Viernes, 9 de agosto de 2002 | Hoy
SOCIEDAD
Lidia Quinteros tiene 46 años, es tucumana, y fue oficial zapatera mientras pudo. De aquella época de su vida le quedó el deslumbramiento por los tacos. Hoy no los usa para empujar su carreta de cartonera. Es delegada en el Tren Blanco.
No tuvo militancia ni formación
política en alguna estructura partidaria. Sin embargo, es delegada de
uno de los grupos más numerosos de cartoneros que emergieron y se desarrollaron
en Buenos Aires durante los dos últimos años. Lidia Quinteros
es tucumana, atravesó el país cuando tenía seis años
para instalarse con su familia en uno de los asentamientos obreros del Conurbano.
Eso sucedió en los ‘60, cuando los barrios de la periferia porteña
aún crecían alimentados por inmigrantes que llegaban a la Capital
buscando trabajo y las buenas referencias del Estado de Bienestar. Durante años
fue obrera del calzado. En las fábricas descubrió las plantillas
y los moldes de tacos chinos y franceses. También aprendió a usarlos,
jugando mientras se reía mirando sus pies finitos vestidos con zapatos
de mujer. Ahora tiene 46 años, no tiene ninguno de esos zapatos en el
ropero, ni los moldes ni, tampoco, la protección cerrada de los galpones
de la fábrica. Con la pérdida del trabajo atravesó una
frontera: “Y me dediqué a esto –dice–: a cirujear. Me
daba vergüenza, como venía de una fábrica, me daba vergüenza,
pero después ya está, se me pasó todo y salí a cirujear
con la carreta”.
Su historia está integrada por la vida del barrio, la fábrica,
la deriva de su propia gente y las cuadras transitadas durante años empujando
su carreta en medio de una ciudad empecinada en guardar la basura en bolsas
cerradas. Y empujó el carro en el camino hacia el tren, ese sector de
la estación de José León Suárez, desde donde hoy
parten todos los días cuatrocientos cartoneros, sólo una de las
columnas que cada tarde se abren espacio entre los tachos siempre cerrados de
la ciudad. Lidia Quinteros es una de las 25 mil rastreadores de basura urbanas
cuyas historias repiten estos días las crónicas de los diarios.
O cuyo exilio reclaman cada tanto distintos funcionarios del poder político.
Y es, además, sólo una porción de un país donde
la calle parece aún el único terreno del mercado con capacidad
de inclusión, o de una exclusión que todavía se resiste.
“Como siempre lo dije –dirá–: esta vida nosotros no la
buscamos. Eramos toda gente que trabajábamos, y qué más
quisiera uno que tener su trabajo bien, y ser bien mirado como cualquiera.”
Su búsqueda es la búsqueda de esa mirada. Frente a cada uno de
los tachos, Lidia se para cada día y su peso de cartón perturba
y desordena las calles de un mundo diseñado para darle espacio a la fuga.
En ese único acto, ahí, inclinada, ella hace un rescate por partida
doble: con la basura, es ella misma quien se rescata de un modelo que la ha
descartado sistemáticamente. “Sentís vergüenza la primera
vez –dice–, o muchas veces que te están mirando. Vos te das
vuelta y te das cuenta de que la gente te está mirando, que vos abrís
una bolsa y estás sacando lo que ellos dejaron adentro. ¡Te encontrás
con cada cosa a veces!”
Los cirujas
en la historia
Lidia llegó a Buenos Aires en el ‘62, cuando las fábricas
seguían tomando gente y los obreros no necesitaban dedicarse al cirujeo.
Hasta mediados de los ‘80, los sectores populares vinculados con las fábricas
o integrados a las cadenas de producción de la industria estaban alejados
del campo de trabajo de los cartoneros. En la lógica que regía
el mundo del trabajo, la basura era el espacio de la mendicidad. Allí
crecían y se reproducían los otros, los más pobres de los
pobres: cartoneros, cirujas, botelleros y ropavejeros. Era el lugar de los sectores
marginales y aquellos que la sociología define como pobres estructurales.
