Viernes, 9 de agosto de 2002 | Hoy
GASTRONOMíA
Narda Lepes es una
de las nuevas estrellas mediáticas de la gastronomía. Empezó
su historia como cocinera haciendo platos orientales, pero ya está despegándose
el aura-sushi, y afirma contundente que, en su casa, lo que más le gusta
comer son municiones con manteca.
Por Soledad Vallejos
Alguien le dijo que ese agotamiento que la ahoga después de diez horas de grabación se llama “cansancio eléctrico”, “que es de estar todo el día con luces y cosas, te da como algo. Y claro, yo decía que no podía ser que saliera tan mal de estar parada nomás”. Pero eso sólo lo puede creer cualquiera que ve a la Narda Lepes medida, seria y reconcentrada que en media hora hace platos deliciosos por la pantalla del gourmet.com sin que un solo pelo se atreva a desafiar ese peinado de prolijidad prusiana. Porque en cuanto la cámara se apaga y hay que hacer tiempo para que se acomoden las luces, para que lleguen las ollas y cuchillas del próximo plato y el asistente del director pruebe un goulash humeante, basta que la chica se siente en la escenografía para que un pequeño remolino de productoras, maquilladora, asistente de cocina y demás ponga en evidencia a la chica-cocinera detrás de la cocinera. Y la nueva Narda (la habitual, según parece) habla sin parar, asesora al musicalizador sobre raíces japonesas y sus usos, y explica que no puede salir de ahí para saludar “porque me tienen atada con un cable” (el de la camarita escondida en un botón que muestra detalles de las recetas). Después le gritará a la nada: “¡Me siento acorralada!”, saltará hasta la mesada y chequeará la lista de ingredientes de una trucha con papines mientras averigua qué música pondrán, como para tener de qué hablar en el programa, y mirará a cámara cuando el director avise que continúa la grabación. No parece justo culpar a las pobres luces por el agotamiento eléctrico.
Desde que los primeros destellos
como celebrity gastronómica la empezaron a cubrir en la cocina de Morizono,
hace ya unos años, hasta el reciente airecito top de Las Cañitas
que supo tener su Club Zen, Narda viene cargando de manera casi inevitable con
palabritas como “vanguardia”, “moderna”, “innovación”,
tal vez por eso de que introducir el sushi y otras comidas orientales tiene
consecuencias. “Pero no es difícil sacudirse eso, porque creo que
puedo hacer cualquier cosa. De hecho, me relacionan con algo oriental, raro,
con muchos ingredientes, y me gusta hacer eso porque me gusta comerlo, pero
también en mi casa como municiones con manteca, que es lo que más
me gusta.” Claro que entre su trabajo como chef del restó “La
corte”, el programa de televisión que sale todos los días,
y los servicios de catering (“que está bueno porque hago de todo,
cosas grandes, que son un desafío de laburo, o chicas pero de gente que
le gusta comer y me dice: ‘Vamos a tomar tal vino’, y me hace pensar
qué puedo hacer”), no debe tener demasiado tiempo en casa para dedicarse
a las sopas. Aunque nunca se sabe, porque ésta es la misma chica que,
de un día para el otro, se aburrió del año sabático
que siguió al colegio secundario, se anotó en las clases de Francis
Malmann “porque me quedaba a la vuelta de la casa de mi novio” y descubrió
que cocinar le gustaba bastante.
–Todos me decían que tenía que ser abogada porque soy re-discutidora,
y los tests vocacionales me daban abogacía, psicología y diplomacia.
Pero cuando vi toooooodo lo que tenía que estudiar, dije: “¡Ni
en pedo me voy a leer esto que no me interesa!”, porque leer me gusta,
pero eso no. Aparte, fui a la facultad y vi lo mal que lo pasaban:todos la pasaban
mal. Pero cuando hice ese curso, vi que lo podía hacer en cualquier lugar.
Vi algo que podía seguir aprendiendo, que no era que empezaba, terminaba
y listo, ya está. Me parece que nada es tan así, que siempre vas
a aprender, siempre hay algo más que saber, siempre vas a probar algo,
siempre hay algo nuevo.
Algo de eso le pasó por la cabeza en París, después de
unos cuantos meses de “laburar grosso” en un restaurante (“lavé
langostas, lavé mariscos, limpié conejos”), cuando conoció
a Mishima, un japonés que recorría el mundo enseñando cocina
oriental. Acostumbrada como estaba a la previsibilidad de la cocina francesa
tradicional, tamaña cantidad de ingredientes, condimentos y sabores sutiles
la deslumbró, pero, sobre todo, parece haberla intrigado: “Había
comido japonés, pero no sabía la teoría, cuál era
el porqué de las cosas, porque todo tenía una razón de
ser, y había un estudio detrás de la cocina”. Se acercó,
se dio cuenta de que los dos tenían en común cierto manejo del
portugués y lo convenció de acompañarlo en el resto de
su gira. “Flasheé.” Y volvió a Buenos Aires, a cocinar
japonés y conseguir lo que llama “satisfacción garantizada”:
“El resultado es inmediato: lo comieron, les gustó, ¡bien!”.
