Viernes, 3 de noviembre de 2006 | Hoy
LIBROS
No se puede pensar la prostitución sin pensar en el modo en que la literatura monta y describe a quienes están en esta situación. Mujeres transgresoras, sí, autónomas por más que sean explotadas; que merecen ser ajusticiadas, también, ya sea a través de una enfermedad mortal o la caída en Desgracia. Mujeres que suelen servir como metáfora para hablar de otras situaciones sociales destinadas al secreto tanto como lo que se hace en la cama.
Por Liliana Viola
En pocos sitios pueden hallarse tantas putas reunidas como en una Biblioteca.
Orientales, europeas, latinoamericanas, todas reciben en los libros su bautismo según la época y la situación: geishas, fáciles, livianas, de la vida, de la calle, cortesanas, de compañía, visitadoras, jineteras. Los anaqueles dan asilo a clásicas y discípulas, diosas de la libido o apariciones dormidas como las últimas putas tristes de Gabriel García Márquez y las bellas durmientes de Yasunari Kawabata. Desde Tolstoi, que a los 82 años estaba dispuesto a abandonar a su esposa pero no los burdeles, hasta Bioy Casares que les deja un simpático lugar en sus Memorias y otro fundamental y místico en la ramera ciega de La invención de Morel, casi todos los escritores rindieron tributo a las mujeres sin rostro que los turbaron, iniciaron, entretuvieron a cambio de billetes. Sin temer que en algún momento se los señalara como clientes y cómplices de la trata. La literatura, en un discurso completamente paralelo y ajeno al de las denuncias del periodismo y de los análisis sociológicos, ha dado cuenta de una normalidad y contribuido también a una estética de la prostitución idealizada. Por diferente carril van los datos y testimonios de violencia sexual, abuso infantil, esclavitud, infecciones y muerte que la vida prostibularia de todos los tiempos ha tenido como fundamento y vida cotidiana. Aun cuando la ficción creyó denunciar, no dejó de delinear la estampa de aquella mujer maternal, poco santa y dadora de esa infinita ternura que siempre están necesitando, en el fondo, los hombres. “Lo que distingue al hombre del niño es el saber dominar a una mujer. Lo que distingue a una mujer de una niña es el saber explotar a un hombre”, decía Cesare Pavese, quien en la vorágine de su militante desconfianza hacia todas las ellas destacaba con respeto a la que se vende porque no miente, corporiza la venganza y la nobleza de su especie. Pero no es sólo Pavese quien las distingue mientras señala su maldad, las prostitutas literarias están sospechadas siempre de esconder algo y merecen ser condenadas y redimidas también por otro misterio. Son autónomas aun cuando se las explote, tal vez por estar consideradas poseedoras del último secreto que desde Las mil y una noches se les atribuye a las sábanas. Los hombres tendrán el poder, pero son ellas las que los dejan desnudos y con ansias de regresar. Modesto consuelo. Pero no es la intención escandalizarse porque en nuestras sociedades se considera un derecho la posibilidad de comprar sexo, o porque la misma práctica deshonra al que vende y prestigia al que compra, ni mucho menos ensañarse ahora con siglos de invenciones literarias y de fantasías patriarcales.
Además, también es cierto que la mayoría de las veces la prostituta de las ficciones ha servido a los autores como metáfora. Utilizada otra vez, es verdad, pero para desenmascarar síntomas de alguna putrefacción, para cambiar la cama cada vez que una sociedad se pone a cambiar la piel.
Cada vez que se acusa el impacto de una fuerte crisis en el sistema de valores dominante, se las puede ver a ellas paseándose por las calles pueblerinas, acicalarse en las casas de cita o entrar en palacios y comisarías. Las prostitutas literarias aparecen con el cometido de enfrentar a los lectores con el resquebrajamiento de un paradigma moral o una denuncia concreta, ya sea la doble vida de la burguesía decadente, la relación entre pobreza y tiranía militar. Luego quedan allí vendiendo sus cuerpos alegremente y cantando a los lectores el secreto encanto de la prostitución. La literatura latinoamericana de los años sesenta hermanó prostitución con desigualdades sociales, con abuso de poder político y con la impostura de las instituciones. El catálogo de mujeres que incluye travestis tiene títulos ya clásicos como Pantaleón y las visitadoras y La casa verde de Mario Vargas Llosa; la Cándida Eréndira de García Márquez; El lugar sin límites, de José Donoso; Juntacadáveres, de Juan Carlos Onetti; El zorro de arriba y el zorro de abajo, de José María Arguedas. Todas descendientes de la argentina de Manuel Gálvez, Nacha Regules; de Juana Lucero, de Augusto D’Halmar y también de Santa, de Federico Gamboa.