El oficio existía, pero se reproducía transmitido de generación
en generación, como una herencia. Por eso no todos los pobres o desocupados
podían ser cartoneros, era casi una cuestión cultural.
En Buenos Aires se los conocía como rebuscadores de basura. No caminaban
en las calles, más bien solían concentrarse en las quemas o vaciaderos
a cielo abierto que hasta entrados los ‘70 estuvieron funcionando dentro
de la ciudad. Angel Prignano es presidente de la Junta de Estudios Históricos
de San José de Flores y en sus crónicas sobre la historia de la
basura asegura que los rebuscadores aparecieron “ni bien comenzaron los
envíos de basura a La Quema de Flores”.
Eso ocurría por 1873 cuando en la ciudad ya había un Tren de la
Basura en el ramal del Ferrocarril del Oeste, una empresa dedicada a la limpieza
de los residuos urbanos y mientras se formaba el primer asentamiento habitado
por las familias de cirujas. Era el pueblo de Las Ranas y estaba en los bajos
de Flores, cerca de la Quema y de lo que ahora es la avenida Amancio Alcorta.
Casi un siglo después, la basura es uno de los principales recursos para
las 25 mil personas que llegan a la Capital todos los días con carretas,
caballos, changuitos y un nutrido grupo de camiones alquilados por cartoneros
o provistos directamente por los galpones ligados a las papeleras. Se dijo que
esta avanzada sobre la basura estaba estimulada por el aumento del precio del
papel y del resto de los materiales recuperados. Pero los números de
la desocupación relevados a fines de julio por el Indec parecen probar
lo contrario. Mientras los niveles de desempleo alcanzaban en ese momento su
pico histórico más alto, el sector del mercado informal fue el
único que siguió creciendo: según el informe, el 56,9 por
ciento de los que aún trabajan son truequistas, cartoneros, vendedores
ambulantes o tienen empleos de baja calificación o en negro.
La vida
en la Capital
El impacto de esos números ni siquiera se esperaba hace diez años,
cuando Lidia empezaba a cirujear. Menos aún en los ‘60, cuando su
madre decidió dejar Tucumán para instalarse en Buenos Aires. Levantaron
la casa en el barrio Independencia, uno de los dos asentamientos de los alrededores
de la estación de José León Suárez. Lidia no regresó
más a Tucumán, sólo lo hizo una vez, a los 18, cuando intentó
una mudanza. En aquel pueblo se encontró con la gente que sobrevivía
haciendo pan, vendiendo en las cosechas de caña y también con
sus tíos: “Mis tíos trabajaban en el Abasto grande de Tucumán,
mi abuelo fue policía: mirá vos lo que vienen a ser las cosas...
Ese tema nunca lo toqué: primera vez que hablo que vengo de herencia
de policía”. Del aquel viaje quedó sólo la necesidad
de volverse a la Capital.
Después entró como operaria en una fábrica: Fuí
oficial zapatera, hacía los taquitos chinos y los Luis XV, ¿cómo
te puedo decir? Vienen con un forro, tenés que forrar la plantilla y
todo ese trabajo lo hacíamos nosotros, manual”. El taller estaba
en Liniers. Allí había treinta operarias que producían
hasta trescientos pares de zapatos por día, divididas en secciones. “Hacíamos
de todo porque cuando faltaba alguna, teníamos que reemplazar a la que
faltaba. Ponele, a veces estaba en los tacos, a veces estaba en las plantillas,
a veces estaba pasándole el pincel a la suela para que el maquinista
lo pegue.”
Fue en esos galpones, cuando descubrió aquel misterioso mundo de los
zapatos. Le gustaban todos, un poco más los bordó y un poco menos
los chinos. “Los Luis XV me compraba yo, cuando salía un modelo
siempre me gustaba tenerlos. Ahora nada más no uso porque me fracturé
un día el pie”. Le gustaban los zapatos y también arreglarse.
