Viernes, 11 de agosto de 2006 | Hoy
URBANIDADES
Por Marta Dillon
Entre hoy y el lunes Vanesa y Betiana sabrán cómo será su vida en adelante. Ellas son las dos jóvenes –adolescentes diríamos si estuvieran protegidas en el corazón de una familia de clase media– acusadas de promoción de la prostitución, reducción a servidumbre y privación ilegítima de la libertad contra una compañera de cautiverio en el burdel Puente de Fuego, en un pueblo del paraíso sojero del sur de Córdoba, Inriville. Se las acusa de los mismos delitos que al proxeneta que regenteaba el lugar y que las había comprado por monedas a otros proxenetas, dibujando un trazo más en la red de trata que surca –al menos– nuestro país. Pero claro, ellas hacía tiempo que se habían acostumbrado a callar y consentir para sobrevivir. Capturadas a los 9 y a los 13, cuando la policía las detuvo ya habían cumplido los 20 y 21. La única diferencia entre ellas y la joven que aparece como única víctima en este juicio es el tiempo que llevaban atrapadas en los circuitos de explotación sexual. Su caso se conoció en junio y una efímera reacción en la prensa nacional hizo que algunas cosas cambiaran para ellas y sobre todo para el pueblo que sirve de escenario. Desde las primeras audiencias hasta ahora son muchos los que se animaron a hablar: remiseros, clientes, proveedores, hombres en su mayoría que ahora asumen haber pagado por sexo, algo de lo que no se hubieran avergonzado si no fuera porque la Justicia metió la cola. A Vanesa y a Betiana ahora las miran de otra manera. Queda ver si el final del juicio les da la chance de saber que valen algo más que el precio de su cuerpo por unos cuantos minutos. Y si ese pueblo chico en donde algunos hablaron podrá encontrar un espejo donde mirarse de nuevo.
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