No son pioneras. Unos cuantos siglos atrás, la Madre Patria ya había dado sus versiones sobre el mismo asunto con obras que ingresaron en el canon de formación escolar de uno y otro lado del mar. En el 1500 español, La Celestina de Fernando de Rojas alertaba en un tono de picaresca sobre la derrota de los valores medievales. Un siglo más tarde, apenas comenzado el 1600, Cervantes presenta a su Don Quijote que atrapado en clave renacentista se propone resucitar a la caballería andante cometiendo a su paso un error más garrafal que el de los molinos: toma por doncellas a las prostitutas más asquerosas y mugrientas de La Mancha, respeta a Maritornes y le habla en un lenguaje que ella no podrá comprender jamás. Su equívoca relación con estas mujeres y sobre todo el respeto que les profesa, es el ejemplo máximo de la desubicación y la locura de Quijote en un mundo que definitivamente cambió sus reglas: las cortesanas se hicieron putas. Un siglo más adelante, en 1722, Daniel Defoe, el autor de Robinson Crusoe y también del Diario de la peste, se servirá de la bella y descocada Moll Flanders para despertar a sus contemporáneos puritanos. Defoe construye a esta heroína independiente que lucha con coraje para cambiar su destino, y que como él mismo resume “nació en la prisión de New Gate y durante una accidentada vida, fue doce años prostituta, cinco veces casada (una de ellas con su propio hermano), doce años ladrona, ocho deportada en Virginia, y finalmente se hizo rica, vivió honesta y murió arrepentida, escribiendo sus propias memorias”. Moll Flanders, dueña de una moralidad natural que supera la gravedad de sus propias acciones, intenta despertar a los ingleses atascados entre el antiguo y el nuevo régimen, y comienza a perfilar el principio de la tolerancia en cuestiones de fe y culto, en cuestiones políticas y lo que es más novedoso, en torno de una tolerancia ética que espera comprensión por parte del lector.
Menos suerte tendrán las prostitutas francesas del siglo siguiente. Si el autor inglés le dio dinero y amor a la suya, en el siglo XIX tanto Margarita Gautier como Naná, tendrán que pagar sus pecados con la muerte. La primera, hija de porteros y convertida en refinada cortesana, finalmente se eleva hacia el amor puro, casi materno, y se sacrifica por el honor de su joven amante. Total, ella es nada y regresa a la nada y por lo tanto no tiene nada que perder.
Y tampoco Zolá, el autor de las clases bajas, de las tabernas y los burdeles, se libra de una visión idealizada y hasta enamorada de su Naná. La cortesana de belleza provocadora encarna las debilidades de una sociedad corrompida que se vende por placer y que va a despertarse unas décadas más tarde con el estallido de la Primera Guerra. Si le restó romanticismo, la dotó de glamour y de poderío, Naná destruye con maestría a todos los que la desean. Y paga por eso.
Por esa oscilación entre el costado de víctimas y el de lujuriosas, el castigo en la literatura viene muchas veces de la mano del destino, de una justicia que está por encima de los hombres y las mujeres, o del propio deseo de arrepentimiento que las conduce a un cielo que duele.
Y para retroceder aún más en el estante de los clásicos, es posible llegar hasta el Apocalipsis que condena a las prostitutas no sin antes describir la lujuria como quien desliza una invitación: “Ven y te mostraré la sentencia contra la gran ramera que está sentada sobre muchas aguas, con la cual han fornicado los reyes de la tierra y los moradores de la tierra se han embriagado con el vino de su fornicación”. Esta imagen que va y viene de la perra a la desvalida, está arraigada seguramente en las razones que inspiran por estos días a la Legislatura de la provincia de Buenos Aires para anunciar un proyecto de ley que ponga “multas y penas de prisión a quienes ejercen la prostitución en la calle incluyendo –teniendo en cuenta las nuevas modalidades del oficio– a quienes incluso escandalicen en casas privadas”. Buenas (les) parecen las multas a falta de un método tan drástico como la tuberculosis de la pobre Margarita para terminar con lo que Vázquez Montalbán llama “la costra moral”.