Y no era sólo una cuestión de estética, se trataba de un
juego de fuerza que aún ahora repite cada vez que sale a la calle para
cirujear: “Muchas veces me dicen: ‘Si estás trabajando, si
estás cirujeando, ¿por qué te vestís así?’.
Y vos fijate en la calle –dirá–. Cuando te ven más o
menos bien arreglada, la gente, no sé, cambia. Ya te considera, como
que estás de media clase, pero te consideran”.
Esos zapatos le costaban una parte de su sueldo. Los sacaba a crédito
y los pagaba con la misma regularidad con la que, en cada quincena, recibía
el dinero. Para eso también servía el trabajo: para planificar
aunque sea la vida de una quincena. Ese tipo de ingreso generaba un orden distinto.
Ahora le pagan todos los días. Pero ese dinero se va, termina cuando
se acaba el día y Lidia ni siquiera puede pensar en juntar cartones,
acumularlos y venderlos a los mayoristas que pagan mejor precio: “¿Pero
sabés por qué muchos no trabajan con las papeleras? –explicará
más tarde–. Porque en la papelera te dan cheques, a treinta días
o sesenta días y, ¿qué hace una persona como en mi caso
mientras tanto?”
El tránsito por la fábrica de zapatos duró unos diez años.
Después del taller en Liniers consiguió un puesto en otro más
grande de Villa Ballester. Durante esos años, además del encolado
de zapatos, los moldes o plantillas, Lidia aprendió el mecanismo ordenado
de un día de trabajo. Y eso sirvió más tarde, cuando se
preparaba para organizar en José León Suárez la salida
organizada de los cartoneros en el tren: “Porque vos en un trabajo tenés
que saber llegar a horario, tenés que saber tomar tu función.
Tenés que saber que el trabajo tiene que salir. Entonces es como que
ya está: aprendiste muchas cosas”.
Incluso aprendió a reclamar. Eso sucedió en la fábrica
de Villa Ballester. La despidieron cuando aún le debían un mes.
Durante treinta días siguió yendo a la empresa, habló con
abogados y se cruzó en diálogo abierto con los dueños cuantas
veces la dejaron. En los años que siguieron, durante la época
de la híper, consiguió un puesto de limpieza en Telecom a través
de una agenciade empleo. El contrato original era por seis meses. Estuvo allí
durante dos años. Durante los años de paridad cambiaria, Lidia
no pudo conseguir nunca más un trabajo.
Hacia
el cirujeo
Con los años, Lidia cambió de casa, se mudó a Villa Martelli,
al barrio que está justo del otro lado de la estación del tren.
Ahí tuvo en total nueve hijos. Hace un año murió su marido.
Tuvo un accidente cuando volvía del tren cargado de cartones. Una camioneta
lo llevó por delante. Murió después de dos meses de hospital
y mientras los médicos hacían el último intento con una
nueva intervención: “Lo hicieron dormir íntegro, y ahí
dicen que le agarraron tres infartos. Yo me quedé hasta sorprendida porque
no sufría del corazón”. Durante 25 años había
sido empleado de una papelera. Fue capataz antes de cartonero. Pero en esos
años fue él quien primero oyó a su mujer dispuesta a salir
a la calle por el cartón: “Cuando quedamos en la lona, hablé
con él y le dije: ‘Voy a dedicarme a cirujear’”. Para
la familia fue un escándalo. Lidia sentía vergüenza, pero
la vergüenza no empezaba en el tren o en las calles de la Zona Norte donde
cartoneaba. Lo más difícil, lo más pesado, era pasar por
el barrio: “La carreta, acá no la quería llevar –dice–,
se la daba a los chicos para que la saquen al tren. Después ya fue más
normal, vi que empezó a salir mucha gente, no era una cosa rara”.
