Viernes, 3 de noviembre de 2006 | Hoy
SOCIEDAD
¿Es realmente la vida privada lo que está en juego cuando un varón público (llámese intendente de capital provincial, jugador de fútbol más famoso del mundo o presidente de Francia) niega paternidades que la ciencia y los reclamos legales afirman como legítimas?
Por Luciana Peker
Hijos: Agustina, Martín y María Milagros.” Ahí, en Milagros, termina el listado de hijos que hace el intendente de Córdoba, Luis Alfredo Juez, en su presentación de la web oficial de la Intendencia de Córdoba. Sin embargo, al currículum le falta un dato que no es menor, sino sobre una menor: la chica de 17 años que la Justicia dictaminó, en 1992, que era hija suya, a pesar de que el funcionario se había negado a someterse a un examen de ADN. Desde ese momento, ella lleva su apellido y puede usar su obra social. Pero no figura entre sus hijos en una página de información estatal donde se informa –mal– que el intendente tiene tres hijos y no cuatro.
La decisión de ocultar una hija no forma parte de la vida privada (el derecho a la identidad de su hija tampoco), sino que es una muestra más de que la intimidad también es política. Un diario tituló la noticia sobre la existencia de la hija oculta (y anterior a su matrimonio) de Juez “Otro capítulo de la disputa cordobesa”, dando por obvio que la noticia es parte de la interna entre Juez y el gobernador provincial José Manuel de la Sota. “No son mis hijos, ni mis actos privados los que tengo que andar rindiendo cuentas. Yo nunca me metí en la vida privada de nadie. Y mis hijos son sagrados”, alegó Juez. Sagrados, pero no públicos.
“Juez se equivocó al ocultar a su primera hija. Aunque la Justicia lo tuvo que obligar a hacer el reconocimiento esperamos que esto le sirva para entender que los hijos son eso: hijos, sin ninguna distinción”, sostienen Graciela Palma y María Rosa Pallone, de la organización no gubernamental Quiénes Somos que pelea por el derecho a la identidad de chicos no reconocidos o adoptados ilegalmente. ¿Qué es hoy la identidad? “El derecho a la identidad incluye el reconocimiento público porque no es solamente un certificado legal. Nosotros, que somos víctimas directas de esta problemática, pedimos que nadie tema romper los pactos de silencio para poder construir nuestra vida en la verdad”, subrayan Graciela y María Rosa.
Hace diez días, en Perú, el presidente Alan García tuvo que reconocer oficialmente –también empujado por la difusión periodística de la noticia– que tenía un hijo extramatrimonial, Federico, de dos años, fruto de una relación con la economista Roxana Cheessman, durante una separación con su mujer Pilar Nores (que lo acompañó paradita, como el mástil de la bandera, durante el anuncio por cadena nacional del arribo de Federico a la familia presidencial). “El niño tiene todos sus derechos. Voy a garantizarle la relación afectiva con un padre y tiene abiertas las puertas del hogar que yo tenga, aquí o afuera de palacio”, arengó el flamante papá oficial. La decisión de Alan de ir a contar sobre su bebé fue provocada, seguramente, por el desgaste de imagen que tuvo Alejandro Toledo, el ex presidente peruano, que se pasó negando a Zaraí, su hija adolescente, a la que finalmente admitió públicamente en el 2002, cuando ella tenía 14 años. Es que hoy el reconocimiento no se puede esquivar porque los análisis de ADN no dejan lugar a dudas. Por eso, si se evaden, también funcionan como prueba de paternidad.
En Argentina, desde el 2000 que Carlos Menem se niega a someterse al test genético –que pide la Justicia de Formosa– para determinar si Carlos Nair Meza, de 25 años, es su hijo. ¿Cómo pueden los jefes de Estado llevar adelante una política a favor de los derechos de niños, niñas y adolescentes si ellos mismos no reconocen a sus hijos? En este sentido, el actual vicepresidente de la Nación, Daniel Scioli, tiene una mella en su pasado. A su hija, Lorena, la empezó a ver recién cuando ella tenía 16 años. Sin embargo, después de un mea culpa, reconvirtió al derecho de los hijos a ser reconocidos por sus padres como una bandera. “Tenemos que pensar en los jefes de Estado o los políticos de alto rango como hombres iguales que otros en sus valoraciones, aunque con más poder para llevar a cabo sus planes. Un hombre público (o una mujer) ponen en juego sus decisiones en la vida privada, ya no tienen la misma libertad porque están en un espacio de visibilidad mayor donde sus actos serán modelos de identificación y de legitimación para la conducta de multitudes. Un político que roba no sólo es un delincuente, sino que legitima la corrupción en una enorme franja de la sociedad. De la misma manera, parte de la imagen que los políticos intentan ofrecer es la de familias bien constituidas que sugieran que llevan vidas ordenadas y pueden tener las funciones de un padre con respecto a la sociedad”, enmarca Diana Maffia, doctora en Filosofía y directora del Instituto Hannah Arendt.
