Viernes, 14 de julio de 2006 | Hoy
LEYENDAS
Cuando la República española era amenazada por el franquismo, Rosario Sánchez Mora tenía 17 años y una convicción: era preciso defender lo que el voto popular había elegido. Se ofreció como voluntaria y llegó al frente, en donde el estallido de una bomba casera le hizo perder una mano, convertirse en icono republicano y ganar un mote que todavía hoy, 70 años después de la Guerra Civil, la acompaña y nombra: Rosario la dinamitera.
Por Liliana Viola
Rosario Sánchez Mora tiene 17 años. España, julio de 1936. Si en algo cree, es en los ideales de la República que ahora está en peligro; avanzan las tropas de Franco. Por eso hace un año se afilió a las Juventudes Socialistas Unificadas y por eso ahora, cuando unos soldados irrumpen en el aula pidiendo voluntarios para el frente, ella levanta la mano. Antes reflexiona: vinieron a pedir “voluntarios” a una clase de corte y confección. Ya no debe ser un impedimento el ser mujer. Y soy mujer. Además, acabo de hacerme la permanente y dado que me he puesto esta falda de volados hoy se me nota más que nunca. Mientras uno de los soldados le dice dónde y a qué hora la esperarán mañana para subirla al camión, darle su uniforme y las dos o tres instrucciones básicas para manejar el fusil, Rosario sigue con su mano derecha levantada. Es la misma mano que pocos meses después tomará prestada Miguel Hernández para escribir uno de los poemas más emblemáticos de la Guerra Civil Española: “Era tu mano derecha/ capaz de fundir leones/ la flor de las municiones/ el anhelo de la mecha”.
Rosario luchó en el frente, y si bien no les tuvo tanto miedo a los enemigos, temblaba ante su propia condición femenina, pero no por la falta de respeto de los chicos, que jamás se propasaron y siempre la trataron como a uno más hasta el punto de que ni siquiera sabían su nombre. Como su seña particular entre tanto uniforme era que se trataba de una chica, la llamaban “la muchacha”, de allí que en todas partes y desde entonces la conocieran no como Rosario sino como La Chacha. “Y quiero dejar bien sentado que fueron muchas las milicianas que supieron comportarse con una moralidad intachable en todos los terrenos. Mira, yo con mis 17 años recién cumplidos no había tenido nunca novio y cuando marché al frente como miliciana era virgen y puedo decirlo muy alto, porque salí de allí virgen.” Si no era por su virginidad ni por la muerte, su miedo era porque al fin y al cabo tal vez fuera cierto eso del sexo débil: “En mi parapeto estaba yo sola con 20 o 30 chicos y aprendí a luchar metida en la tierra con un mosquetón que pesaba 7 kilos. Pero por la noche hacíamos guardias de una hora, pasándonos de uno a otro el único reloj que teníamos; cuando me tocaba a mí tenía miedo porque pensaba que era más torpe que los hombres y que por mi culpa podía pasar el enemigo y coger al grupo descubierto”. Por defender al gobierno legítimamente establecido, Rosario cobraba un jornal de diez pesetas diarias y una ración de comida. Luego de dos semanas de enfrentamientos, en las que lograron contener a los rebeldes nacionales, la guerra en la sierra dejó de ser una batalla abierta para convertirse en una batalla de posiciones; por eso destinaron a La Chacha a la sección de dinamiteros. Si el enemigo hubiera sabido cómo y con qué instrumentos armaban los republicanos sus armas de guerra, habrían ganado antes la batalla, pero muertos de risa. Mientras los nacionales tenían bombas de piña y armas modernas, en la unidad de Rosario se elaboraban armas letales con latas de leche condensada y clavos. “Un compañero minero de Asturias era el encargado de colocar el fulminante y nosotros las lanzábamos con una mano.” La misma mano que una dinamita arrancó de cuajo unos segundos antes de que Rosario pudiera lanzarla hacia adelante. Estuvo internada una semana en un hospital para heridos de guerra y de allí tuvo que salir antes de tiempo para huir del enemigo que ya había tomado la Ciudad Universitaria. Cuentan que la noticia corrió de boca en boca y que enterado del accidente fue a visitarla el mismísimo Ortega y Gasset al hospital. “Sí. Ortega y Gasset me dijo que me iba a regalar un frasco de colonia y bombones. Yo le dije que no, que lo que quería era una pulserita hecha con balitas que llevaba su ayudante. Y es que en lo único que yo pensaba era en volver al frente.” Y Rosario volvió al frente. Su historia, que podría haber culminado en este triste episodio coronado con la anécdota del escritor famoso, muy por el contrario, podría decirse que comenzó allí. Y más aún, podría decirse que no ha terminado todavía.