Desde el barrio salían apenas unas treinta carretas. Muchos todavía
tenían lugares donde conseguir algún trabajo. Y eso sucedía
cuando comenzaba a producirse uno de los cambios estructurales en el mundo del
trabajo cartonero. Recién hace quince años, los grupos de los
botelleros, cirujas y recuperadores de basura comenzaron a recibir a los desocupados.
Eso provocó una mixtura que no existía hasta ese momento. Ese
fenómeno es medular en la historia de estos sectores informales del área
metropolitana. Esa suerte de fusión dio paso a la organización
de cooperativas y de las distintas asociaciones que hoy nuclean sólo
en la Capital a unos mil cartoneros. Y eso se observa cuando se analiza la estructura
actual de la gente que se mueve en el territorio oscuro de la basura urbana:
el 50 por ciento es desempleado. Se informalizaron después de atravesar
una experiencia de fábrica o estuvieron en alguno de los sectores de
la industria. “Hay gente con estudio, con oficio –explica Lidia–:
colectivero, albañil, electricista, mucha gente que tienen sus estudios
y sus oficios, pero nosotros llegamos a la estación y vemos a los pasajeros
que están como medio incómodos con nosotros.”
El camino
al tren
“Empecé saliendo en los trenes comunes que son los amarillos, donde
van los pasajeros y ahí hubo problemas: los primeros años nos
encerraban por vagancia.” Tomaba la línea del ferrocarril Mitre
que salía desde José León Suárez hacia Retiro. Las
empresas aún no estaban privatizadas. A fuerza de empujones, los cartoneros
lograban subir a alguno de los vagones y podían bajar en todas las estaciones.
En la Ciudad todavía estaban vigentes los edictos policiales que ponían
en manos de las fuerzas de seguridad la potestad para penalizar a los pobres.
Alguna vez, el maquinista de ese tren se olvidó de detener la máquina
cuando pasaba por Retiro. Ellos estaban arriba. “El tren siguió
de largo –cuenta Lidia–: fue derecho a la comisaría.”
Las persecuciones a los cartoneros no eran nuevas. Tampoco estaban enmarcadas
sólo por el plafón de edictos policiales porteños. Ya en
1927 había policías destinados a controlar el acceso de los pobres
a la Quema. Faltaban años para que en la Capital se reglamentara el sistema
de recolección de residuos urbanos, y dispusiera el cuerpo de penalidades
y sanciones que se extienden hasta hoy. Ese orden general se dio en el ‘77
durante la intervención militar del brigadier Osvaldo Cacciatore.
En mayo de ese mismo año se creó el Cinturón Ecológico
Area Metropolitana Sociedad del Estado. Con el Ceamse se hizo un convenio para
eliminar las quemas urbanas y se abrió un espacio fuera de la Capital
para la disposición final de residuos sólidos. Un mes después,
en junio, una ordenanza obligaría a los porteños a guardar la
basura en bolsas antes de sacarlas de sus casas.
Esa serie de disposiciones ordenaban la basura de Buenos Aires, y de paso al
tránsito de los rebuscadores: quedó prohibido “seleccionar,
recoger o vender los residuos domiciliarios depositados en los recipientes dispuestos
sobre las veredas para su recolección”. La basura desde entonces
fue propiedad del Estado o de las empresas concesionarias del servicio de recolección
de residuos. La actividad de los cirujas comenzó a ser penalizada. Esas
leyes aún están vigentes. Por eso el trabajo en la basura es ilegal.
Ellos siguieron haciéndolo, pero en ese camino fueron alimentando un
entramado de articulaciones donde la supervivencia convive con el negocio, la
explotación o la subordinación con las protecciones que otorga
lo clandestino.
Uno de los efectos visibles de ese andamiaje legal fueron aquellas primeras
detenciones sobre el tren. “Nos llevaban a una comisaría de Retiro
–sigue contando Lidia–, nos tenían unas horas ahí y
nos ponían por vagancia. O nos llevaban las carretas a la comisaría
de los bajos de Belgrano. Nos sacaban todo. Perdíamos las carretas, hay
muchos que las perdieron porque no tenían para retirarlas. Eso pasaba
todo el tiempo.” Con los años, en el ‘96, el Código
de Convivencia Urbana eliminó los edictos policiales. Aún así,
la actividad siguió penada.
