Viernes, 11 de agosto de 2006 | Hoy
TEATRO
Ingrid Pelicori y Horacio Peña parecen haber encontrado el secreto de la felicidad y la constancia en la pareja artística –separable de vez en cuando– que integran desde hace diez años, en buena convivencia (profesional y amistosa) con el director Rubén Szuchmacher. Ella y él dicen que la clave está en no legalizar y en evitar el pegoteo. Ahora celebran con el estreno de Quartett, genial creación de Heine Müller.
Por Moira Soto
Haber hecho cine, teatro y televisión por separado no evita que el público los identifique como pareja estable sobre el escenario, y quizás en la vida. Lo primero es cierto, aunque con escapadas, por así decirlo; lo segundo, no. Pero la verdad es que desde que estrenaron Decadencia, de Steven Berkoff, bajo la dirección de Rubén Szuchmacher, Ingrid Pelicori y Horacio Peña forman una suerte de confiable rubro artístico avalado por espectáculos como Polvo eres (Harold Pinter), El amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín (García Lorca), La biblioteca de Babel (Borges), Pedir demasiado (Griselda Gambaro)... Para Peña y Pelicori es una fiesta más que digna de cumpleaños estar estrenando hoy Quartett, la magnífica pieza de Heine Müller, naturalmente con puesta en escena de Szuchmacher. El diseño de iluminación es de Gonzalo Córdova y la escenografía y el vestuario pertenecen a Jorge Ferrari.
Ingrid Pelicori: –Sí, todo el tiempo, pero en realidad no las consideramos infidelidades...
Horacio Peña: –Pareja abierta, sí (risas). Hemos hecho cosas aparte, nos hemos tomado algunas libertades.
I.P.: –Claro, si contamos Lo que pasó cuando Nora dejó a su marido, de Jelinek, y otras obras donde hubo mucha más gente. El antecedente directo de estos diez años es El loco y la monja, de Witkiewicz, que hicimos en 1987, dirigidos por Rubén, cuando estábamos ambos en el elenco estable del San Martín. Había más actores sobre la escena y fue la primera vez que trabajamos juntos. Al año siguiente hicimos Muñeca, de Discépolo, también con Rubén y elenco.
H.P.: –Esos fueron realmente los inicios, la protohistoria.
I.P.: –Bueno, no exactamente. No estábamos solos, era dentro del marco del San Martín. Decadencia inauguró ya otra etapa, en el sentido de entrar en un camino más personal, buscar nuestros propios proyectos, proponernos distintas búsquedas, ir haciendo cosas muy diferentes de común acuerdo.
H.P.: –Sí, una obra hermosa, maravilloso texto. Tenemos que reconocer que, en general, nos hemos dado grandes gustos. Para poder trabajar a conciencia con un texto hay que comprenderlo, desbrozarlo, saber qué estás diciendo en cada momento.
I.P.: –Está muy basada en la palabra, Müller es autor de una gran inteligencia y, a su vez, el espectáculo apela a la inteligencia del público. Está muy jugado en el plano del lenguaje. Entonces, fue muy bueno meterse a fondo, investigar cómo está construida la palabra.
I.P.: –Sí, pero también sobre algo que los humanos, por más poder que tengan, no pueden controlar: el cuerpo como lo que se corrompe y se muere, como lo que desea más allá de la voluntad. El estar sometido a la materia.
H.P.: –Cuerpo deseante y cuerpo muriente. El cuerpo y su autonomía. El no ser dios, no tener ese dominio. Entonces, se opta por destruir.
H.P.: –Justamente, ni siquiera los que se creen con más poder pueden nada contra este descontrol. El poder de esa clase social no impide que envejezcan, que se pudran, que mueran. Y al hacer que Quartett transcurra en momentos previos a la Revolución Francesa y en un bunker después de la III Guerra Mundial, la idea es que hay algo de la condición humana que permanece, que es igual todo el tiempo.
I.P.: –Sí, aunque en principio parece una versión un poco rara de Las relaciones...
H.P.: –Creo que el texto está escrito muy a propósito en ese tono epistolar, pero Müller hace una operación específicamente teatral: coloca en el escenario el actuar, hay una reflexión sobre la representación.
H.P.: –Merteuil y Valmont cambian el discurso, se apropian del discurso del otro sexo.
I.P.: –Hay todo un experimento de un discurso masculino en un cuerpo femenino, y luego un discurso femenino en un cuerpo masculino. Un discurso muy de género en cada caso, en el cuerpo contrario.
I.P.: –Es que hay un juego complejo de lo femenino y lo masculino en Quartett, no se trata tanto de establecer definiciones sino de hacer circular esas cuestiones de género a lo largo de toda la obra, me parece.
H.P.: –Y hay algo recurrente de la destrucción del otro: la única posibilidad de conectar con alguien es destruyendo. Por el exclusivo y puro placer. Hay un monólogo final maravilloso que digo yo: “Es bueno ser una mujer, Valmont, y no un vencedor”.