–Por lo general, me agarra como una idea y digo: “Quiero hacer esto”,
y por ahora tengo unas ideas dando vueltas por la cabeza, pero todavía
no se conjuraron en una sola. Porque hay que hacer algo que esté bueno,
y me gustaría hacer algo, pero diferente –dice, y explica que, de
momento, lo mejor es esperar hasta que amaine porque la crisis económica
no sólo se llevó por delante su restaurante propio sino también
los “lujos de cocinero: hongos caros, verduras baby, esas cosas que dan
más nivel al plato”–. Pero creo que para el lado que apunto
es para comer mejor. Y mejor no quiere decir ni más ni menos, sólo
mejor: hay que comer variado.
Cuesta creer que esta misma chica que se pierde hablando de especias y adoctrinando
sobre la necesidad de experimentar con todos los ingredientes de todas las formas
posibles sea tan pero tan tremenda cuando tiene que trabajar bajo presión.
Pero habrá que tener fe, que por algo se la pasa repitiendo que puertas
adentro de una cocina es: “¡Mmmmala! ¡Una perrrra! Cuando salgo
de la cocina está todo bien, somos todos amigos y vamos a comer, a tomar
una cerveza, pero entre medio puteé a todos los santos de todos los padres
de todas las personas porque me enojé con todo el mundo. Es que te cargás
mucho”.
De momento está distendida. La grabación del programa avanza perfectamente
y no pasó mucho más que un poquito de agua desbordando de la pileta,
o una olla apenas apoyada sobre una esquinita que alguien del equipo salva a
tiempo. Acostumbrada, parece, a esos tiempos, aunque no hace demasiado que está
en televisión, y tampoco se lo había planteado explícitamente
como meta alguna vez.
–Recién había abierto Ono, el restaurante del centro, y no
me daba un segundo porque a la noche volvía al otro, al Zen, pero me
dijeron: “Che, hay un casting, andá porque dije que ibas a ir”,
y dije: “Bueno, voy”. Vine al casting y dije cualquier barbaridad.
–¿Qué tenías que hacer?
–Hacer un sandwich y contar algo. Lo único que me vino a la cabeza
fue una asquerosidad que me pasó en España con una paella y un
conejo...
–...
–¡Es que terminé chupando un hueso que tenía el ojo
adentro! No me di cuenta hasta que me levanté de la mesa, porque mientras
comía había sentido algo raro y lo había dejado debajo
de una servilleta. Ya había reventado de comer, no me importaba más,
y cuando me levanté de la mesa, dije: “A ver qué era”...
Levanto, y era la cabeza del conejo. ¡Había chupado todo el ojo!
¡Un asco! Conté eso, y cuando me iba caminando del casting, me
iba riendo sola. “¡¿Qué hice?! ¡¿Cómo
le voy a contar eso!?” Decía: “Lo van a ver, se van a cagar
de risa, y me van a mandar a la mierda”... Se ve que entré porque
no lo podían creer. Pero ahí tenés: yo no como de todo,
pero puedo probar cualquier cosa.
–No es cuestión de ser cerrada.
–¡Claaaaaaro! Yo pruebo, pero algunas cosas no. Yo como cosas que
a la gente le parecen asquerosas, como huevas de pescado que a otro le pueden
parecer un asco. Pero probar, probé casi todo... Una vez comí
gusanos en un queso roquefort. Pero estaba bueno, eso era rico posta. Yo pensé
que me iba a dar vuelta porque estaba súper pasado, pero no.
–¿Cómo?
–En París, los cocineros del restaurante en el que estaba me lo
dieron, como para hacerme un bautismo. Porque yo siempre entraba a la cámara
de quesos y decía: “¡Qué olor a mierda que hay acá
adentro!”. Y un día me dijeron: “Vení, olor a mierda,
sentáte acá”. Agarraron una baguette, la calentaron, me hicieron
probar todos los quesos, incluido ése. Estaba bueno, súper rico.
–Ni lo miraste.
–¡Pero no estaban moviéndose! Ya los habían esparcido
por el pan. Eran ricos. Y después dije: “Basta, no digo más
nada”.
Pero nada de todo esto se ve en su programa. Dice: “Lo mío es transmitirte
a través de la comida”, “todavía no me animo a transmitirte
yo directo”, y “pasa que no soy tipo ‘¡ah!’, toda
alegría”. Cuando la cámara se enciende, la chica-cocinera
deja lugar a la seriedad de la cocina, aunque “creo que se me nota cuando
estoy haciendo algo que me lo quiero comer, que empiezo ‘hmmmmm’,
y se me ve la cara de gorda”. En su oficio (“porque no es una profesión”),
lo importante “es la comida”, y no otra cosa. Y el director acaba
de dar la orden para empezar nuevamente. Ella mira a cámara.
–Hola, soy Narda Lepes, y esto es 180º.
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