Clandestinos
Ahora todos los días, a las seis de la tarde, Lidia sale caminando desde
su casa para la estación del tren. Necesita en total seis horas y media
para viajar, hacer cinco cuadras de su recorrido en Colegiales y caminar otras
veinte para volver al tren. En ese tiempo y en las mejores épocas puede
recoger hasta 200 kilos de diarios, cartón, revistas o papeles blancos.
A las doce y media de la noche amontona lo que junta en la entrada de su casa,
ahí clasifica la carga: “Tengo que poner las revistas pa’un
lado, el diario pa’l otro lado, el papel blanco allá, porque viene
todo adentro de la bolsa. El papel de color para otro lado y después
lo pongo en bolsas: todos los días el mismo trayecto, la misma cosa”.
En esa clasificación se demora entre dos y tres horas. Las montañas
de papel en todos sus soportes esperan ahí tendidos hasta el fin de semana.
Los viernes alquila una camioneta para entregar la carga semanal en uno de los
depósitos de papel la zona.
No siempre las cosas fueron así. Ahora lleva una década de entrenamiento,
pero cuando empezó no tenía ni una carreta: “Me prestaron
la carreta en el depósito y la condición es entregarles la carga
a ellos y ahí es cuando te duermen con los kilos. Porque hasta en eso
tenés que fijarte: porque algunos te prestan la carreta, pero te joden”.
Durante un mes entero usó uno de los cincuenta carros del dueño
del único depósito que había en el barrio. Ella, como los
cartoneros apenas iniciados, suelen comenzar del mismo modo: con carros prestados
o en alquiler. Con ese préstamo se establece una suerte de contrato de
exclusividad: el dueño de los carros pasa a ser el único con poder
para comprar los cartones. Cuando los cartoneros terminan el recorrido pasan
por su galpón. Devuelven los carros y pesan los papeles que han juntado:
ganan de acuerdo a los kilos que recogen. Pero hay trampas.
Lidia descubrió las trampas una de las noches que volvía de Belgrano.
Ese día había dejado el carro estacionado en Virrey Loreto y Virrey
del Pino, y de ahí comenzó a recorrer los edificios de la cuadra.
Fue recibiendo las bolsas que, en general, los porteros tienen preparadas y
después se acercó despacito por una calle por la que nunca había
estado: “¡Tenía para llenarme ese día! ¿Sabés
lo que era? Cualquier cantidad de papel blanco, hicimos todos dos cargas cada
uno, ¿sabés? Dos cargas. Yo también. Y todavía traía
en los cuernos: en los fierros del carro para que entren también las
bolsas”. El papel era de una fábrica de cereales, cuando terminaron
de juntarlo lo llevaron a la estación haciendo cuentas de lo que sacarían
por la carga. No era cualquier papel: era papel blanco, una suerte de pepita
de oro en el mundo del cartón. Por kilo de ese papel pueden ganar el
doble que con cualquier otro. Ahora mismo, por ejemplo, mientras el diario se
paga a 22 centavos, pueden ganar hasta cincuenta cuando levantan papel blanco.
Aquel día Lidia había recogido tal vez unos cincuenta kilos. Eso
supuso ella: la balanza del depósito contó exactamente la mitad.
“Nos durmieron bien ese día -explica– y me jodieron, jodieron
a mi hijo, a mi yerno también lo jodieron: no puede ser y dije bueno,
basta: yo no voy a trabajar más para el patrón. Trabajo con mi
carreta. Y ahí entré a cartonera: mandé a hacer mi carreta.”
Lo primero, dijo entonces, “era la herramienta de trabajo”.
Nadie tiene una fábrica de carretas, ese medio de locomoción se
ha convertido en una de las especialidades de alguno de los vecinos de su barrio.
