Viernes, 14 de abril de 2006 | Hoy
TALK SHOW
Por Moira Soto
En el cine negro no suele haber envenenadoras, aunque sí instigadoras o directamente chicas fatales de armas disparar. Pero en la vida llamada real, las mujeres –acaso un resabio de antiguos filtros y bebedizos, seguramente para evitar la violencia y el rastro ensangrentado– tienden a administrar sustancias tóxicas diversas cuando quieren deshacerse –por interés, por venganza– de una o varias personas. Porque si bien, de acuerdo con las estadísticas, son excepcionales las exterminadoras seriales, que las hay, las hay.
En el 2003, la directora Patty Jenkins filmó (mediocremente) las fechorías de Aileen Wuornos, la prostituta que se cargó a siete tipos y fue ejecutada en el 2002, encarnada por Charlize Theron en Monster, con sobrepeso y maquillaje en contra. Aunque todavía sus asesinatos no fueron llevados a la pantalla, en los ‘90 causó gran impacto en Europa la austríaca Elfriede Blauersteiner, detenida a los 64, acusada de matar con medicamentos a alrededor de una docena de hombres y también a una vecina que la importunaba. Blauersteiner reconoció algunos crímenes –perpetrados con antidepresivos y remedios para diabéticos, que probaba en ella misma– y frente a la prensa, producida y encantada con su momento de fama, proclamó: “Aquí estoy. ¡Yo soy la viuda negra!”, y también: “Todos los hombres merecen ser asesinados”. El método Elfriede consistía en levantar cariñosamente a solitarios y viudos adinerados, medicarlos hasta que muriesen y luego, en complicidad con un abogado, presentar testamentos a su favor. Cobraba y se daba la gran vida, además de jugarse millones a la ruleta.
Curiosamente, hay mujeres de la Historia señaladas por el lugar común como envenenadoras que no merecen ese sambenito. En un extremo tenemos a Lucrecia Borgia, harto citada como administradora de pociones mortales pese a que esta princesa italiana, hija del cardenal que se convertiría en el papa Alejandro VI en 1492, según historiadores confiables no fue otra cosa que instrumento manipulado de la política pontificia, casada tres veces en alianzas que convenían al poder religioso reinante. En el otro extremo estaría Catalina de Médicis, reina madre en la Francia del siglo XVI, capaz de ordenar la carnicería de San Bartolomé, con 2 mil muertos sólo en París, pero no de andar repartiendo brebajes emponzoñados.
La mujer que sí envenenó a tres amigas –a las que estafó– con cianuro alcalino fue, según el dictamen de la Cámara del Crimen de mayo de 1985 (revocando la sentencia de primera instancia que la había absuelto en 1982 por el beneficio de la duda), la vecina de Montserrat, Mercedes Bolla Aponte de Murano, Yiya para todo el mundo a esta altura. El caso, ligado a la especulación de la patria financiera de la última dictadura –las muertes ocurrieron en 1979– y a la anécdota del té con masas al cianuro, dio para la crónica sensacionalista no exenta de humor negro. La prisión perpetua fue conmutada por 25 años y luego de cumplir los dos tercios, en noviembre de 1995, según lo consigna Marisa Grinstein en Mujeres asesinas (Editorial Norma), Yiya Murano fue puesta en libertad.
Dentro del ciclo producido por Pol-ka y presentado por Canal 13 el año pasado, el capítulo de Murano fue postergado por exigencias de la propia protagonista. De modo que hubo que esperar hasta el martes pasado a las 23 para ver, en la reapertura de Mujeres asesinas, “Yiya Murano, envenenadora”. Una entrega realizada con los habituales primores formales que brindó al cierre un plus que redimensionó el relato: después de mostrar a Nacha Guevara inyectar masas, servir té aliñado con cianuro y esperar fríamente que se produzca una muerte dolorosa, irrumpió en pantalla la auténtica, la actual Yiya Murano haciendo su descargo en primerísimo plano: dijo que la ley es humana y que la justicia es divina, y que en su caso la ley se equivocó, anunció que iba a dar a conocer toda la verdad con pruebas irrefutables, y concluyó jurando “por lo más sagrado” (?) que jamás le había hecho daño físico a nadie. Rarísimo el efecto de ver y escuchar a la propia Yiya (tildada en el fallo de 1985 de “personalidad polifacética, de rasgos histéricos, paranoides, emocionalmente fría, exhibicionista, etc.”) a los setenta y tantos, firme como una roca erosionada por el tiempo, leyendo un escrito probablemente de su abogado. Y compararla con la máscara alisada, inmóvil (ni siquiera puede fruncir el ceño cuando la ocasión dramática lo pide) de Nacha Guevara, sus labios engordados sin un plieguecito en torno, sus ojos sin sombra de una patita de colibrí... La confrontación resultó fascinante porque el rostro –no así las manos– de Guevara carece de edad, está fuera del tiempo. Es notable cómo en su enfrentamiento con la excelente Mónica Scaparone, mucho más joven, se aprecia doblemente la flexibilidad expresiva de esta actriz que sí puede mover su frente y crispar su cara cuando hace falta, porque los músculos le responden.
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