España estaba dividida en dos y dentro de esas dos, en muchas otras Españas, a lo largo de zanjas y trincheras. Luego de casi tres años de lucha, Madrid, tomada por las tropas de Franco, se llevó toda esperanza de salvar a la República, a la democracia, a la cultura pluralista sin el agobio de las sotanas y de una televisión pacata, se llevó casi un millón de vidas, los cantos que a García Lorca le faltaron inventar, la poca salud de Miguel Hernández que murió tuberculoso en la cárcel, los españoles que se exiliaron... A la que no pudieron llevarse ni los prepotentes ni el paso de los años fue a Rosario Sánchez Mora, mucho más conocida como “la dinamitera” por los versos que le dedicó Miguel Hernández: “Rosario/dinamitera/ sobre tu mano bonita/ celaba la dinamita/sus atributos de fiera”. La veneración que suscitó en este poeta que inmortalizó su mano perdida y en otros autores como Vicente Aleixandre, quien en una velada la invitó a bailar y le prometió hacerle un libro a cambio de que jamás se casara, la convierten en un símbolo de la República y también en un ser algo irreal. Podría pensarse que ha sido tan solo una idea, una musa para la imaginación de los poetas que ardían entonces para la libertad. Podría pensarse eso, si no estuviera presente, de carne y hueso, ahora mismo, con sus 87 años, andando por las calles de Madrid, dando entrevistas a historiadores y periodistas que buscan la versión de una sobreviviente. Ella es una de las voces de los grandes perdedores de una batalla que significó, para muchos, el preámbulo de la Segunda Guerra Mundial, campo de pruebas para las potencias del Eje y la Unión Soviética. Rosario es de verdad, y como ella muchas otras cientos de desconocidas y célebres como Dolores Ibárruri, La Pasionaria o la argentina Mika Etchébèhere. Desde hace muchos años escribe en un cuaderno anillado cada recuerdo que le vuelve a la cabeza de aquellos 36 meses que se pasó luchando, agita con desparpajo el muñón ante los fotógrafos en algún acto conmemorativo y repite paciente la misma respuesta para esa pregunta que le han hecho ya cientos de veces:
–Me habían enseñado que debía guiarme por el calor de la mecha para saber que había que tirar la bomba, pero un día la mecha estaba mojada y no prendía por fuera, sino por dentro. Yo estaba en la punta izquierda, de modo que mi brazo derecho rozaba al compañero que estaba a mi lado. La mecha empezó a silbar. Alguien me dijo: ¡tírala! Otro gritó: ¡no la tires! Yo pensé que si la arrojaba hacia delante, podía salpicar la dinamita en los ojos de algún compañero o incluso en los míos. Pensé en darme la vuelta, pero cuando lo hice con toda rapidez no fue lo suficiente, y antes de que me diera tiempo a soltarla, me estalló en la mano derecha arrancándomela de cuajo. Recuerdo que no lloré ni grité. Mis compañeros huyeron y a socorrerme sólo vino un chico que me hizo dos torniquetes con las cintas de sus alpargatas.