“Así como lo ves –dice Lidia señalando su carro–,
esto vale cincuenta pesos, y hay lados que te están pidiendo cien y el
depósito si los perdés te cobra 100 pesos.” En la casa hay
estacionados cinco carros: uno es el suyo, otros dos de sus hijos varones más
grandes, y con los otros salen los yernos.
Las mujeres
del tren blanco
Las mujeres aún conservan muy poca participación entre los cirujas
urbanos. Guillermo Quiroz, autor de un ensayo de antropología urbana
sobre un grupo de cartoneros de La Plata, aseguraba cuando comenzaban los ‘90
que ellas integraban una fuerza de trabajo de reserva: salían sólo
en épocas de crisis. Aún ahora cuando empiezan a ser más
visibles en el espacio público, en las calles e incluso andando cargadas
con sus hijos, ellas son algo así como la tercera parte de los que se
mueven en el universo del cartón. Las que viven en las zonas urbanas,
dentro de la Capital, suelen tener incluso más actividad en las calles
que sus pares del Conurbano. Allí tienen asignado un rol distinto dentro
del grupo familiar que suele funcionar como unidad económica: los hombres
y los hijos varones son quienes salen a trabajar, ellas reciben las cargas en
las casas, las clasifican y ordenan.
Ese mundo de hombres y de trenes un día necesitó de delegados.
Hacia fines del 2000 la empresa TBA estaba dispuesta a habilitar furgones especiales
para trasladar a los, por entonces, 120 carreros que subían en León
Suárez y en el resto de las estaciones del Mitre. Los gerentes, dice
Lidia, les pidieron voceros autorizados. “A los pasajeros les molestaban
las carretas y un día la empresa se puso a decir que no nos iban a dejar
subir más, que nos iban a poner un molinete como pasa en la estación
de Retiro: cuando vos querés entrar con la carreta están todos
los molinetes y no podés subir.” Con la empresa hubo un período
de discusiones largas y pesadas. En medio de las negociaciones, los cartoneros
decidieron un día impedir la salida de un tren que estaba a punto de
arrancar sin recogerlos. Desde los andenes trabaron las puertas con los carros,
hicieron fuerza y esperaron: “Al final nos llevaron, pero después
de ese día –cuenta la mujer– fue lo máximo: porque esa
vez subimos, pero al otro día nos pusieron los birretes para que no pasemos
más”.
TBA finalmente terminó aceptándolos. A fines del 2000 salía
el primer Tren Blanco con 120 cartoneros que pagaban un bono mensual de 10 pesos
con cincuenta. Desde ese momento Lidia es la delegada: su tarea todas las noches
es ordenar a la gente que sube en Colegiales. “Delegada de hombres también,
ellos se sienten incómodos que una los mande y la otra vuelta me quisieron
bajar. Yo agarré y les dije: ‘Si alguno era capaz de asumir el cargo
que tengo, que lo elijan ellos’.” Ese cargo implica una lista larga
de tareas, “cumplir con todas las funciones, no solamente sacar bonos,
tenés que pelearla”. E implicó organizar una guardería
para evitar que los hijos de las cartoneras salgan con ellas a trabajar, reclamar
por la rehabilitación de la estación de Carranza donde ahora tienen
prohibido bajar y reunirse ya mismo con la gente de la asamblea de Colegiales
para preparar un festival. Quieren juntar colchones y material para la guardería
pero, además, el dinero para las vacunas contra el tétanos.
Muchas veces, cuando vuelve tarde a la casa, Lidia escucha el rumor de alguno
de sus hijos: “Me preguntan –explica–: ‘Mami, ¿para
qué te metés en todo esto?’”. Lidia entonces les contesta:
“Es una cosa que a mí me gusta. Me gusta defender a la gente, y
pelear por el trabajo. No sé, lo tomo como que me gusta defender lo de
uno. Por eso cuando ya están hablando mal, ataco”.
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