Pero en todo el mundo todavía hay padres poderosos que esconden o escondieron a sus hijos debajo de la alfombra (incluso de la alfombra roja), aunque la alfombra sea progresista, como la de François Mitterrand, que tuvo una vida paralela y a su hija –Mazarine– en las sombras mientras fue –durante catorce años– presidente de Francia. Ella apareció públicamente, por primera vez, en su entierro. Y recién el 8 de enero de este año –a diez años de su muerte– obtuvo su lugar, de igual a igual, con su hermano, Gilbert. No es un cuento de princesas, pero hay Cenicientas modernas.
Los hijos extramatrimoniales ahora tienen derecho a la pensión alimentaria, pero no a la coronita. El 1 de junio de este año, el príncipe Alberto II de Mónaco admitió legalmente la paternidad de Jazmín Grace Rotolo, una adolescente de 14 años que vive en California. Albert (que ya no tiene pelo pero sigue legalmente soltero y con el título paparazzi de soltero codiciado) también reconoció, en julio, a Alexandre, de tres años. Jazmín es hija de una moza y Alexandre, de una azafata. Los dos hijos oficiales del príncipe están excluidos del trono (porque fueron concebidos fuera de matrimonios bien constituidos).
No es rey, pero para los argentinos es algo parecido. Diego Maradona no sólo tiene, por lo menos, tres litigios por paternidad no reconocida, en Italia y Argentina, sino que también argumentó públicamente que “los hijos son sólo los hijos que uno decide tener”. A los que tuvo, sin Claudia Villafañe de por medio, les puede pasar una cuota, pero no verlos, quererlos, ni reconocerlos.
No reconocer a los hijos es un delito que priva a los hijos e hijas de sus derechos económicos, sociales y de identidad. Además de un delito es una actitud ética y humana. Y en los políticos, funcionarios o modelos sociales esa actitud puede influir en el resto de la sociedad. Es una actitud íntima, pero no privada. Hay una diferencia entre que todo el mundo se entere –sin que el ministro lo diga– de que a un ministro le gusta atarse a la cama y otra cosa –muy diferente– es que un ministro ate –someta– a una mujer porque eso es violencia y no intimidad. No darle apellido, nombre, comida, salud o amor a los hijos tampoco.
La paternidad –también– es política.
Es evidente que la asunción plena de las responsabilidades (y los placeres) de la paternidad es más una esperanza a futuro que un logro subjetivo universal entre los varones. La gestación tiene lugar en el cuerpo de las mujeres y la implicación subjetiva de las madres con sus hijos tiende a ser mucho más intensa de la que, generalmente, se observa entre los padres. Sin embargo, se advierte una tendencia creciente hacia el compromiso emocional de los hombres con sus hijos. El padre que se limitaba a proveer y a imponer disciplina es una figura que va quedando relegada ante el surgimiento creciente de padres cuidadores. Es cierto que ellos no cuidan a sus hijos con un compromiso semejante al materno, pero también es verdad que se van involucrando cada vez más en la crianza.
En el caso de varones con poder y prestigio, es frecuente que hagan uso de las prerrogativas que caracterizaron a la masculinidad desde el mundo antiguo, en donde cuando un niño nacía, el padre podía, o no, levantarlo de las cenizas del hogar, un espacio donde era depositado para que el varón pudiera elegir. Si no lo hacía, el destino de ese niño era el abandono en la calle, lo que implicaba tal vez la muerte, o ser recogido por los tratantes de esclavos para su explotación ulterior. De modo que la paternidad, además de ser incierta, era opcional. No se reconocían los hijos que se sospechaba provenían de un adulterio, pero tampoco aquellos que desordenaban las estrategias sucesorias de la familia. Han pasado muchos siglos, pero el proceso de democratización y el reconocimiento de los derechos humanos todavía dejan mucho que desear.
* Coordinadora del Foro de Psicoanálisis y Género (APBA).
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.