esos momentos mágicos en que la luz se vuelve blanca y el mundo alrededor se recorta. Insertos en el mundo, esos cuerpos están también fuera de él. Y sin embargo lo modelan.
La construcción social del espacio se presentará el 26 de abril a las 19 en la Galería Isidro Miranda, Estados Unidos 726 (San Telmo).
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