Luego del accidente llenó interminables solicitudes para regresar al frente. Pero no era solo su mano un impedimento sino que las cosas habían cambiado mucho. El bando franquista había hecho correr la voz contra las milicianas acusándolas de prostitutas, mientras llamaban cobardes a los milicianos por necesitar de mujeres para combatir. El descrédito de los enemigos se contagió a los mismos republicanos, que empezaron a acusarlas de contagiarles enfermedades venéreas. En realidad la incomodidad era general ya que estas mujeres en el medio del caos habían ocupado un espacio tradicionalmente masculino. Muchas de ellas llegaban a dar órdenes a los soldados. Tomar decisiones fue durante muchas décadas una tarea de hombres, especialmente en la España de Franco, quien invocaba a una santa virgen antes de decidir algún fusilamiento. Las mismas organizaciones de izquierda, cuenta la historiadora española Isabel Valcarcel, empezaron a cambiar el discurso. Ellas eran madres, daban la vida, no podían matar. Y la misma propaganda cambió sus imágenes: la linda y joven miliciana que aparecía al comienzo de la guerra invitando a los hombres a sumarse a la lucha había sido suplantada por mujeres trabajadoras en las fábricas sustituyendo la mano de obra masculina, en los asilos de niños, cosiendo ropas para los desposeídos o enviando a sus hijos a la guerra. Las milicias populares se habían convertido además en un ejército organizado donde las mujeres no entraban en ninguna jerarquía. Entre las contadas que siguieron en la primera línea de combate consiguió ubicarse La Chacha. La nombraron Jefe de Cartería, con la responsabilidad de hacer llegar a sus compañeros la correspondencia de sus familiares. Ascendió a sargento y tuvo mucha suerte si se contabilizan las veces que las balas le pasaron zumbando los oídos. A Vicente Aleixandre no le hizo caso y por lo tanto jamás tuvo aquel libro: se casó durante la guerra, el 12 de septiembre de 1937 con otro miliciano, Paco Burcet. Tuvieron una hija que quedó al cuidado de una de las abuelas mientras sus padres, cada uno por su lado, seguían en la lucha.
Cuando terminó la guerra, los vecinos de Villajero de Salvanés dieron a las autoridades las señas de la dinamitera y los falangistas no tardaron mucho en dar con ella. No se olvidará nunca del 20 de septiembre de 1939, cuando escuchó que pedían por sus cargos la pena de muerte. Finalmente la condenaron a treinta años de cárcel. Estuvo presa en seis prisiones diferentes hasta que salió libre en 1941 por una de esas gracias aleatorias que decretaba el caudillo cuando los reclusos sobrepasaban la capacidad de las prisiones. Igual tuvo suficiente tiempo como para conocer en detalle el horror de la posguerra. “Por ejemplo –anota en su cuaderno-, en la cárcel de Bilbao nos daban la comida que les sobraba a los cerdos. (...) Me impactaron las madrugadas. Las celdas estaban a ras del suelo y veíamos pasar los carros de basura llenos de hombres condenados a muerte. ¡Qué humillación, encontrarse con la muerte subidos en un carro de basura!”
Cuando salió de la cárcel buscó a su marido que a principios de 1938 había partido para Teruel con las tropas de El Campesino. Su hija Elena, esa niña espigada y flaca que ya tenía 4 años cuando se encontró con su mamá, rompió a llorar de espanto ante el abrazo de esa desconocida. Tardaron bastante en decirle que Paco se había vuelto a casar y que tenía dos hijos. Además, a esa altura el régimen de Franco había anulado los matrimonios civiles de la República, y como ella no se había casado por Iglesia, para los efectos legales de esta nueva realidad, ella era una madre soltera. Viajó por España para encontrarse con su amor perdido, pero no lo encontró. Desoyó a Aleixandre por segunda vez y se casó con el hermano de una amiga, con quien tuvo otra hija. Se separaron al cabo de dos años. Durante un largo tiempo, La Chacha se dedicó, como muchos republicanos que se salvaron de ser expatriados, a vender tabaco americano de contrabando en la plaza de La Cibeles. Luego de muchos años de dormir en la calle, llegó a tener su estanco propio. Habían pasado más de quince años cuando Paco volvió a buscarla. Lo había esperado mucho, pero era demasiado tarde. Paco murió en Tarragona en 1982, con 65 años y después de haberse casado tres veces. Luego de la muerte de Franco, en 1975, se les reconoció a los republicanos el derecho a una pensión como mutilados de guerra.