Este código contradictorio tan próximo al melodrama con el que se vistió a la prostitución tal vez sea uno de los mayores impedimentos para que el consumo de cuerpos resulte más visible y analizable que la oferta. Un largo camino falta recorrer para que la idea de comprar personas merezca el mismo repudio que la defensa de la esclavitud o de la supremacía de alguna raza. El melodrama va y viene, observa Carlos Monsivais, entre la esperanza más insensata y su escepticismo más radical. Tienta al oído porque suspende por un instante las diferencias e invita a un carnaval alegre y ruidoso donde la clase media, la clase alta y el lumpenaje bailantero y profano se cruzan, se calientan y se amigan. Permite a su vez pensar en un amor tan puro y genuino como el que se les atribuyó siempre a los instintos básicos con la comodidad de un lugar, un tiempo de duración y un precio.
Mientras tanto, según la ONU cuatro millones de mujeres y dos millones de menores son traficados o explotados en negocios sexuales de todo el mundo. La trata de personas para el tráfico de sexo es un negocio mayor que el de las armas: mueve 40.000 millones de dólares e involucra a millones de niñas y niños menores de 12 años. Estos números tienen nombre y apellido también en cada provincia de la Argentina. La exposición de los casos particulares de las mujeres muertas o desquiciadas, los testimonios de ellas mismas muchas veces contando su deseo de continuar en el oficio por librarse de peores males, contribuyen lentamente a pensar la prostitucion despojada del barniz romántico que le dieron los siglos y las letras. Por otro lado, el diario Le Figaro acaba de señalar que más de 40 mil estudiantes universitarios franceses, en su mayoría mujeres, recurren a la prostitución para pagar sus estudios terciarios. Las autoridades se manifiestan desbordadas e incapaces de controlar ese tipo de actividad ya que los estudiantes hacen sus ofertas y transacciones a través de Internet, o aprovechan sus trabajos en restaurantes y hoteles para ejercerla.
Sin dudas, estas dos caras de un mismo fenómeno hablan de la complejidad de un tema que no puede ser encarado sino con la fantasía, tampoco con la ceguera de ningún dogmatismo. Las ideas que cada grupo va forjando sobre cuáles son las necesidades básicas, por dónde pasa la dignidad, los límites del consumo y el espacio de la intimidad, están siendo revisadas constantemente. Eso no significa que las atrocidades “más antiguas del mundo” deban seguir ocurriendo al menos, no sin espanto.
Dos libros testimoniales que llegaron este año a las librerías del país dan voz a estos dos mundos –aunque seguro que hay más mundos– que coexisten en torno del tema de la oferta y la demanda de sexo, la prostitución de lujo y el tráfico de gente. El primero es un elogio a la prostitución y a su vez un manual de instrucciones para todas aquellas mujeres que, sin intención de prostituirse, quieran recibir algunos consejos de una verdadera experta. Un libro que, como todos los que tienen una intención de autoayuda, está pensado para la multifunción, en este caso, escandalizar, excitar y enseñar. Se trata de El dulce veneno del escorpión, Diario íntimo de una prostituta de la brasileña Bruna Surfistinha, una adolescente de clase acomodada de San Pablo que decidió prostituirse a escondidas de sus padres y publicar sus aventuras en un blog. Los clásicos modelos de redención aparecen enseguida, a pesar de lo desprejuiciada que se la leía en las primeras páginas, cuando la niña consigna que en uno de sus encuentros laborales, como en las novelas, encontró al hombre de su vida que la liberó del mal camino.