I.P.: –Es un texto bellísimo, dicho en boca de un hombre, seriamente, pero desde lo femenino. Produce un impacto muy extraño. Pero nunca Müller plantea las cosas linealmente: el hombre es de tal modo, la mujer de tal otro. En la forma que se posicionan los personajes se empieza a disparar una incomodidad que yo diría física, porque un discurso femenino en un cuerpo masculino suena de otra manera, y al revés.
H.P.: –Es raro para mí decir un monólogo con un pensamiento femenino, colocarme en el lugar de una mujer, pasármelo por el cuerpo, enunciar lo femenino que hay en mí. Hay algo de la comprensión de mi ser varón que aporta este texto. Deduzco que ha de resultar perturbador para el público. Creo que hacia ahí apunta el autor: bueno, reflexionemos, ¿qué es esto de los géneros? Sí, tenemos diferentes fisiologías, pero hay algo que está más allá del ser varón o ser mujer. Porque si entramos en el plano de los sentimientos, de los afectos, de ciertas necesidades, las fronteras se vuelven imprecisas. Lo que pasa es que hay toda una cultura en el medio que nos ha dicho: no, muchachos, esto es de las minas, esto es de los tipos..
I.P.: –Pero también es interesante notar que esas diferencias biológicas producen diferencias de actitud, de conductas. Merteuil dice, refiriéndose a los hombres: ustedes tiene que punzarse para ver sangre, ustedes no pueden parir.
H.P.: –Otra frase extraordinaria es: la envidia de la leche de nuestros pechos es lo que los vuelve carniceros.
I.P.: –Ese monólogo dicho por un hombre es impresionante. Y lo que nos pidió Rubén fue que, cuando cambiamos de sexo, yo no me hiciera el hombre ni Horacio la mujer, lo que cambia es el discurso. Entonces, encarnar el discurso en este cuerpo, dejar que nos conforme. Porque ésa es la primera tentación actoral que presenta la obra.
H.P.: –En definitiva, como decía Discépolo, vivimos confundidos. ¿Qué nos aclara, qué nos soluciona saber yo que soy hombre, ella que es mujer, frente a los temas de la muerte, de ir deshaciéndose por la vida? No es que el género sea un resguardo. Ni siquiera es un lugar fijo, estable, como bien sabemos ahora que están cayendo tantas barreras culturales. El avance de las mujeres en menos de un siglo ha sido meteórico, aunque todavía falta para la igualdad.
I.P.: –De todos modos, hay que reconocer que en el siglo XVIII, en algunos lugares de Europa, las cosas eran más igualitarias, por cierto entre la gente de la aristocracia. Hubo algunos personajes femeninos de avanzada gracias a que recibieron educación y pudieron ejercer ciertas libertades. En Quartett está representado este tipo de mujer que, en algún punto, podría ser una mujer de hoy, no subordinada al hombre.
H.P.: –Una mujer cuya postura cínica la lleva a cercenar sus sentimientos. Ella elige tener al hombre como antagonista. “Yo no lo amé”, le dice a Valmont. “¿Cómo puede creerme capaz de un sentimiento tan bajo?” A pesar de los temas que trata, ésta es una obra llena de humor, de una ironía que aflora plenamente en esta puesta. Müller, que habla de cosas tan contemporáneas y humanas, dice que es una comedia.
I.P.: –No en los últimos tramos, pero sí, en Quartett hay muchas zonas francamente graciosas, todos los juegos de seducción, por ejemplo, que recurren a frases del discurso eclesiástico, de la Iglesia, para lograr la rendición de Volanges. Frases de doble sentido, como de Alberto Olmedo. Pero debajo está siempre la muerte acechando, porque éste es un juego a muerte, donde el que gana también muere.
¿Hay vida de familia artística para rato, entonces?p>
H.P.: –Creo que funcionó porque no nos propusimos conformar una compañía, ni ponernos un nombre, hacernos un sello. Nos unió el deseo y el gusto de trabajar juntos.
H.P.: –No, claro, preferimos el concubinato (risas). Aunque cada uno haga laburos por su lado, la experiencia nos enseñó que trabajar en grupo alivia el laburo en un 50 por cierto.
I.P.: –Porque hay un montón de cosas que ya están habladas, acordadas, sobreentendidas. Hay códigos, afinidades, un lenguaje común, no se pierde tiempo en malentendidos. Tanta confianza recíproca incita a lo desconocido, al desafío.
H.P.: –A mí me gusta eso de que no nos hayamos pegoteado, que cada uno pueda ir y venir. Te da aire, mantiene algo fresco en el interior de esta familia.
I.P.: –Vos sabés que mucha gente cree que Horacio y yo somos pareja, o que lo hemos sido, cosa que no es cierta, evidentemente. Pero mirá lo que dijo un día mi tía Pola (Alonso), que tenía grandes frases, cuando veníamos en auto, después de hacer Perlimplín con Horacio en alguna biblioteca: “Lo de ustedes dos arriba de un escenario es de una armonía tal que sólo podría destruirla un matrimonio”.
H.P.: –Es como una frase de Quartett que podrías decir vos, Ingrid. De cuadrito.
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