Rosario vive en una casa en el centro de Madrid donde le ha contado su vida al periodista Carlos Fonseca, quien este mismo año y con motivo de los 70 años de la Guerra publicó su libro Rosario dinamitera. Una mujer en el frente. “Fui a defender la República porque había triunfado legalmente en las elecciones. Quería sostenerla y me metí yo sola en un autocar lleno de chicos para alistarme como voluntaria. Al final, a pesar de todo el sufrimiento, mereció la pena, porque lo hice por defender unos ideales que para mí eran justos.” Eso dice Rosario cada vez que le preguntan si volvería a hacer todo de nuevo. Y luego, después de un silencio, agrega: “Ojalá no conozcamos otra guerra nunca. Mueren tantos jóvenes...”
por Miguel Hernández
Rosario, dinamitera,
sobre tu mano bonita
celaba la dinamita
sus atributos de fiera.
Nadie al mirarla creyera
que había en su corazón
una desesperación,
de cristales, de metralla
ansiosa de una batalla,
sedienta de una explosión.
Era tu mano derecha,
capaz de fundir leones,
la flor de las municiones
y el anhelo de la mecha.
Rosario, buena cosecha,
alta como un campanario
sembrabas al adversario
de dinamita furiosa
y era tu mano una rosa
enfurecida, Rosario.
Buitrago ha sido testigo
de la condición de rayo
de las hazañas que callo
y de la mano que digo.
¡Bien conoció el enemigo
la mano de esta doncella,
que hoy no es mano porque de ella,
que ni un solo dedo agita,
se prendó la dinamita
y la convirtió en estrella!
Rosario, dinamitera,
puedes ser varón y eres
la nata de las mujeres,
la espuma de la trinchera.
Digna como una bandera
de triunfos y resplandores,
dinamiteros pastores,
vedla agitando su aliento
y dad las bombas al viento
del alma de los traidores.
Entre las afortunadas que consiguen mantenerse al frente luchando hombro con hombro junto a los hombres, está Fidela Fernández, conocida como Fifí y experta conductora de camiones con sólo 16 años y que luego en los años 50 sería la primera mujer conductora de este tipo de transporte, así como el de autobuses de línea entre los pueblos de la sierra madrileña. Fifí llegó a agredir a un oficial que se atrevió a dudar de su honestidad. “Había prostitutas, pero estaban en la retaguardia. No tenían nada que ver con nosotras, que luchábamos. Y eso nuestros compañeros lo sabían muy bien. No nos veían como mujeres. Y no podían ni que hubiesen querido. Nosotras estábamos en las trincheras, tan sucias y empiojadas como ellos.” Otra miliciana muy reconocida fue la argentina Mika Etchébèrehe, famosa capitana anarquista que siguió luchando después de la muerte de su marido. Y conocida sobre todo porque en su columna las milicianas tenían los mismos derechos que los varones, no se ocupaban de los platos. En su libro testimonio Mi guerra de España, Mika señalaba que “la retaguardia me hace daño, por eso debo volver al frente. Mis días se llenarán aquí de imágenes desalentadoras, tendré un montón de ocios inútiles, cantidades de noches sin sueño pobladas por todos los muertos que llevo a la zaga. Me siento incapaz de asumir otras tareas que las de la guerra misma”.
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