Por otro lado, y en el marco de la creciente oferta de turismo sexual en Cuba, el libro del periodista cubano Amir Valle presenta luego de nueve años de investigación una serie de testimonios de prostitutas de todas las edades, orgullos y condiciones de la Cuba nocturna. Valle, antes de hablar de los demás, comenzará contando su propio paseo por las calles de México en algún tour sexual y su propia experiencia en las casas de citas de su juventud. Fue en un aeropuerto que reconoció a una antigua amiga, amor de un amigo suyo, convertida en prostituta y esta mujer sirve de guía para un trabajo de escucha atenta bastante despojado de la tendencia al melodrama y también de cualquier victimización de las chicas de 13 a 70 años que se venden a los extranjeros para estar mejor. Este trabajo confirma que entre la fascinación y el asco, queda un espacio para la escritura de una versión más acorde con los acuerdos internacionales sobre derechos humanos y libertades individuales. Amir Valle comienza su libro Jineteras con una cita de un amigo católico suyo, que bien puede servir para irse de esta nota terminando tal como empezamos: “Las putas son esas hijas del maligno que nos hacen gozar placeres innombrables en una cama”.
Como ves, tuve que dejar el jineteo porque me picotearon la cara... Ahora soy custodio en un círculo infantil. A mí nada más se me ocurre hacerme la poderosa y, aunque en mi vida me han pasado cosas jodidas por hacerme la cabrona, nunca pensé que decidirme a trabajar por mi cuenta, sin un chulo, me traería esta desgracia. Yo empecé en esto por Amadito. Era de mi misma aula en la secundaria y tenía trabajando para él a unas cuatro o cinco muchachitas más. Tú lo ves así negro y grandote que parece un King Kong, y no te pasa por la cabeza que tenga sólo diecisiete años, pero ése nació delincuente. Trabajé para él cosa de un año y cuando vi que no me daban las cuentas, porque él, que decía ser mi socio, mi amigo, ganaba más que yo, le dije que trabajaría por mi cuenta: necesitaba un poco más de dinero. Cuando salí del hospital supe que les pagó a unos negros de su barrio para que me picaran la cara, las tetas y el culo. Suerte que tuve tiempo de gritar y vino la policía y nada más me picaron la cara y eso dos tajazos en el brazo.
De Jineteras (Ed. Planeta), de Amir Valle.
Un día le pedí a Néstor que me llevara a los barrios de las putas de D.F. y me dio asco. Ver otras putas del lado de allá de la ventanilla del carro, agitadas, empujándose, desesperadas por llevarse a la cama a un sapo horrible como Néstor, mi marido mexicano, me revolvió el estómago. Fue como si alguien me pusiera un espejo delante, echara a correr el tiempo atrás y me devolviera a las calles de La Habana, a mendigar el rabo cochino de algún turista para conseguir un dinero que luego se me iba en un abrir y cerrar de ojos. Néstor fue mi puente, el túnel de salida a una situación que me pareció siempre kafkiana. ¿Lo has mirado bien? Puedes apostar que no hay una madre en el mundo que haya cagado a un bicho más feo. Y el muy cagón se llevó a Loretta, el Culo más espectacular de La Habana. Cosas de la vida, chico, yo, licenciada en filología, que puedo acostarme con cualquiera diciendo frases eróticas en francés, italiano e inglés, porque hablo todos esos idiomas, y hasta en latín, si se trata de un sesudo intelectual, tengo que conformarme con el tipo más horrible del universo para llegar a ser una Persona, así, con P mayúscula. Gracias a él, a ese sapo grasiento y arrugado que es Néstor, me convertí en una faraona allá, en Cubita la bella. Vengo cada dos meses: una vez a Cancún, otra a Puerto Vallarta, luego a Mazatlán, después me quedo en Acapulco. Siempre paga Néstor. Es un pincho en una sucursal de General Motors y maneja cantidades de dinero que no vas a ver en todas tus futuras reencarnaciones. Pero no quise quedarme acá cuando nos casamos. Y me dije, si él tenía su negocio acá, por qué no tener yo mi inversión en Cuba. Se lo comenté y aceptó. Es un tipo que no tiene escrúpulos cuando se trata de dinero y, aunque al principio se me puso un poco duro, bastaron dos o tres juegos zalameros para convencerlo.
De Jineteras (Ed. Planeta), de Amir Valle.
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